Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

*Peña Nieto: plan pobre, simulación grande

El mejor y más genuino efecto restaurador del Estado de derecho en el país se obtendría del hecho de que la matanza y desaparición de estudiantes normalistas fuese esclarecida y castigada con eficacia y efectividad, a plenitud y de manera incuestionable. Sin embargo, en sentido opuesto al sencillo y riguroso cumplimiento de la ley, el presidente Enrique Peña Nieto ha optado por montar una aparatosa escenografía destinada a fingir que las lecciones del repugnante episodio de Iguala han sido aprendidas por el Estado que encabeza. Pero se trata de una farsa que sigue al pie de la letra una de las prácticas que el PRI acostumbra seguir cuando está en el poder: la simulación.
Eso es lo que hizo ayer Peña Nieto, consumar un acto de simulación al más viejo estilo del viejo régimen para anunciar reformas en materia de seguridad que presuntamente obedecen a la convicción de que después de Iguala “México no puede seguir así”. Y para que México no siga así, la simulación se manifestó en todo, incluidos los simbolismos del Palacio Nacional y la presencia de los representantes de los otros dos poderes públicos y la clase política, que estuvieron ahí solamente para aplaudir y hacer resplandecer el poder presidencial.
Sería apresurado descalificar ahora el decálogo de medidas propuestas por el presidente –la principal de las cuales es la desaparición de las policías municipales para sustituirlas con policías estatales–, pero sí es conveniente establecer que no ayudarán en lo más mínimo a resolver la crisis causada por el sacrificio de los normalistas de Ayotzinapa. No son para eso. Los acontecimientos de Iguala deberán ser resueltos con los actuales instrumentos que la ley proporciona a las autoridades y que, por cierto no son deficientes por sí mismos sino por la forma en que son asumidos y aplicados.
Además del reemplazo de las policías municipales, Peña Nieto informó que enviará al Congreso una iniciativa para crear una ley contra la infiltración del crimen organizado en las autoridades municipales, el fenómeno que con el alcalde perredista José Luis Abarca convirtió al Ayuntamiento de Iguala en un narcogobierno asociado con el grupo delictivo Guerreros Unidos. También planteó reformas para consolidar el respeto a los derechos humanos y el combate a la corrupción, y la instalación de un número telefónico único para reportar emergencias en todo el país. Llama la atención porque es un gesto que no cambia nada las cosas, pero delata cierto oportunismo, que como si fuera un manifestante más el Presidente se haya sumado a la exigencia de justicia y a la consigna “todos somos Ayotzinapa”. Dijo Peña Nieto que su gobierno desarrollará un modelo para que las investigaciones como la que la Procuraduría General de la República realiza por los hechos de Iguala, sean oportunas, exhaustivas e imparciales. Sin embargo, es razonable preguntar qué es lo que impide que esas investigaciones no sean ahora oportunas, exhaustivas e imparciales, y por qué con las reformas sí lo serán.
Si después del acto de ayer en el Palacio Nacional se pretendiera imponer la sensación de que la crisis de Ayotzinapa quedó superada, la realidad hará que el gobierno ponga los pies sobre la tierra. Un catálogo de promesas no es respuesta para la demanda de justicia de los padres de los normalistas desaparecidos. La única manera de que el caso se cierre es que la PGR logre llegar a la verdad sin que exista duda alguna para los familiares de las víctimas y para la sociedad, y de que todos los responsables reciban su castigo. Y no parece que eso pueda ocurrir, o que pueda suceder pronto, pues el gobierno federal da muestras de estar decidido a mantener a toda costa la versión –técnica y científicamente falta de solidez– de que los muchachos fueron ultimados e incinerados en el basurero de Cocula, y a limitar las responsabilidades a los policías, el ex alcalde, su esposa y sus cómplices de la delincuencia organizada.
El plan que Peña Nieto ha propuesto para reponer el Estado de derecho destruido en Iguala no toca los problemas sustantivos que en México hacen de ese Estado de derecho una quimera inalcanzable, que son la simulación, la corrupción y la impunidad. Esa falla estructural condena al fracaso a este nuevo esfuerzo reformador. No era eso lo que se requería, no al menos mientras no sea resuelta la investigación del caso Ayotzinapa, y para resolverlo no solamente se necesita la intervención de la PGR, sino sobre todo la voluntad presidencial de asumir con integridad las consecuencias de realmente impartir justicia, sin detenerse en el rango político de los responsables ni en el número de insignias que cuelguen de su uniforme, si fuera el caso.
El anuncio presidencial ha sido recibido con escepticismo en el país, y seguramente será visto en el exterior como la confirmación del diagnóstico que el presidente uruguayo José Mujica expresó la semana pasada, cuando dijo que los acontecimientos de Iguala son producto de un Estado fallido. Si ya es penoso que el gobierno de Peña Nieto se haya visto obligado a aceptar la asistencia técnica de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para resolver el caso, lo será más que termine recibiendo la ayuda del gobierno de Estados Unidos, como senadores de aquel país exigen con urgencia al gobierno de Barack Obama. Lo trágico de todo es que la incapacidad de las autoridades nacionales para esclarecer la desaparición de los normalistas no procede de una insuficiencia técnica, sino de la falta de voluntad política para actuar contra los responsables últimos. Es decir, como en todas las matanzas ocurridas en México, el gobierno oculta la verdadera naturaleza de los hechos. Y contra eso no hay reforma que sirva aunque Peña Nieto grite que también él es Ayotzinapa.

[email protected]

468 ad