Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE- CUENTOS

* El  pasante

Décimo séptima y última parte

 

Un anuncio inesperado

Los acontecimientos en Quechultenango y en el estado se sucedieron con una rapidez vertiginosa en ese mes de diciembre de 1960.
Después de que el Congreso local destituyó el Ayuntamiento dando paso a la constitución del Concejo Municipal que incorporó a ciudadanos de las fuerzas progresistas, sucedió en el pueblo tanto la muerte del cacique como la salida del médico, y luego la matanza en la alameda Granados Maldonado de Chilpancingo como recurso violento del gobernador Raúl Caballero Aburto buscando la pacificación del estado.
Sin estar plenamente resignado a dejar inconcluso el trabajo que inició con su servicio social en la comunidad, el médico tomó la alternativa que le ofrecían de viajar al estado de Veracruz. Tenía la idea de encontrar un lugar y el espacio de tiempo donde pudiera revalorar los cambios que había provocado durante su estadía en Quechultenango.
Cuando al otro día llegó en la mañana a la terminal de autobuses para emprender su viaje al estado de Veracruz, escuchó en la estación de radio de la XEW la noticia de que el Congreso de la Unión había decretado la desaparición de poderes en Guerrero.
Su reacción inmediata fue cancelar el boleto y regresar a las oficinas de Salubridad en la calle de Lieja, en la capital de la república, donde su jefe se había enterado de lo sucedido en Guerrero, de manera que viendo el interés de su subalterno para regresar al estado no tuvo pretexto para impedirlo, autorizándole su retorno en el acto.
El médico se fue directamente a la terminal de autobuses de la Flecha Roja que entonces estaba en San Antonio Abad, tomó el primer autobús rumbo a Chilpancingo y llegando se trasladó al plantón que la Asociación Cívica del profesor Genaro Vázquez Rojas mantenía en el centro de la ciudad, donde se realizaban los preparativos para la recepción del gobernador sustituto.
Sus compañeros y conocidos lo animaron a quedarse para celebrar el triunfo del movimiento por la autonomía universitaria y así tuvo la oportunidad de saludar al gobernador Arturo Martínez Adame, lo que le impidió llegar a Quechultenango ése mismo cuatro de enero de 1961.
Cuando por fin estuvo de regreso en Quechultenango, era el viernes 5 de enero por la tarde, y le llamó la atención que la Hora Santa, como se le llamaba al rezo acostumbrado en la iglesia, se escuchara por el micrófono en todo el centro del pueblo, con la bien timbrada voz del nuevo párroco, el mismo que el mes anterior lo había acusado de ser el autor intelectual del crimen del cacique.
En esa ocasión  el cura terminó la Hora Santa convocando a tender “un velo negro al pasado y verlo sólo como una pesadilla que debía olvidarse”.
Fue el día siguiente en la reunión del  comité de mejoras donde el médico pidió la palabra cuando se desahogaba el punto de asuntos generales, y con micrófono en mano anunció que el lunes siguiente iniciaría una demanda por difamación contra el cura que lo había acusado de ser el autor intelectual del homicidio.
El anuncio del médico escuchado por mucha gente y después difundido de boca en boca por todo el poblado, surtió efecto casi  inmediato dentro de la iglesia porque al día siguiente que era domingo, el cura solamente celebró la misa de las cuatro de la mañana anunciando en ella que había recibido la orden de concentrarse en el obispado con urgencia y que tenía conocimiento que la parroquia se quedaría sin sacerdote, que si los presentes querían aprovechar su viaje para pedir otro párroco, debían firmar las hojas que sus ayudantes tendrían listas a la salida de la misa.
No pasó mucho tiempo en saberse que la salida intempestiva del cura para ausentarse definitivamente de la parroquia obedecía al temor fundado de verse inmiscuido en la investigación judicial que lo encontraría como el autor de una calumnia, mientras que las firmas recabadas a la salida de la iglesia las utilizó sin pudor para repetir la misma acusación que antes le habían hecho al médico, poniéndolo como agitador y comunista ante las nuevas autoridades del gobierno del estado.
Tiempo después el cura se descubrió como un profesional de la mentira porque no sólo engañó a los feligreses sobre el destino de las firmas que confiadamente estamparon en las hojas en blanco, sino también al obispo del que dependía, porque le contó que su abandono de la parroquia de Quechultenango obedeció al mal comportamiento de  los lugareños que lo habían corrido.
Por esa razón fue que el obispo tomó la determinación de castigar a los fieles de aquel pueblo cuyo mal comportamiento merecía como castigo dejarlos sin sacerdote.
El castigo se oficializó el siguiente domingo mediante una pastoral que llegó a leer a la iglesia de Quechultenango el cura de Colotlipa, quien también se encargó de llevarse las sagrada figura del Tabernáculo, anunciando que por ordenes del obispo sus puertas permanecerían cerrada por cinco años.
Lo anterior causó una gran consternación entre los allegados a la religión católica quienes no daban crédito a la actitud asumida por el obispo, y se afanaron de inmediato a buscar una entrevista para solicitarle que les levantara el castigo, pero su gestión no obtuvo ningún resultado favorable.
Fue el propio médico quien trató de atenuar el afligido pesar de los fieles, organizándolos para hacer la representación de la Pasión de Cristo en la celebración de la Semana Santa, la cual alcanzó el clímax en la llamada Procesión del Silencio, el viernes por la tarde, donde participaron oradores excepcionales para interpretar la escena donde se encuentran la madre  y el hijo.
Fue tan copiosa la participación de la gente con su fe desbordada, que el médico estuvo entre los  más sorprendidos del resultado cuando conoció el informe de la Hermandad sobre el monto de dinero recaudado por concepto de limosnas.
Con ése resultado se integró una comisión mayoritariamente de mujeres con el mandato de llevarle al obispo el dinero reunido en la festividad, buscando que con ello reconsiderara su actitud y levantara el castigo impuesto al pueblo.
Quienes participaron en la encomienda platicaron que también el obispo se quedó admirado de la cantidad de dinero colectado, recibiéndolo con gran júbilo, y en agradecimiento del donativo les respondió que aún cuando su diócesis carecía de sacerdotes disponibles, haría una excepción para favorecer a Quechultenango si los presentes se comprometían a expulsar del pueblo al médico.
Las valientes mujeres casi al unísono le respondieron al jerarca de la iglesia católica que preferían continuar sin sacerdote, antes de renunciar al apoyo del médico.
Esa respuesta de las señoras a la iglesia y su determinación para defender a su líder marcó la historia futura del pueblo que se sintió liberado del poder caciquil.

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