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No se van de sus tierras por gusto sino por falta de oportunidades, dicen jornaleras indígenas de La Montaña

El Consejo de Jornaleros tiene registrados cerca de 6 mil migrantes de pueblos nahuas, na savi y me’phaa

 

Carmen González Benicio

Ayotzinapa, Tlapa

Mujeres nahuas jornaleras contaron la discriminación y maltrato  laboral que sufrieron en los campos de cultivo del norte de país, cuando migraron con sus familias ante la falta de empleos en la región y el abandono de las instituciones.
Ayotzinapa, municipio de Tlapa, se ubica a una hora y media de recorrido desde la cabecera municipal, donde se encuentra la Unidad de Servicios Integrales (USI) del programa de Jornaleros Agrícolas de la Sedesol federal, donde acuden a registrarse para su salida  a los campos de cultivo y donde tienen una techumbre y un comedor comunitario que funciona a medias por falta de recursos.
Estas mujeres  son madres y se cuentan entre la migración que cada año se revela en el Día internacional del Migrante, el 18 de diciembre. El Consejo de Jornaleros tiene registrados cerca de 6 mil jornaleros de los municipios de Tlapa, Cochoapa El Grande, Metlatónoc, Copanato-yac, Olinalá, Zapotitlán Tablas, Tlacoapa, Malinaltepec, Iliatenco y Alcozauca, nahuas, na savi, me’phaa. Contaron que no les gusta salir de su comunidad, pero no tienen alternativas porque no hay trabajo. Se ocupan en la siembra de temporal y sus cosechas son para subsistir una temporada, pero no reciben dinero salvo que haya un excedente que les permita vender maíz o calabazas.
La otra fuente de ingresos que tienen es la venta de sombreros de palma, pero es muy poco, a 30 pesos cada sombrero, y comprar la palma les resulta caro, pues se las llegan a vender a 40 pesos el ciento.
La plática se desarrolló en el jardín de doña Juana, otra mujer migrante y que ahora se quedó en su pueblo al cuidado de su nieta, ya que su hija salió como jornalera; ahí conocimos parte de las historias de estas mujeres jornaleras migrantes.
Marta Modesto Abraham contó que ella migró por primera vez a Sinaloa hace 20 años, tenía 16 años de edad, “era muchacha”, es decir soltera, y salió con su tío en busca de un campo agrícola donde no los maltrataran.
Recordó que cuando llegó le tiraban las cajas porque lo hacía mal, “porque no sabíamos, nos vigilan más y nos gritaban”.
Contó que  salió por necesidad y allá se empleó en el corte de verdura, donde hacía su trabajo en medio del fuerte calor, de zancudos, por lo que se ponía ropa de manga larga, pantalón y zapatos para protegerse. Cuando alguien se enfermaba, el día no  se lo pagaban y, aparte ellos tenían que pagar al médico y comprar los medicamentos.
El caso de Eufemia Ramírez Santiago de 52 años,  no es muy distinto, aunque ella salió de su pueblo por primera vez a los 35 años llevándose a sus tres hijas, que sacó de la escuela y quienes tuvieron que trabajar. Después de eso, ya ninguna terminó la escuela y ahora ya se casaron y tienen hijos.
Dijo que esa ocasión los llevó un contratista que los engañó porque los mandó a Sinaloa,  al campo Mezquite dos, iban tres camiones con un pago barato; ahí, de estar en el campo le pidieron que se hiciera cargo de la guardería del mismo, lo que provocó “envidias” y acusaciones de que no cuidaba bien a los niños.
Al año siguiente fue con sus cuñados, quienes ya murieron. Los envío un contratista o enganchador al corte de pepinos, pero no podía trabajar bien porque tenía que salir a darle de comer a su hijo que se quedaba en la guardería y le daban poco tiempo, por lo que salía corriendo de un lugar a otro y por eso, el niño que no tenía ni un año de edad enfermó, “le salió una bola en la garganta, adelgazó bien feo”.
No tenían agua para beber ni lavar su ropa; tenían que caminar hasta donde encontraban agua, de noche, “nos daba miedo porque había culebras”.
“En el campo no te dejan que te sientes un rato, el ingeniero te anda vigilando, si te ve descansando te dice que te vayas y no se te paga el día; si le respondes tantito, te manda a descansar tres días”.
También extrañó a sus hijos en las temporadas que los tuvo que dejar, “cuando salía del campo y veía un autobús me quería regresar al pueblo, lloraba pensando si habían comido”.
María Sánchez Gaspar tiene 37 años, y hace cuatro fue a Sinaloa adonde ya no volvió porque “cuando fui me maltrataron”, allá no podía llevar a su hijo, que amamantaba, al campo y en la guardería, le pedían que dejara jugos porque no le daban leche.
Y una vez, porque se salió sin permiso para ponerle la vacuna a su hijo “me obligaron a descansar cuatro días, y (me amenazaron con) que para la otra no me aceptaban para trabajar”.
Dijo que no las dejaban trabajar medio tiempo, pero a base de exigencias lo consiguió para atender a su hijo.
Por su parte, Magdalena Domínguez Martínez  recordó que en Culiacán, el mayordomo le tiraba su verdura porque no la cortaba bien, pero nunca le decían cómo hacerlo “sólo te decían que está mal”.
Es más difícil para quienes llevaban a sus hijos porque no pueden ahorrar; el camino es largo, pues se hacen tres días y dos noches para llegar a los campos, y a los niños se los llevan en las piernas porque no hay asientos para ellos. Fue dos años “es bien difícil, si llevas hijos no ahorras”.
Guadalupe Díaz Reyes de 46 años fue a Sonora al corte de uvas, y por no saber cómo empacarla la corrieron del campo Isabeles. Se quedó sin trabajo y la empresa la sacó del cuarto que le habían asignado, “tuve que dormir afuera, donde esperé hasta que llegó el autobús que nos llevó a otro campo”.
Ella vivió carencias porque los 600 pesos que ganaba su marido no alcanzaban para comer, y más porque la mayoría se lo gastaba comprando alcohol, “tuve dinero hasta que llegué al campo El Chapo, después de un mes de no trabajar”, recuerda.

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