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Jesús Mendoza Zaragoza

¿Se puede construir la paz  desde el gobierno?

 

Me ha llamado la atención el discurso de algunos políticos y, particularmente, de autoridades. Hablan de paz y de armonía y proponen acciones que, desde sus perspectivas, se orientarían a la construcción de la paz en este momento de crisis política. Es claro que el discurso por sí mismo, al margen de las acciones de gobierno, suele ser vacío y quedarse en eso, un discurso vacío que no incide en el gobierno ni en la política. O a veces le ponen el apellido de la paz a algunas acciones de gobierno que nada tienen que ver con la paz porque tienen una intención política en el sentido de que buscan beneficiar al gobierno y no a la comunidad golpeada por la violencia. Caravana por la paz, cabalgata por la paz y otras acciones de ese tipo tienen más una finalidad política que de incidencia contra la violencia y la inseguridad.
La pregunte pertinente ahora es: ¿se puede construir la paz desde el gobierno?
La respuesta es que el gobierno para eso es; ese es su papel, su responsabilidad, su obligación. El sentido de la autoridad en todos los ámbitos humanos es el bienestar de la comunidad. Y más cuando se trata de un gobierno. Es responsable de poner todas las condiciones necesarias para que haya una convivencia pacífica y una distribución universal de los beneficios. El gobierno organiza la vida social para beneficio de todos mediante legislaciones y procedimientos apegados a las mismas, mediante políticas públicas y mediante la garantía de los derechos humanos. El problema está en el extravío de los gobiernos que ya no se enfocan al bienestar de la sociedad y generan procesos de exclusión, de abusos, de violación de derechos humanos. Y en lugar de construir la paz se orientan a generar violencias.
De hecho, hoy por hoy, el mayor generador de violencias es el gobierno. Las decisiones gubernamentales, la forma de gestionar la administración pública, la manera de organizar la vida social, las omisiones y la corrupción, son formas de generar  violencia desde las instituciones públicas. Simplemente, la violación de los derechos humanos, sobre todo de los derechos al trabajo y a un salario digno, a la salud, a la alimentación, a la educación como derecho colectivos, son omisiones que generan violencias en los pueblos y comunidades.
Una primera estrategia tendría que ser la transformación del gobierno para dejar de generar violencias y estar en condiciones de construir la paz. Hay quienes hablan de la reforma del Estado. Y para que esto suceda tiene que haber un explícito y público reconocimiento de su extravío, del desenfoque de la política que se ha enfocado a excluir, a violentar y a hacer daño a la comunidad generando violencia en la administración pública. Tiene que haber un reconocimiento de esta triste verdad como condición para reparar los daños cometidos desde las estructuras políticas y desde instituciones públicas. Esto aplica a los tres niveles de gobierno y a todas las instituciones púbicas como los partidos políticos.
Una segunda estrategia tendría que enfocar la necesaria reconciliación de los gobiernos con la sociedad, que incluyera una rehabilitación de la política y del Estado de derecho. El gobierno ha sido siempre quien primero se salta las leyes y ha permitido que esto pase en la sociedad generando una cultura de la ilegalidad y de la impunidad. La política no tendría que ser una herramienta utilizada arbitrariamente para favorecer intereses de privilegiados o de criminales sino una herramienta para la aplicación de la ley, para la justicia y para la paz.
Pero hay una condición necesaria para que esto suceda; la participación ciudadana y el fortalecimiento de la sociedad civil. La efervescencia civil de estos meses a partir de la masacre de Iguala está poniendo condiciones para que esto suceda. El gobierno debe entender que ha de dar una respuesta de encuentro y de diálogo con la sociedad civil. No le queda al gobierno un papel de agraviado sino todo lo contrario. Sigue agraviando con la corrupción galopante y con el desprecio a la gente y con sus ánimos autoritarios. Tiene que aceptar que estos agravios han desatado enojos mayúsculos y que tiene que empezarse a aplicar a sí mismo la ley para que gane credibilidad y confianza. Si aplica la ley sólo a opositores, a críticos y a incómodos, más se exacerban los enconos.
Esto no debilita al gobierno ni a las instituciones del Estado. De hecho la debilidad se manifiesta cuando tiende a usar la fuerza contra los ciudadanos. Un Estado fuerte no utiliza la fuerza más que contra los delincuentes, puesto que cuenta con el consenso de los ciudadanos. Eso necesitamos, un gobierno fuerte, no duro. Fuerte porque tiene la razón y porque respeta el derecho. Fuerte porque cuenta con autoridad moral y no sólo jurídica, fuerte porque es garante del cumplimiento de la ley.
Si el gobierno quiere contribuir a la paz, tiene que alinearse a las exigencias de la sociedad, exigencias de justicia, de verdad y de paz. Tiene que dejarse interpelar y abrir cauces para escuchar con una actitud autocrítica para enmendarse a sí mismo y para ponerse en condiciones de cumplir con las obligaciones que le señalan. Por lo tanto, no basta que el gobierno hable de paz o de armonía. Necesita transformarse a sí mismo para estar en condiciones de construir la paz con la colaboración firme de la sociedad civil.

A propósito de la Fiscalía General del Estado.

Trece aspirantes van en la puja por la designación de fiscal general que está vacante. Dicen que el número es sustancialmente pequeño. Pocos se han atrevido a comprar boleto para la rifa del tigre. El momento que vive el estado y el país, lo complicado del tema de la justicia y las condiciones de desconfianza y de disfuncionalidad de esta institución nos hablan de un desafío mayor. Los miles y miles de casos pendientes lo confirman. Conozco a dos de los aspirantes, a Guadalupe Bollás Bernabé y a Ezequiel Larumbe Radilla, ciudadanos, ambos, que manifiestan inquietudes para el rescate de esta institución. El reto es mayor para el futuro fiscal general. Hay que transformar la fiscalía, pues no basta el cambio de nombre. Y sin dudas las resistencias y dificultades serán mayores. Se necesita un ciudadano, con todo lo que esto significa, un ciudadano honesto, que no se vaya de boca sobre el dinero o los beneficios políticos, y que no esté vinculado a las mafias, ni a las políticas ni a las criminales. Entiendo que los riesgos son altos para quien quiera hacer el papel de defensor del pueblo. Por tanto, es preciso que este proceso de selección cuente con el máximo interés público y, sobre todo, de quienes intervienen en él.

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