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Humberto Musacchio

¿Felicidad en el año que comienza?

El año que empieza será de grandes problemas. La baja del petróleo, la pachorra económica, la probada ineptitud del equipo gobernante, su falta de sensibilidad y su incapacidad para distinguir una actuación legal de un conflicto de intereses auguran un agravamiento severo de la situación.
A juzgar por los hechos, falló la apuesta al olvido del caso Ayotzinapa. Las movilizaciones disminuyeron, pero no se han suspendido durante el puente Guadalupe-Reyes, lo que augura una protesta mucho más ruidosa y exigente en enero y los siguientes meses si, como es esperable, no aparecen los muchachos secuestrados.
Para complicar más las cosas, no tarda en anunciarse un primer recorte presupuestal, a menos que prosiga la misma política suicida de endeudamiento que en los dos primeros años del sexenio aumentó más de 20 por ciento el débito del Estado. Para ser más preciso, habrá más de un recorte en el año, pues no se ve de dónde puede recaudar más el fisco, como no sea castigando a las ya muy golpeadas clases medias.
Al respecto, es muy probable que se eleve el clamor contra la reforma fiscal depredadora y antieconómica del presente sexenio, con su normatividad absurda que ha convertido a cada causante en un perseguidor de comprobantes, con la consecuente pérdida de horas-hombre y su efecto ruinoso sobre el conjunto de la economía.
Esa reforma fiscal ha tenido un efecto contraproducente, pues si bien elevó el ingreso público cobrando más a los de siempre, ha sido incapaz de ampliar la base gravable y ha desalentado la actividad emprendedora, entrampada en el berenjenal de leyes, reglamentos, normas de ocasión, arbitrariedades y corruptelas. Y como es costumbre, los de abajo no pagan porque no pueden y los de arriba tampoco, porque no quieren.
Hace mucho tiempo dijo Perogrullo que la única manera de superar la pobreza es creando empleos estables y bien pagados, pero las políticas económicas de las últimas tres décadas han hecho exactamente lo contrario: han abaratado la mano de obra y, junto al pasmo de la economía formal, se ha producido un crecimiento enfermizo de la informalidad.
Como consecuencia, más de la mitad de la fuerza laboral no tiene un ingreso regular ni estable, carece de seguridad social, de la posibilidad de ahorrar, de adquirir vivienda y llevar una vida digna. Para colmo, la brecha del ingreso se ha ensanchado y ahora son menos personas las que se llevan la parte del león del ingreso social, y es menos lo que se reparte entre la mayoría.
Hacer referencia a la situación económica no es mero contexto. Es ahí donde están las soluciones a la crisis política que estalló hace tres meses en Iguala. Por supuesto, no existe un mago capaz de dotar al país de una economía próspera para el día de mañana, pero se puede empezar por un recorte de los altísimos salarios que cobra la burocracia dorada, eliminar sus privilegios, limitar las erogaciones no necesarias, racionalizar el gasto…
México está a un tris de incendiarse. La todavía no aclarada tragedia de Iguala precipitó una crisis que se viene gestando desde hace varios años. Hasta ahora, la respuesta del gobierno ha sido desarmar a los cuerpos de autodefensa, encarcelar a sus líderes y atiborrar las cárceles de presos políticos; amenazar telefónicamente o por internet a los activistas, realizar detenciones arbitrarias y otros actos que son y serán contraproducentes. La represión siempre tiene costos, y este gobierno no tiene con qué pagarlos.

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