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Humberto Musacchio

Decálogo: mejorales para el cáncer

Nuestra clase política no se ha enterado de la amplitud y profundidad que tiene la actual crisis. Los tres poderes se mantienen sumidos en sus rutinas, poniendo en primer plano lo menos importante mientras el país entero se desmorona. Hoy es la desaparición de los muchachos de Ayotzinapa, pero ayer fue Tlatlaya, antes Michoacán y mañana serán los bajos salarios, el desempleo o cualquier otro problema, y la actitud de nuestros personajes públicos se mantendrá en la misma lejanía de la sociedad y sus urgencias.
Esa lejanía se manifiesta en el viaje presidencial a China y Australia días después de que estalló la crisis. La indiferencia se expresa en que, con el país ardiendo, el Poder Legislativo discutía a qué edad se puede hablar de sexualidad infantil. El desprecio por la sociedad y sus problemas se muestra nítidamente en el inconmovible rutinarismo judicial, por cierto ajeno a la idea de justicia.
Otra expresión de esa indiferencia es el decálogo presentado por el Ejecutivo hace unos días. Otra vez se pretende resolver con leyes el incumplimiento de las leyes, con recursos oratorios el silencio ante el desastre, con medidas técnicas lo que requiere de audacia política. Hoy, cuando todas las instituciones están en crisis, se pretende curar el cáncer con mejorales.
En la presente situación, el ciudadano común esperaría una actitud visionaria, un paquete de medidas audaces pero en sintonía con las demandas sociales, un despliegue de fuerza capaz de golpear en las partes más enfermas del sistema. Hay una buena cantidad de pillos que, inexplicablemente no están en prisión, hay que meterlos a la cárcel; hay un gabinete que no funciona, hay que renovarlo totalmente o al menos en su mayor parte.
Para eliminar sus sueldos estratosféricos y la corrupción de los tres poderes, lo que procede es poner a los ingresos totales de cada funcionario un tope (¿de cien mil pesos?). No más coches, choferes, gastos de representación y otras canonjías. Cada empleado público debe cumplir con jornadas de trabajo suficientes para desempeñar las tareas asignadas.
Una medida audaz sería mandar a las fuerzas armadas a sus cuarteles y dar carácter institucional, asesoría, apoyo y disciplina a los cuerpos armados que han surgido de la sociedad, cuerpos que pueden ser la base de unas milicias capaces de proporcionar la seguridad de que hoy no disponen los ciudadanos.
Hay que disciplinar a los cuerpos policiacos, empezando por sus jefes, y olvidarse de los grandilocuentes planes de reestructuración o de reforma para abocarse a mejorar sustancialmente las condiciones de vida de los uniformados y sus familias. Lo del número de emergencia para hablar a la policía no pasa de ser chistorete trágico cuando son los policías los que concitan la desconfianza ciudadana (igualmente fuera de lugar está hablar de la Clave de Identidad cuando existe el Registro Federal Electoral y el país no está para duplicar gastos).
Más que mando único, lo que se debe hacer es respetar el municipio libre y la soberanía de los estados o, en caso contrario, convocar a un debate nacional sobre el asunto. No enviar un virrey a una entidad en conflicto, como pasó en Michoacán, o de plano declarar la desaparición de poderes, nombrar gobernador a un enviado del centro (lo que se hizo a lo largo del siglo XX) y asumir las consecuencias.
Los proyectos faraónicos tendrán que dejarse para después y empezar por lo básico. Los gobernantes se renuevan, se justifican y alcanzan la absolución social cuando actúan como estadistas, viendo hacia el futuro.

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