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Alba Teresa Estrada

La hora de la izquierda

*En este momento crucial, no es una victoria electoral lo que marca la hora de la izquierda sino la oportunidad histórica de impulsar, con otros actores, un proyecto real de cambio en el rumbo del país. Las corrientes de la izquierda que no sucumbieron al adocenamiento electoral pueden recuperar su memoria y contribuir a un cambio pacífico y democrático si son capaces de articularse de manera coherente, desinteresada y eficiente al movimiento nacional por los desaparecidos de Ayotzinapa.

La masacre de Iguala, la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa y la incansable lucha de sus padres y compañeros por localizarlos con vida, han puesto en evidencia lo mejor y lo peor de lo que somos como nación. Han vuelto inocultable la profunda crisis del Estado mexicano: la degradación moral de su clase política, su relación orgánica con el crimen, su inmensa corrupción y su total inoperancia.
Pero los funestos y trágicos eventos del 26 de septiembre de 2014 han desencadenado, también, un proceso de emergencia cívica y movilización social que está activando las mejores virtudes del pueblo mexicano: la capacidad de indignación, la empatía, la solidaridad y la acción colectiva como expresión del sentimiento de injusticia. Al acompañar el reclamo de familiares y estudiantes, la conciencia dormida de la nación despertó ante un grito de dolor que reflejaba su propia tragedia. La movilización y la condena unánime que motivaron los hechos de Iguala, han puesto al Estado mexicano en el banquillo de los acusados. Esos hechos atroces se han convertido, así, en un punto crucial en la historia de México. En el crisol de la lucha, padres y estudiantes han colocado al país frente al desafío de cambiar un estado de cosas. Un hecho siniestro e inhumano ha abierto una coyuntura muy particular, una posibilidad histórica de corregir la ruta al despeñadero hacia donde nos enfila la configuración del poder prevaleciente en el Estado mexicano.
Aunque esperanzadora, la coyuntura es incierta en su devenir. La tentación represora del régimen se cierne como una amenaza real porque el autoritarismo es parte de su naturaleza. Es una posibilidad tan real como la de que estalle una expresión violenta de hartazgo popular o de que algunos aliados y miembros del movimiento intenten transformar la situación mediante la vía armada, pues no hay que olvidar que la guerrilla es una realidad latente en Guerrero. En ambos casos, la amenaza de dolor y sufrimiento para los más débiles es un escenario posible.
En medio de ambas salidas extremas se abre la posibilidad real de un cambio pacífico. Si la energía social que el movimiento de Ayotzinapa ha logrado convocar a nivel nacional se decanta hacia un movimiento cívico que sustente en el artículo 39 constitucional el objetivo de transformar al régimen mediante la convocatoria al establecimiento de un nuevo pacto social, México puede poner fin al miedo y al horror que se han instalado en el país como realidad cotidiana.
El proyecto de nación que ha impuesto la configuración prevaleciente del poder es un proyecto de muerte, injusticia y exclusión estructurales. Tanto el breve interludio de alternancia panista –que culminó con el fiasco de Vicente Fox (2000-2006) y el fracaso estruendoso de Felipe Calderón (2006-2012) en su guerra contra el crimen–, como el retorno del PRI con un rostro rejuvenecido pero con las mismas viejas mañas y prácticas rapaces, han demostrado que esas formaciones políticas son dos caras del mismo proyecto de nación. Los panistas lo han dicho literalmente al reivindicar que las reformas de Peña Nieto aprobadas por el Congreso llevan “el ADN panista”. Los partidos dominantes, PRI y PAN, secundados por el PRD chucho –una pseudo izquierda acomodaticia, pragmática y servil que ha hecho el triste papel de comparsa–, no pueden ofrecer una solución para México en esta hora crucial. No pueden porque son parte del problema.
Esa derecha con rostro de Jano tuvo ya su oportunidad histórica. Su ala autoritaria y mafiosa, el PNR-PRM-PRI, controló por más de setenta años la maquinaria política de toma de decisiones y definió el destino nacional, no siempre para bien. Lo hizo a través de un régimen autoritario al que hubo que arrancarle, con la sangre y el sacrificio del movimiento armado socialista, lo que resultó una limitada reforma política (1977). Ésta posibilitó cierta tímida liberalización que algunos confundieron con transición democrática, pero sus magros frutos están a la vista. La frustrante alternancia alcanzada en el año 2000 por el ala de esa derecha encabezada por un candidato del PAN, sólo trajo consigo una cadena de promesas incumplidas, ineptitud y corrupción. El breve periodo de ejecutivos panistas culminó en 2006 con la imposición de un presidente que prometió empleo y solo dio al país una guerra mal planeada y peor realizada, pletórica de violencia y caos y colmada de muertos, desaparecidos y víctimas colaterales. La descomposición acelerada del régimen sólo se acentuó y se hizo más evidente con esa estrategia fallida que Enrique Peña Nieto (2012-¿?) ha continuado aplicando con fidelidad.
En ese periplo que condujo a la restauración priista de 2012, los grandes timados fueron siempre la izquierda electoral y el pueblo deseoso de un cambio democrático. Mediante un poder mal habido, derecha electoral y poderes fácticos arrebataron a la izquierda triunfos legítimos en tres elecciones fraudulentas: la de 1988, la de 2006 y la de 2012. La violación de sus propias reglas –sea mediante el robo en las urnas, la distorsión de la voluntad popular a través de la manipulación de los medios o la compra descarada y masiva del voto– demostró que, en este sistema de partidos y bajo esta configuración del poder, la izquierda sólo tiene cabida como comparsa. Que el sistema político puede tolerar el triunfo de candidatos de izquierda en algunos estados y municipios, incluso en el DF, pero que, “haiga de ser como haiga de ser”, no le será permitido ocupar la presidencia de la república e impulsar un proyecto distinto al de la derecha neoliberal.
Así pues, en este momento crucial, no es una victoria electoral lo que marca la hora de la izquierda sino la oportunidad histórica de impulsar, junto con otros actores, un proyecto real de cambio en el rumbo del país. En el acompañamiento a la protesta de Ayotzinapa, las corrientes de la izquierda que no sucumbieron al adocenamiento electoral pueden recuperar su memoria y contribuir a un cambio pacífico y democrático si son capaces de articularse de manera coherente, desinteresada y eficiente al movimiento nacional por los desaparecidos de Ayotzinapa.
Las izquierdas, históricamente, han mantenido una postura oscilante frente a los movimientos sociales: han pretendido ser su vanguardia e imprimir dirección a todo movimiento revolucionario, o han adoptado el vergonzante papel de intermediarios políticos entre el poder y las organizaciones del movimiento. En la presente coyuntura, cierta tentación vanguardista se percibe, por ejemplo en uno de los aliados del movimiento: la CETEG, que decide unilateralmente algunas cuestiones de táctica y agenda. En cambio, otro de sus aliados más cercanos, el Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan, que ha asumido la defensa jurídica de los padres y estudiantes de Ayotzinapa, ha mantenido una actitud solidaria pero respetuosa en cuanto a las directrices del movimiento.
Frente a las elecciones concurrentes que se avecinan en 2015, el panorama en Guerrero es incierto. Las elecciones pueden tener lugar o resultar totalmente inviables. A diferencia de otras posiciones de la izquierda –como la de Javier Sicilia del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, que convocan a boicotear las elecciones de 2015 sin vetarlas coactivamente–, la decisión de la CETEG de impedir a toda costa la realización de elecciones en Guerrero expresa una táctica más radical en la búsqueda del mismo fin. Si el conjunto del movimiento adopta esta táctica, las elecciones, desde luego, no tendrán lugar. Aunque no nos guste la idea de que una fracción decida por todos el destino del movimiento, es posible que ese sea el curso de la acción. Concordamos con que los procesos electorales y el sistema de partidos en México deben ser cuestionados y evaluados como método para la selección de los gobernantes, pero no toda la arquitectura institucional del régimen nos parece desechable. Hay leyes y organismos surgidos de la presión ciudadana y de la sociedad civil que deben ser preservados porque representan el fruto de largas luchas ciudadanas y la cristalización de avances en los equilibrios de poder. El cambio que nos parece esencial es el de las relaciones de poder y los equilibrios políticos. Lograr, para decirlo en términos de Norbert Elias, cambiar la ratio de poder a favor de los gobernados en su relación con los gobernantes e imponer desde la sociedad, contrapesos y controles sobre quienes gobiernan, hacen leyes e imparten justicia.
Más allá del curso que siga el movimiento y más allá de la forma o tipo de régimen al que las izquierdas puedan aspirar, la esencia del cambio son las relaciones políticas. Sólo un cambio de ese nivel impedirá que sigan ocurriendo hechos abominables como la masacre de Iguala.

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