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Lorenzo Meyer

AGENDA CIUDADANA

* Al declive sin pasar por el auge

Don Julio Scherer demostró, con su palabra y acción, que es posible ser un hombre público honesto y desafiante en un país devastado por la corrupción.

Pésima suerte. Pareciera que nuestra democracia inició su decadencia cuando recién empezaba a despegar, antes de siquiera experimentar un período de cierto esplendor.
Y es que nuestro autoritarismo priista fue tan exitoso que resistió por más tiempo que otros el embate de la tercera ola democratizadora. Cuando finalmente esa ola nos empezó a llegar, en 1997, Portugal o España ya llevaban 23 y 21 años respectivamente de experimentar sus efectos. En contraste, hoy vamos muy adelantados en nuestra incorporación al grupo de países que experimentan un retroceso democrático, una regresión en la calidad de su vida colectiva por el mal desempeño institucional. Y no es ésta una mera opinión personal, pues ¿en qué régimen efectivamente democrático la policía local desaparece a 43 estudiantes sin que se vuelva a saber más de ellos, o el ejército fusila in situ, sin juicio, a un grupo de prisioneros sin que ningún mando superior sea castigado? ¿En qué democracia legítima, con la mitad de su población clasificada como pobre se tiene, a la vez, un instituto electoral que consume un presupuesto anual de 18.5 mil millones de pesos, pero cuya credibilidad entre los ciudadanos es de sólo 34 por ciento? ¿Se puede considerar aceptable un régimen donde siete de cada diez ciudadanos temen por su seguridad pues suponen que el Estado es incapaz de protegerlos y donde el 66 por ciento de ellos considera que la ley se cumple poco o nada? (IFE-El Colegio de México, Informe país sobre la calidad de la ciudadanía, 2014, pp. 39, 43, 128). Y a esta lista se le puede agregar el descontento de una buena parte de los mexicanos con la corrupción, la irresponsabilidad y la ineficiencia que caracteriza a la Presidencia, a los partidos, al congreso, a los jueces, a la policía, al gasto público y, en fin, a casi todo el entramado institucional.
Súbditos o ciudadanos. Después de la última rebelión militar exitosa, la de 1920, en México se ha observado con toda puntualidad el calendario electoral. Sin embargo, tras casi un siglo de votaciones ininterrumpidas y pese a registrarse una participación del 63 por ciento del padrón en la última elección, más del 70 por ciento de los mexicanos adultos consideran que en la práctica no tienen forma de influir sobre las acciones de los gobernantes. Apenas si un magro 13 por ciento de ciudadanos afirman que, en tanto tales, si inciden en las acciones del poder, (Op. cit, p. 106). Frente a tamaña percepción de ineficacia política, a la mayoría no le queda más que asumir la actitud de resignación propia del súbdito –una que ha funcionado por mucho tiempo con las nefandas consecuencias que conocemos– o transformar su inconformidad en protesta y movilización.
La política de la calle. En otras coyunturas –en 1910, por ejemplo–, la irrelevancia práctica de las peticiones comedidas o de las elecciones para influir en la formulación de políticas, llevó a los descontentos a elegir la violencia como la mejor alternativa para recuperar su calidad de ciudadanos. Hoy, por muchos motivos, ese camino no parece aceptable para la mayoría.
Actualmente la naturaleza del sistema de partidos mantiene a las elecciones en la irrelevancia, pero pocos quieren o pueden intentar la violencia para buscar cambios constructivos a un malestar largamente acumulado. Por eso se entiende que las calles y los bloqueos estén adquiriendo la calidad de escenarios privilegiados para esa parte de la población que ya está harta de verse relegada en sus intereses, herida en su dignidad y deseosa de ser tomada en cuenta.
La protesta masiva es tan antigua como la política pero, nos dice P.D. Smith, fue en el siglo XIX cuando la protesta urbana –la toma de la calle– se convirtió en un instrumento efectivo de los descontentos políticos. Y como hoy más de la mitad de la población mundial vive en las ciudades, una buena parte de la energía ciudadana que no encuentra cauce institucional se desarrolla en las calles y plazas, al estilo de la marcha sobre Washington de Martin Luther King en 1963 o de los eventos más recientes en la Plaza Tahrir del Cairo, y que en 2011 y 2013 pusieron fin a dos presidencias: la de Hosni Mubarak y la de Mohamed Morsi (City, Blumboory, 2012, Cap. 3). En nuestro caso, el reclamo y rechazo de la parte más activa de la ciudadanía a las políticas de Enrique Peña Nieto se llevó a cabo el año pasado en el Paseo de la Reforma y el Zócalo de la ciudad de México y en sus equivalentes en los estados, aunque también en las carreteras en regiones menos urbanas. Intentar reprimir a esa expresión política sería complicar aún más el problema, no resolverlo.
2015. Todo hace suponer que la dinámica de la política de la calle va a continuar. El movimiento social que surgió alrededor del reclamo por el asesinato de seis personas y la desaparición forzada de otras 43 en Iguala en septiembre intentará desarrollarse en paralelo y como crítica al sistema de partidos y al proceso electoral de junio próximo.
En más de un sentido, en este año se pueden dar la confrontación de esa política de la calle con la política de las urnas y no está claro que saldrá de esa colisión. Colisión que no hubiera sido necesaria si, en el momento inicial, la transición democrática mexicana se hubiera conducido con sentido de gran política, es decir con responsabilidad y patriotismo, conceptos por ahora vacíos de contenido cuando circulan por los actuales laberintos del poder.

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