Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

 ¡Llévese el dinero pero la de Goyo no!

Cuando el párroco encargado del santuario del papa Chuy en Petatlán era todavía joven, su fama en el pueblo era memorable por el compacto grupo de mujeres que lo seguía.
Nunca faltaba una beata en la iglesia a cualquier hora del día o de la noche, para lo que pudiera ofrecérsele al padre.
Dicen que sólo las mujeres del círculo más cercano al padre se referían a él como Goyo, y que ésa era la clave que indicaba el nivel de confianza que él les profería.
En realidad, fuera de aquel círculo de mujeres el nombre de pila del sacerdote pocos lo conocían, pues por costumbre de la grey a los ministros católicos simplemente se les llama sacerdotes o “padres”, más en confianza, y nadie anda indagando cómo es su nombre de pila.
Fue al paso de los años, cuando el padre pasó a formar parte del selecto grupo de los viejos, o como ahora se les llama, “de la tercera edad”, que comenzó a tener fama de santo, y como los santos sí requieren un nombre de pila, entonces todo mundo supo que se llamaba Gregorio, cuyo nombre lo comenzaron a pronunciar en diminutivo, hasta que todos lo reconocieron como “padre Goyito”.
Cuentan todavía en los tiempos que corren, que en aquellos años de juventud del padre Goyo, un medio día caluroso de agosto se produjo el asalto que conmovió a medio pueblo porque el ladrón no reparó en el enorme pecado de violar la sagrada paz de la iglesia.
Estaba el grupo de beatas en la sacristía contando diligentemente el dinero recaudado en la feria anual de papa Chuy.
–Éste pa’ca, éste pa’lla, éste pa’ca, éste pa’lla, decían refiriéndose a las monedas que entraban a la contabilidad y las que se desviaban para otros fines.
En un descuido en que por alguna razón alguien dejó la puerta abierta, entró el diablo a la “Casa del Señor” convertido en un ladronzuelo cuya arma era un enorme cuchillo cebollero.
El ladrón se acercó a la mujer que más cerca tenía o la que más a la mano estaba de la alcancía que se veía llena de limosnas, tomó a la mujer por los cabellos y le puso el filoso cuchillo en el cuello al tiempo que con voz aguardentosa les ordenaba:
–Me dan el dinero o la degollo (por no saber decir degüello).
Al unísono las mujeres alarmadas respondieron en coro:
–¡Noooo! ¡La de Goyo no!
–¡Llévate todo el dinero, pero la de Goyo no!
El ladrón salió corriendo con las bolsas llenas de limosnas.
Después del asalto y cuando las mujeres estuvieron más relajadas gracias a la botella del vino de consagrar que el padre escanció en sus vasos de veladora, sacaron en claro que la amenaza del asaltante no era contra la integridad del padre Goyo, sino contra la mujer a la que puso el cuchillo amenazando con degollarla.

El hombre del eructo

–Quien me va a engañar a mí con el chisme de que en Zihuatanejo hay café, y ahora que hasta el arroz se produce en la sierra. Nomás falta que me digan que aquí también hacen sombreros. El colmo es que me encuentro con que también hay mezcal de Zihuatanejo, ¿dónde están pues los magueyes?
Lo dicho anteriormente se escuchó en voz del hombre que vestía bermudas y lucía bigotes relamidos, a su paso por los puestos del mercadito.
El visitante había llegado por primera vez al Ecotianguis semanal de Zihuatanejo que se instala en la playa principal, y caminaba sorprendido mirando el folclor del mercado, la variedad de los productos y el ambiente de alegría que se notaba.
Ése día era como todos los sábados de mañana, sol radiante, pelícanos en alborozo, pescadores de remo.
En la playa la muchacha que atendía el puesto de mezcal se abanicaba bajo la sombra de la higuera y se reía nerviosa sin saber qué hacer frente aquel hombre que la cuestionaba por la clase de producto que ofrecía.
Por fortuna para la muchacha apenada, en ése rato estaba entre los vendedores uno de los productores del mezcal emparentado con la vendedora afligida. El hombre “sierreño” entre calentano y costeño, se le veía entre bromista y pendenciero.
–Así es amigo –dijo el “sierreño” ensombrerado, en voz alta y con franqueza– Zihuatanejo no sólo es arena y mar, también tiene sierra, y gente que sabe trabajar el campo, enfrentado con el visitante.
–Si agarra el rumbo de Tierra Caliente, subiendo apenas a los mil metros de altura, verá que están los magueyales, y aunque no es cerca de aquí, de todos modos sigue siendo Zihuatanejo, porque así se llama el municipio.
Mientras el “sierrreño” daba esa amplia explicación acariciaba nervioso entre sus manos la botella de mezcal, poniendo frente a la cara del turista la etiqueta:
–Ojo de víbora, leyó el hombre vestido de bermudas, la marca del mezcal, sin dejar la ofensiva.
–Mire amigo, yo soy bebedor de mezcal y conozco de esta bebida. Por si no lo sabe, tengo amplia experiencia como tomador y para que más se lo sepa, cuando el mezcal es de buena calidad me hace eructar, como si mi organismo fuera de catador. Esa es la seña a la que me atengo, nomás para no alegar.
Más tardó el turista en hablar de su experiencia como bebedor que el mezcalero en servirle una generosa copa de ojo de víbora.
Sin mucho preámbulo el hombre de los bigotes relamidos tomó la copa diligente y apuró el mezcal haciendo gestos inauditos mientras lo bebía.
En cambio el mezcalero veía al turista con un dejo de preocupación porque con el acto de servir su producto, ya tenía sobre él la vista de casi todos los que se encontraban en el mercado, esperando ver el resultado.
Después de aquella experiencia del catador los vendedores confesarían que todos estaban sufriendo por el reto que cuestionaba la calidad del mezcal.
–Cabrón viejo, por poco y acaba con el prestigio de nuestros productos, decían entre risas algunos productores.
Pero claro, eso lo dijeron después de que casi aplauden cuando el mercadito retumbó con el eructo feroz que se escuchó del hombre de las bermudas.
–Sí es bueno el mezcal, dijo en seguida del eructo el convencido visitante mientras pedía tres botellas para llevar.
–Hazme pues una rebaja, pidió el turista a la vendedora de mezcal.
–La calidad no se puede rebajar, respondió orgulloso el sierreño.

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