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José Gómez Sandoval

Luis Zapata entre sombras, espejos y sueños / 1 de 2

De cuerpo entero

En De cuerpo entero (1990), esa especie de autobiografía cinematográfica de Luis Zapata, aparecen dos fotos de cuando el autor de El vampiro de la colonia Roma era niño. En la primera tiene cuatro años, parece un pollito cachetón, y casi no lo reconozco. En la segunda está vestido de caudillo insurgente de los pies a la cabeza. Insólitamente, sostiene la espada, con las dos manos enguantadas, por el filo de “acero”, antes que levantarla como estatua ilustre. Como no trae cinturón donde colgarla, la funda pende de la hoja de la espada o, con la punta en el piso, se recarga en ésta. El centro de la foto, sin embargo, es Luis, el niño alargado, copetudo y seriucho que nos mira como si su mirar no fuera el de Allende o el de Aldama (por su ojos verdes no podía salir de Vicente Guerrero), sino el de un chamaquito asomando la mirada por sobre sus ojeras y entrenando con nosotros la fuerza de su ser. De inmediato digo: ese sí es Luis.
Al pie de la fotografía dice: En 1958, en una fiesta escolar. Supongo que la foto fue tomada el 16 de septiembre en el patio de la Escuela Primer Congreso de Anáhuac, antes del desfile conmemorativo de la Independencia mexicana, donde su hermana Patricia distribuiría belleza y carácter en su papel de la emperatriz Carlota desde un trono imperial montado en un largo y colorido carro alegórico, atrás del cual, a falta de caballo, Luis recorrería las calles de Chilpancingo desde la Alameda hasta el otro lado de la ciudad como cualquier humilde, sudoroso y heroico soldado de la patria.
En De cuerpo entero, Luis Zapata recuerda Chilpancingo como una sala de cine enorme donde convivió con parientes, amigos y artistas del pelo de Queta Garay, Mayté Gaos, María Duval, ¡Sonia López! y ¡Ninón Sevilla!… “A partir de esos primeros recuerdos se puede deducir… que mi primera identidad es la de cinéfilo (y… la de hijo)”, calcula Luis, quien “antes que nada” se define “como un espectador, y durante muchos años –aduce– conservaré esa tendencia a participar en la vida de manera un tanto pasiva”.
En las tardes silentes del “pueblo apachurrado”, para Zapata el cine fue fábrica de sueños y mucho más: “Como en las grandes pasiones –escribe–, (el cine) no era algo que me hubiera sido dado, sino que yo personalmente había elegido. Era, pues, entre otras cosas, mi primer ejercicio de individualidad”.
Adelante, de cuerpo entero y como empezando a andar entre sombras y sueños, pregunta: “¿Por qué se volvieron tan importantes en mi niñez los espectáculos, principalmente el cine? Quizá porque así lo decidí de manera un tanto arbitraria, desde mi edad adulta, al privilegiar ese tipo de recuerdos sobre los otros. ¿Y por qué?, ¿qué imagen de mi infancia pretendo ofrecer a los demás, pero sobre todo a mí mismo? Tal vez la de un niño que, en lugar de vivir, sueña, elabora fantasías desvinculadas de su realidad inmediata, y escoge una perspectiva romántica para ver y enfrentar la vida”.
Se pregunta si acaso resulta “deshonesto ante mi propio pasado en la medida en que lo invento” y, en un gesto sincero y patético, escribe, ¿Trato de justificar a posteriori una vocación por lo ficticio que no es otra cosa que la dificultad para adaptarse, la imposibilidad de arraigarse del todo en la realidad?”.
Cuando revela que su infancia no fue “especialmente dolorosa o traumática”, aunque “durante un tiempo” quiso pensar “que de niño había sido muy enfermizo”, como que a los que acabamos de leer Como sombras y sueños, su reciente novela, empieza a caernos el veinte. En su cineasta autobiografía chilpancingueña, Luis recalca su presunción enfermiza, pero luego descubrió que eso no era cierto, que “los azotes y las enfermedades vinieron después, y entonces de seguro proyecté en mi infancia más o menos sana mis achaques de adulto”. Asegura que era tímido (sin grado patológico) y que duda de su singularidad, pero cuando concluye que “…mi infancia sólo fue diferente en la medida en que, como adulto, decidí que así fuera”, ya casi estamos seguros de que entre Orlando Barrera, el personaje redactor de Como sombras y sueños y Luis, el autor de la novela, liaron una trama novelesca en que uno es el otro y el otro uno, en un juego de espejos, sombras y sueños en que la identidad del narrador se juega, literaria y literalmente hablando, la vida.

Una experiencia radical

En su primera novela, Hasta en las mejores familias, Zapata nos contó el descubrimiento de su sexualidad en una alberca privada. En El vampiro de la colonia Roma recuenta las pícaras andanzas citadinas de un chichifo, un servidor sexual para hombres. En 1979 la novela obtuvo el Premio Grijalbo. Para uno de los jurados, José Joaquín Blanco, se trataba del “mejor libro que hasta la fecha ha producido su generación”. El orbicular ensayista chilango considera que “uno de los más insolentes méritos de la novela es el de no tomarse ni siquiera el trabajo de liberarse: está libre, dice y hace cosas insólitas en nuestra narrativa; se toma cuanta libertad le viene en gana, y tan frescos el autor, el personaje y el texto”. Blanco festeja el truco zapatista de “excluirse de la novela para dejarle al personaje toda la cancha”, como para solidarse con él. Libros “como el de Luis Zapata permitirán por fin que la literatura mexicana sea una experiencia de vida radical”.
Dice Borges que la obra de Kafka creó a sus antecesores. Empezando con Baterbly, de Herman Melville, y el Lord Jim de Joseph Conrad. Las aventuras de Adonis, el vampiro de la Roma, recordaron algunas novelas que planteaban aventuras, romances y tragedias de personajes homosexuales, y a partir de su lectura se planteó la existencia de una literatura “homo”. Luis se niega a tal clasificación; odio las etiquetas, declaró por allá y por aquí, no hace mucho. Y hace bien, en la mayoría de sus relatos habita la homosexualidad, ésta es la chispa de su malestar cultural y su creatividad literaria, pero su tirada narrativa es tan amplia, dramática y divertida como suele ser el abanico de la comedia humana. A diez años de su aparición, el mismo José Joaquín recordaría que “El vampiro de la colonia Roma fue el parteaguas –de ahí el escandalizado escarnecimiento con que la sociedad y la academia mexicanas lo recibieron–, el momento en que se acabó con una literatura homosexual de ghetto, detenida en la queja o la autocomplacencia enrarecidas, y se ganó la calle y la expresión seria y franca… Y a partir de entonces sólo los valores comunes de honestidad, inteligencia y belleza habrán de diferenciar los diversos tipos de expresión”.

Luiz a pata

El Vampiro de la colonia Roma marcó el estilo ligero y preciso de De pétalos perennes y Melodrama, para señalar las novelas luisinas que más me gustan. Tranquilo y sabio cual monje tibetano, Luis Zapata sostuvo el paso literario con la poderosa ligereza de Aquiles: “Las novelas de Luis Zapata –escribe Sara Sefchovich en México, país de ideas, país de novelas– relatan las costumbres de la clase media. Pero a diferencia de otros autores, en él no hay rabia, sino la recreación de su parte más cursi y melodramática… Sus héroes –agrega– están enamorados de lo prohibido, aunque eso sea lo que menos importa, pues el amor siempre triunfa. Si la suya es una mujer vieja o un joven homosexual, son siempre historias sentimentales, que sufren y ríen con el lector”. Porque, eso sí, Luis es adicto al buen humor.
Para John Brushwood, “De pétalos perennes es una representación excelente, totalmente dialogada, de las fantasías sexuales de una señora burguesa, una caracterización magistral”. La historia fue llevada a escena, y Beatriz Sheridan y María Rojo hicieron de patrona y asistente cuando los pétalos volaron a la pantalla cinematográfica. Antes o después están los cuentos de Ese amor que hasta ayer nos quemaba, y las novelas (que cito en desorden), Los postulados del buen golpista, Siete noches en el mar, el azotado En jirones y ¿Por qué mejor no nos vamos? La hermana secreta de Angélica María es un paródico, simpático y sentido homenaje del chilpancingueño a la Novia de México. Luis Zapata también le dedicó una película casera, pero desde niño le ha dedicado, obsesivamente, mucho más que eso. El Novio de México.

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