Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

Corpus Christi

Mientras el camino de terracería, transitable sin contratiempos sólo en la temporada de secas era la única vía de comunicación de mi pueblo con la ciudad de Chilpancingo, los vehículos eran una novedad y hasta el humo del escape de los camiones era un espectáculo.
Viajar en aquella época de Quechultenango a la capital era una aventura, pues si no eran los ríos crecidos los que detenían el pesado andar de los camiones trompudos, era el ascenso y descenso de los pasajeros que a menudo llevaban su equipaje al descubierto en el lomo del camión. Y habría que ver lo que se tardaba el ayudante en desatar cada bulto entre los que nunca faltaban los tecolpetes con los guajolotes y pollos del comercio.
Si eran dos horas de viaje para recorrer poco menos de 50 kilómetros, lo menos que uno se podía ahorrar era el tiempo que el chofer destinaba para almorzar si en horas de la mañana le tocaba pasar por Mochitlán.
Al parsimonioso chofer no le afectaba la desesperación de los pasajeros que reclamaban continuar el viaje. Uno tenía la obligación de esperar pacientemente y sin bajarse del camión hasta que el chofer de apellido Espíritu decidía continuar el viaje.
Con su lento rodar y monótono ronroneo del motor, los camiones de pasajeros eran la referencia para calcular la hora en las tierra de labor extendidas en el llano de toda la cañada, desde Petaquillas hasta Colotlipa, recorrido que ahora se conoce como Circuito Azul.
“Ya es la hora de la comida” solían decir los peones al divisar el lento carro azul con el vidrio del parabrisas reflejando el sol, rodando delante de una nube de polvo como a la una de la tarde. Entonces todo mundo volteaba al camino por donde seguro arribaría la persona encargada de llevar la comida caliente para los trabajadores.
El carro de las cuatro de la tarde era señal para desuncir las yuntas y para finalizar la jornada de los peones.
En ésta época del año los campesinos esperaban preparados a los primeros golpes del agua de lluvia para salir todos a los campos a sembrar, como si fuera una gran fiesta o en verdad lo era porque la naturaleza respondía así al pedido del agua en el que todos los pueblos se esforzaban, cada cual en el punto que sus antepasados los tenían acostumbrados.
Si uno madrugaba para aprovechar el fresco en el camino, el amanecer era igual en cada pueblo. El humo de las cocinas con el olor de la leña quemándose era indicio de que las mujeres empezaban con el trajín del día.
La tarea para las mujeres comenzaba con el lavado del nixtamal, del maíz puesto a cocer la noche anterior. El recipiente para el lavado era un utensilio como cántaro de barro, con tres patas, rodeado de orificios más pequeños que los granos del maíz por donde salía el agua residual del nixtamal puesto a lavar con una mano presionando hacia abajo para limpiar los granos de la cal con la que se pelaban los maíces.
Si el nixtamal era para la masa con la que se confeccionaban las tortillas, para el atole blanco que acompañaba el almuerzo en las casas de los campesinos era preciso otro preparado, menos laborioso pero igualmente importante. Se trataba del “maíz de atole” puesto a cocer como el nixconcli del que surgía el nixtamal, pero sin la cal que era requerida por aquel.
El maíz de atole se cocía y molía aparte. De manera que las señoras o las muchachas, dependiendo a quien de las mujeres en las familias correspondieran esas tareas, todas las mañanas se cargaban dos recipientes, generalmente cubetas. Una para el nixtamal y otra más pequeña para el maíz de atole.
Si la señora no tenía alguien que le ayudara con el trabajo de poner la lumbre en el bracero su tarea era doble porque poner la lumbre tenía su chiste, por no decir, su misterio.
El bracero, normalmente construido por las mismas mujeres, con piedras y revestido de barro, tenía primero que limpiarse retirando la ceniza del día anterior. Luego se ponían leños secos y delgados en cuyas puntas se podía agregar una raja de ocote o un totomoscli, para que al encender el cerillo su lumbre pudiera propagarse y elevar la temperatura al grado de quemar los leños para incendiarlos hasta hacerse brasas.
Puesta la lumbre se ponía en ella la olla de atole en la que se colaba la masa blanca con el auxilio de una tela o cedazo que llamaban briñaque.
El atole tenía que servirse antes del  almuerzo propiamente dicho donde las tortillas juegan el papel fundamental.
La costumbre de que el hombre come solo y la mujer después, obedece a que el primero debe salir temprano al campo. Las tortillas debían estar calientes y comerse saliendo del comal.
Los ejidos tenían, y algunos aún conservan, un área destinada para leñar, generalmente un bosque originario, no apto para la siembra pero lo suficientemente rico y diverso para cosechar los árboles maduros para la leña que entonces era el combustible que estaba al alcance de todos.
Las casas eran de bajareque con techos de palma. Toda la estructura era de madera. El techo cubierto con palma tejida y las paredes de barro. Esos eran los materiales de construcción, lo que tenían las familias a la mano, renovables y frescos. Cada quien podía construir su propia casa nomás con la experiencia acumulada entre los familiares.
Los burros y los caballos eran el medio de locomoción y de carga más socorridos. Las yuntas de bueyes se utilizaban para el trabajo pesado de arar la tierra.
Las personas todas estábamos más cerca de la naturaleza y la vida de las familias y de los pueblos era más amable con el ambiente y hasta quizá éramos más sanos.
El agua de los ríos no estaba contaminada porque entonces no había líquidos ni desechos muy contaminantes. Uno podía beber agua de los canales de riego y del río, cuantimás de la llave.
El día de Corpus era de fiesta popular. No sólo eran los adultos de asistir a la misa, ni de los niños ir a ofrecer flores, sino también de los jóvenes en edad de noviazgo que se regalaban panes colorados y empanadas de leche, expuestos en grandes canastones en el mercado.
Hoy, en cambio, el tráfico suele quedarse embotellado por ratos, atravesando los pueblos de la comarca. Las combis no tienen tregua en sus salidas y casi ni en sus horarios.
Los campos cada vez tienen menos gente pero están gravemente contaminados. Y si en los pueblos los bienes y servicios han cambiado la vida de las familias, no parece ser ése el camino que conduce a la felicidad, pues el dinero como medio de cambio domina todo y como mercancía sustituye la relación entre las personas.
Si antes las familias intercambiaban productos que le imprimían un sello particular a cada intercambio, hoy con el dinero todo se iguala. Ya en las casas no te ofrecen un vaso de agua, ni lo pides porque sabes que hasta ése recurso que es un bien común ahora tiene precio. La sed cuesta dinero y ni modo de no saciarla.
El jueves de Corpus llovió y un río de aguas negras que en alguna parte están depositadas corrió. “viene la punta” gritaban en aquel tiempo quienes tenían la suerte de presenciar la primera creciente del río porque en su arrastre de lodo los peces se orillaban para ser fácil presa de los pescadores improvisados. Y también eso era una fiesta.
Hoy no es así porque en lugar de troncos y ramas la creciente lleva una nata interminable de envases plásticos arrastrados por una agua oscura y nauseabunda que inunda el ambiente. ¿No se decía que las aguas residuales de la ciudad serían tratadas ecológicamente?

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