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El festejo del Santo Entierro en Xalpatláhuac, donde la buena suerte crece en un cerro

* Celebran en el tercer viernes de cuaresma la ceremonia religiosa

 Tlachinollan * En la comunidad naua de Xalpatláhuac es tiempo de veneración. Es el tercer viernes de cuaresma, día de la fiesta del Santo Entierro, y muchísima gente viene al santuario de este Cristo bajado de la cruz. Los visitantes empezaron a llegar la semana pasada y fueron creciendo hasta convertirse en este grupo numeroso que no se queda quieto ni un instante. Ya los carros no pueden entrar al pueblo. No caben. Y quedan estacionados, olvidados, en la carretera que los llevó hasta allí.

Hay que hacer fila para todo: para entrar a la iglesia, para pasar delante del nicho del Santo Entierro, para “pedir misa” y pagar los 60 pesos que ésta cuesta, y hasta para ir al baño. Hay personas por todos lados; mujeres, hombres, niños, jóvenes y ancianos que vienen tanto de pueblos cercanos, como de más alejados.

Aquí es necesario armarse de paciencia: la espera en una fila larga y retorcida de esas que parecen no tener fin, que atraviesan una puerta, bajan una escalera o cruzan un tianguis puede durar horas.

La iglesia está repleta y la hilera de feligreses no parece avanzar. Mientras aguardan, se acercan a los dos sacerdotes que se encuentran apostados en la puerta y que están ahí para bendecir lo que sea que le lleven.

El interior del edificio huele a cera de velas derretidas, a flores, a calor humano. Hay hombres y mujeres de pie; otros se hincan de rodillas en ese desorden de veladoras y pétalos muertos.

Mostrar la fe

Alberta es una mixteca de 30 años. Viene del municipio de Copanatoyac y trajo a sus cinco hijos a la fiesta del Santo Entierro.

“Le di vela para que los cuide”, comenta luego de haber rezado frente a la imagen. También compró flores “hasta allá afuera” y se las ofrendó.

Afuera del recinto, en la puerta lateral, hay una mesa en la que se exhiben “cordones” de colores, de distintos tamaños y materiales. Tienen impresa la leyenda “Santo entierro venerado en Xalpa”. “Cuestan 1 y 2 pesos y se ponen en su pescuezo”, informa la vendedora. “Protegen de enfermedad”, afirma.

Pero no todas las manifestaciones de fe ocurren allí. También hay otras muy fuertes fuera del santuario. Son las que tienen lugar en el Tlayoltepetl, el Cerro del Maíz.

Según la tradición, quien suba a ese lugar sagrado “puede encontrar su suerte para la cosecha”, cuenta un sacerdote originario de Xalpa que regresó a su pueblo para asistir a la celebración, Francisco Javier Sánchez Cruz.

Quienes suben hasta la cima para escarbar en la tierra polvorienta de la temporada seca creen que                         “por ahí atrás, rascando, sale tamo de maíz. Y si alguien encuentra el tamo, dicen que le va a ir bien en su cosecha, en su trabajo. Y si encuentran un pelo de chivo, entonces se van a multiplicar sus chivos”, explica este sacerdote católico de origen naua que aún habla su lengua materna.

Pero subir al Tlayoltepetl no es fácil. En el camino hacia su cumbre el sol parte la tierra y no hay dónde protegerse de él. Casi no hay vegetación, ni árbol que dé sombra, ni alero dónde esconderse de esos rayos implacables aunque más no sea por un rato. Alrededor todo es aridez, sequía, calor. Sin embargo, eso no detiene a las mujeres que caminan con sus hijos pequeños cargados en la espalda, a los campesinos o a los ancianos que, año tras año, se dirigen a este lugar con la esperanza de realizar un hallazgo que, según ellos, les traerá prosperidad para este año.

Encontrar la suerte

Eufemia es una indígena naua de 68 años y llegó desde Quechultenango. Está sentada en el suelo y hace un hoyo ayudándose con un palo de madera. No parece importarle que su vestido celeste se ensucie de polvo. Sus pies están descalzos y descansan un rato de la dureza de los huaraches, luego del cansancio de haber subido al cerro. Busca pelos de burro, de chivo o de puerco. Explica que, si encuentra un pelo de puerco, por ejemplo, significa que debe comprar uno y que le irá bien y que el animal será sano y no se enfermará.

“El pobre tiene que buscarse su suerte”, argumenta esta mujer de piel oscura y cabellos blancos.

A su lado se encuentra Paulina, otra indígena naua. Ella hizo un agujero más profundo todavía, de unos 15 centímetros, y sólo encontró piedritas. Sin embargo, las guarda en un monedero pequeño. Tal vez más tarde reflexione acerca del significado de su descubrimiento y de la incidencia de éste en su futuro cercano.

A unos pasos de estas mujeres se encuentra Nimorio, un campesino tlapaneco que vino desde el municipio de Malinaltepec a hurgar en la tierra de Xalpatláhuac.

“Cada cuál encuentra su suerte”, dice, pero él no encontró nada, pese a que estuvo arrodillado un rato, absorto en la búsqueda de algo que le sirviera de indicio, que le diera una pista de qué animales comprar para criar en los próximos meses.

“Esta costumbre no sé cuántos años tiene, por lo menos desde que tengo uso de razón la gente sube ahí arriba y empieza a rascar”, rememora Sánchez Cruz.

En la cima también hay una capilla dedicada a San Marcos. Allí van los peregrinos a pedir una buena temporada de trabajo. Los sacerdotes indígenas, los “ofrenderos”, son quienes los esperan.

“Ellos reciben la flor, la limosnita, y ya la ofrecen al patrón, en este caso, San Marcos. Y piden por la persona, por su salud, por su trabajo o, incluso, por un difunto. Su trabajo es pedir por los demás, interceder”, cuenta Sánchez Cruz.

“Mucha gente, cuando le va bien en su cosecha, trae su mazorca y la deja como ofrenda. Otras personas vienen y le dicen al ofrendero ‘quiero que me dé ese maicito’ porque, al llegar la ofrenda con el santito, se convierte en la mazorca del santo, y la persona se lo lleva y lo siembra para que le vaya bien en su cosecha”, agrega con respecto a la labor desempeñada por estos ancianos que son principales en su comunidad.

En el interior de la precaria capilla hay una charola para limosnas. En ella los campesinos dejan sus monedas. Ese dinero se utilizará para celebrarle “misa al santito, o para comprarles flores durante el año o para hacerle su fiesta y comprarle su castillo y sus cohetes”.

En esta fiesta religiosa de indígenas y de mestizos se funden (una vez más, como tantas veces en esta montaña) ingredientes de distintas culturas indígenas y del cristianismo.

Los pueblos indígenas ya creían en Dios desde antes de la llegada de los colonizadores y sus imposiciones. Los misioneros católicos, cuando veían que los indígenas subían a los cerros a quemar velas y a llevar aguardiente para dejarla en las cuevas, pensaban que lo hacían para adorar a las fuerzas del mal.

“Porque no entendían la lengua y pensaban que los indígenas le hablaban a Satanás. En realidad, le hablaban al dios de la vida, que les dio la vida, la salud, para que los protegiera de todos los males, de las envidias, de los enemigos; puras cosas buenas que les pedían a dios”, aclara el sacerdote.

Ya de nuevo en el pueblo, cerca del mediodía, hay una misa en la iglesia. Al finalizar la liturgia, bajan la imagen de Jesucristo sepultado y lo llevan a recorrer el centro de Xalpatláhuac. Lentamente, la procesión transita por las principales calles y circula con paso cansino por las orillas del río Jale.

Cuando termina, los visitantes se retiran y el Santo Entierro vuelve al lugar del que salió.

Dentro de 8 días lo sacarán nuevamente porque habrá otra procesión. Los peregrinos serán otros. Nuevos, descansados, recién llegados. Arribarán al pueblo que alberga al Cerro del Maíz para celebrar el cuarto viernes de Cuaresma en ese lugar donde las creencias indígenas no se dejaron subyugar por los prejuicios de los colonizadores, sino que supieron perdurar de manera insistente, ofreciendo su silenciosa resistencia hasta nuestros días.

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