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Jorga G. Castañeda

Migrantes, todo menos un asunto interno de Estados Unidos

 

Los decretos migratorios anunciados por Barack Obama hace unos días constituyen el paso más importante en ese ámbito desde la ley Simpson-Rodino de 1986. Representan el avance más trascendente en la agenda bilateral México-Estados Unidos en muchos años, quizás desde el rescate norteamericano de la economía mexicana en 1995. Por fin la migración vuelve al lugar central en la agenda bilateral, de donde fue desterrada por la necedad guerrera de Calderón y la timidez e indiferencia de Peña Nieto.
Los decretos disponen que cualquier persona que haya entrado a Estados Unidos hace más de cinco años y tenga un hijo  norteamericano o residente permanente no será deportado, podrá trabajar legalmente y entrar y salir del país, y acceder a algunos servicios del menguado estado asistencial estadounidense. Asimismo, se extiende la edad para beneficiarse del decreto anterior (DACA), que legalizaba la estancia de indocumentados que llegaron a Estados Unidos como menores de edad. Entre ambas medidas, cinco millones de personas podrán regularizar su situación migratoria, por lo menos durante tres años, pero ningún sucesor de Obama se atreverá a revertir la decisión.
De los 5 millones, más de  tres son mexicanos, aunque no se sabe con precisión cuantos presentarán su solicitud. Algunos pueden temer ser rechazados y que la información entregada sea utilizada en su contra. Si el programa funciona bien, más de la mitad de los mexicanos sin papeles en Estados Unidos dejarán su lugar en las sombras y vivirán ya con tranquilidad en el país donde decidieron buscar un empleo mejor remunerado que en México.
El acontecimiento suscita varias reflexiones. Primero, la decisión de Obama muestra que sí era factible legalizar a un buen número de “ilegales”, de una manera u otra. No se trataba de una quimera, ni de un engaño. Se puede lamentar que Obama se haya tardado seis años, y que lo hiciera de modo restringido (abandonando un programa especial para trabajadores del campo, por ejemplo). Pero no de la realidad del cambio.
En segundo lugar, este paso es el resultado de la lucha e insistencia de activistas, legisladores, comentaristas  y, a ratos, de gobiernos de países emisores, que finalmente pesaron más que el conservadurismo norteamericano. Pero la batalla no ha terminado, y los años transcurridos desde 2001, cuando comenzó, muestran la magnitud de la oposición.
De allí la tercera reflexión. México puede y debe hacer mucho más. Ya Obama nos obligó a descartar las tonterías del “respeto por un asunto interno de Estados Unidos”, él o Biden se reunieron con los centroamericanos y México en Guatemala y Washington; habló por teléfono con EPN para conversar del tema la semana pasada y amarrar un mini-visita del mexicano a la capital de Estados Unidos –por fin– a principios de enero; la semana entrante, viaja a México el Secretario de Seguridad Interna de Estados Unidos para hablar de lo mismo.
A pesar de ser relegada, lamentablemente, al gabinete “clase perro” (en lugar del de primera, de sólo cuatro asientos), la Secretaría de Relaciones Exteriores se ha preparado medianamente bien para asistir a los paisanos. Su apoyo será crucial: actas de nacimiento, matrículas de identidad, documentos probatorios de estancia en Estados Unidos, asesoría legal y hasta en traducciones para llenar formularios. Pero necesita más personal, más presupuesto y más apoyo político presidencial. Porque el tema es todo menos un asunto interno de Estados Unidos.

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