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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

*Peña Nieto: dos años, hacia atrás

Días antes de las elecciones presidenciales de 2012, cuando se advertía el triunfo de Enrique Peña Nieto, el semanario británico The Economist se preguntó: “¿por qué México está a punto de dar un paso hacia atrás?” La pregunta estaba motivada por el hecho de que, aseguraba la revista, el candidato priista era “heredero de la más retrógrada maquinaria política del Partido Revolucionario Institucional”. La publicación recordó que los aliados de Peña Nieto “incluyen antiguos caudillos y sus opositores lo involucran en prácticas sospechosas, tales como la compra de cobertura televisiva”, en referencia a los nunca aclarados contratos que, como gobernador del Estado de México pagó a Televisa para promover al margen de la ley su proyecto político. Y concluía por ello, que Peña Nieto era el “menos peor” de los aspirantes a la Presidencia. El análisis de los editores ingleses atribuía el éxito del candidato del PRI a la decepción causada por los dos sexenios del PAN, a la reducida tasa de crecimiento económico de apenas 1.8 por ciento entre 2000 y 2011, al incremento de la pobreza y a la falta de reformas estructurales.
Poco más de dos años después, ese pronóstico se ha confirmado, el país ha retrocedido en todo, especialmente en el terreno de la inseguridad pública y la preservación del orden constitucional, y con tal profundidad que en todo el mundo se ve a México como un Estado fallido. La euforia que hace apenas un año manifestaban los mercados y los capitales extranjeros por las reformas peñistas ha sido sustituida hoy por una alarma generalizada que ya no se pregunta si tendrán éxito esos cambios, sino si el país se encuentra al borde de un estallido social.
Ese es el saldo de los dos primeros años del gobierno de Peña Nieto. Una catástrofe se le vea por donde se le vea. La pobreza que somete a un intolerable sacrificio a la mitad de la población no disminuye. El crecimiento económico en el que estaba depositada la viabilidad del regreso del PRI al poder no despega ni parece que pueda hacerlo en el sexenio, pues las expectativas oficiales prevén un alza para este año de entre 2 y 2.5 por ciento, y entre 3 y 4 por ciento para 2015. Con todo y que el panorama económico y las finanzas familiares se presentan tan exiguos, el PRI es el partido que tiene la mayor preferencia en la intención del voto para las elecciones del año próximo.
Sin embargo, el mayor desastre del gobierno de Peña Nieto se produjo en el territorio de la justicia y la corrupción. La muerte de tres estudiantes normalistas y la desaparición de otros 43 el pasado 26 de septiembre a manos de policías municipales de Iguala pusieron de manifiesto, como nunca antes, la infiltración del crimen organizado en las estructuras de gobierno y la existencia de auténticos narcogobiernos. Dos meses después de aquellos sangrientos acontecimientos, el gobierno federal no ha sido capaz de resolver el caso ni de aplicar justicia a satisfacción de una sociedad que sigue consternada por el grado de crueldad a la que llegaron los policías municipales en complicidad con los sicarios del cártel de los Guerreros Unidos. Tampoco ha demostrado capacidad ni voluntad para investigar y proceder contra todos los que podrían tener responsabilidad en los hechos, que por su magnitud no pudieron haber ocurrido sin la participación de una amplia red de cómplices de todos los niveles en el gobierno federal y estatal. Peor todavía, hay elementos para conjeturar que la versión oficial difundida por la PGR, de que los jóvenes fueron asesinados y calcinados, fue construida para cerrar ahí el caso, para no llevar la investigación hasta sus implicaciones más comprometedoras, lo que podría significar que se oculta la verdad de lo sucedido. En cualquier caso, se encuentra en entredicho el gobierno federal y el Estado en su conjunto, que no imparte justicia y, por el contrario, empieza a dar muestras de intolerancia frente a las protestas encabezadas por los padres de los normalistas desaparecidos.
No sólo por el caso Ayotzinapa es que el Estado de derecho está socavado, sino también por el de la mansión conocida como la Casa Blanca, formalmente propiedad de la esposa de Peña Nieto pero en cuya irregular adquisición está comprometida la integridad de la figura presidencial. La explicación que la señora Angélica Rivera ofreció a la opinión pública no toca en lo absoluto el fondo de la cuestión, pues no responde a la pregunta de por qué entró en tratos con una empresa contratista del gobierno federal, que legalmente es todavía propietaria de la casa que ella paga en abonos. Aunque el Presidente se dijo orgulloso de que su esposa haya salido a ofrecer esa explicación, en realidad nadie creyó en esa versión y prevalece en la sociedad la percepción de que lo que sucedió es que esa propiedad le fue adjudicada a Peña Nieto mediante un acto de corrupción. En una verdadera democracia y en un verdadero Estado de derecho, esa escandalosa e inaceptable operación habría significado la renuncia y el fin de la carrera política del infractor, pero en México no ha sucedido nada. Al menos en apariencia, porque la indignación que este hecho ha despertado en la sociedad no es un fenómeno cualquiera, aunque por el momento fluya debajo de la piel de la nación.
Peña Nieto asumió la Presidencia hace dos años en un clima de reducidas expectativas y una elevada desconfianza social, según se documentó en su momento. De acuerdo con los resultados de una encuesta nacional realizada por el diario Reforma en noviembre de 2012, “47 por ciento de los ciudadanos dijo confiar mucho o algo, mientras que el 48 por ciento dijo confiar poco o nada en el nuevo mandatario”. A esos datos debe agregarse el hecho de que Peña Nieto haya suscitado solamente 44 por ciento de opiniones favorables, porcentaje notablemente reducido en comparación con el 52 por ciento que obtuvo Felipe Calderón cuando empezó su gobierno en 2006, y aún más bajo que el 60 por ciento de Vicente Fox en 2000. La encuesta señalaba que el 48 por ciento de la población se sentía optimista con el regreso del PRI al gobierno, y 36 por ciento pesimista, aunque solamente 35 por ciento creía que el gobierno de Peña Nieto sería “muy bueno /bueno”, frente a 52 por ciento que creía que sería “regular /malo /muy malo”. Es decir, no existía hace dos años precisamente fervor por la asunción de Peña Nieto, el país no esperaba gran cosa de él y el regreso del PRI al poder tampoco despertaba un gran entusiasmo.
El 1 de agosto pasado, ese mismo diario reportó que Peña Nieto contaba con un 50 por ciento de aprobación ciudadana a su trabajo, y 46 por ciento de desaprobación. Cifras similares arrojaron una encuesta del diario El Universal, hechas públicas el 18 de agosto, según las cuales 46 por ciento aprobaba mucho o algo el trabajo del presidente Peña Nieto, 45 por ciento lo reprobaba y 64 por ciento opinaba que se debía cambiar el rumbo del país. No son datos que suenen gratos en Los Pinos, pero las cosas podrían estar bastante peor en este momento, después de Ayotzinapa y de la Casa Blanca. La realidad condensada en ambos casos ha producido un reblandecimiento en la estructura de por sí blanda que sostiene la presidencia de Peña Nieto, y abre interrogantes sobre el futuro de su gobierno. El malestar y la inconformidad social que se despliega todos los días en las calles, en las que la renuncia del Presidente pasó a ser una de las demandas generalizadas, no es en modo alguno una reacción superficial. Es un cuestionamiento profundo al ser del régimen priista, sustentado en la simulación y la corrupción, y difícilmente podrá ser apaciguado con la represión como ocurría antes, o con respuestas falsas. En conclusión, por primera vez un gobierno del PRI se halla realmente contra la pared.

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