Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

Que quiere, ¿que coma dormido?

Era un 25 de diciembre, un día después de la velada de Noche Buena. Quien no estaba crudo y sufría la resaca andaba otra vez tomado, y algunos de plano se habían seguido de filo durmiendo durante el día para reponerse del desvelo.
En la noche anterior se contaron tantos chistes de sobre mesa que casi le amanece a la numerosa familia que año con año se reunía para celebrar la Navidad, con una cena suculenta y el pretexto de estar con la mamá quien ya había rebasado los 80 años y casi llegaba a los 90.
El último chiste que todos seguían celebrando era que alguien propuso que a la cuenta de tres todos se levantaran de la mesa para irse a dormir, evitando así la vieja y nefasta costumbre de mal hablar del primero que se dejaba dominar por el sueño.
Sobre ése tema eran los comentarios, repitiendo cada uno de los chistes que se dijeron en la noche, cuando la hija mayor provocó la interrupción:
Ya están “dejando” para la misa, dijo la hija mayor refiriéndose a la última llamada que tocaban las campanas de la iglesia, anunciando el principio de la misa
Entre todos los miembros de la familia esa hija se distinguía por su nobleza de espíritu y su cercanía con la religión.
–Es una santa mi hija, presumía la señora.
En la familia todos recordaban, aquella anécdota que la hija más noble platicaba, ocurrida cuando aún era niña.
Estaba tan influenciada por las enseñanzas que aprendía en las clases de catecismo que nunca quiso pronunciar una grosería porque sabía que eso era pecado.
Sin embargo, de vez en cuando caía en la tentación de experimentar lo que se sentía decir malas palabras, pero seguía resistiéndose porque sabía que de los pecados cometidos había luego un castigo.
Pero un día la tentación de decir malas palabras se convirtió en una congoja, tan grande que no pudo aguantarse más, hasta que decidió experimentar en cabeza propia.
Decidida a vivir la experiencia, pensó en el lugar más sólo de la casa, aprovechando el momento en que por alguna razón no había nadie más de la familia.
Entonces corrió hasta la esquina del patio, miro a su alrededor y, cuando confirmó que nadie la veía, gritó a todo pulmón:
-¡Pinche cabrón, hijo de la chingada!
Cada vez que platicaba esa anécdota, la hija noble repetía que no sintió nada especial pronunciando esas malas palabras, pero que el primer impulso que tuvo fue correr en seguida de regreso por donde había venido, sólo que al darse vuelta se topó nada menos que con su papá quien había alcanzado a escucharla gritando tamañas groserías, poniéndole tremendo tapaboca, al tiempo que la reconvenía de no andar diciendo malas palabras.
La bofetada del papá le pesó tanto a la hija noble que en adelante la idea de pronunciar las malas palabras ni siquiera se apareció más en sus pensamientos.
La hija cumplía fielmente cada mandamiento de la iglesia y nunca faltaba al sacramento de la misa, sobre todo cuando se trataba de fechas importantes.
Ya era tarde aquel 25 de diciembre y desde la torre de la iglesia se escuchaban las campanadas de llamadas a misa, cuando la hija noble interrumpió aquella convivencia familiar avisando que se iba a la misa, pero antes de retirarse hizo el siguiente anuncio:
–Mamá, quiero aprovechar el momento para pedirle que nos perdone por todas las faltas que como hijos llegamos a cometer.
Y dirigiéndose a sus hermanos, continuó.
–A veces sin darnos cuenta le respondemos mal y la ofendemos. Creo que eso no es correcto y por eso a nombre de mis hermanos quiero que nos perdone.
Todo eso lo decía la hermana noble mientras terminaba de prepararse para ir a la misa, sola porque su marido era de los que habían caído en el sopor de la tarde y dormía a pierna suelta con ronquidos que daban cuenta de ello.
Fue al escuchar uno de esos ronquidos estruendosos del yerno cuando la madre, acostumbrada a fijarse en los detalles más mínimos de desatención de las hijas con sus maridos, la increpó.
–Bueno hija, qué no vas a darle de comer a tu marido, ya es muy tarde y él no ha comido.
–Hay mamá y que quiere, ¿que coma dormido?
Al oír tan pesada respuesta de la hija noble a la mamá, apenas unos segundos después de que había pedido perdón, todos los hijos voltearon a verse, sorprendidos.
Fue entonces cuando la hija noble reparó en su falta.
–¡Ay, mamá, ya la volví a ofender! Perdóneme otra vez –concluyó entre las carcajadas de los demás, mientras se encaminaba a la iglesia, segura de que en su ausencia sus hermanos se la acabarían con la crítica.

Pasen al “Jol”

La comitiva de petatlecos era grande en aquella comisión que llegó al puerto de Acapulco, un día a la hora del bochorno, para arreglar asuntos del ejido.
Mientras unos averiguaban la dirección exacta de la oficina de la Reforma Agraria, otros se cubrían del sol bajo un amable árbol de almendro.
Estaban los paisanos platicando bajo la sombra animadamente sobre los asuntos que les esperaban en su natal Petatlán cuando se paró frente a ellos el señor de bermudas, camisa tropical y sombrero Panamá.
El citadino resultó ser originario del mismo pueblo de donde eran los visitantes. Con una risa franca, luego de reconocerlo, saludó y abrazó el dirigente de la comitiva, después estrechó la mano de cada uno de sus paisanos.
Mientras saludaba, el paisano les iba platicando que muy joven dejó el pueblo de Petatlán y que en Acapulco había hecho fortuna, edificado un hotel cuya fachada podía verse desde donde estaban.
Emocionado como estaba de haberse encontrado con sus paisanos el dueño del hotel les hizo la invitación.
–Vénganse al “Jol” mientras llegan los demás, les dijo refiriéndose en inglés al vestíbulo del hotel.
Pero como los paisanos escucharon que dijo “sol”, más de uno le respondió:
–Joder, más “jol”, aquí estamos mejor en la “jombra”.

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