Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

El amor es una prisión de la que nadie, nunca, ha escapado

Óscar Ricardo Muñoz Cano

El pecado, el amor y el miedo son sólo los sonidos que las personas que nunca pecaron, ni amaron ni han sentido miedo, pronuncian pensando que saben lo que significan esas palabras.
Así escribió Faulkner en algún lado.
Y en eso me hubiera gustado que pensara María B. la noche previa a su boda, cuando en su celda no pudo agarrar el sueño y se revolcaba en la cama como quien sufre por una pesadilla.
Pero María no es Faulkner, no lo conoce, no sabe de él. No es estudiada ni leída, ni nada. Es de Atoyac. Es viuda. Tiene una hija. Es una chica morena de cabello ensortijado; ojos claros que miran derecho y que afirman que amar duele pero que si duele es buena señal.
Planchar su vestido, fue en realidad uno de sus pensamientos, uno de esos de vida o muerte.

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Juan M. tiene ya un rato en el Cereso de Acapulco, y también me gustaría soñar con que en su interior ya sabe o al menos presiente, que uno mismo es una celda dentro de la cárcel, y que esta celda siempre será distinta de las demás celdas, y por eso siempre estará sola, y siempre estará dentro del edificio de la cárcel, pues forma parte de él, como pensaba Hoeg.
Pero Miguel tampoco conoce a Hoeg, ni sabe de él. No es estudiado ni leído ni nada. Es un chavo del DF que lleva 10 años adentro pero sabe que “aquí hay que ser derecho, aquí eres tú”, con voz firme y que a decir de sus compañeros, presume de portarse bien.

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La historia es curiosa, porque María y Juan están presos. Las razones no vienen al caso. Una reunión religiosa y “una mirada especial” desde el primer día bastaron para que Juan cayera ante María; “no sé cómo explicarlo, sólo sé que se siente”.
Un agua de alfalfa como ingenuo primer acercamiento, más reuniones, algunas charlas en los rincones desterrados del penal y un par de serenatas precedieron al día en que ella le robó un beso con el que le dijo todo lo que en 10 meses de conocerse había callado.
Bueno, eso tampoco lo pensó así María ya que María no es estudiada ni leída, ni nada. Es una chica delgada, morena de cabello ensortijado; labios gruesos que ríen y cantan y dejan el hueco y la angustia luego de ser besados.
Un corazón solitario, advierten esos labios, no es un corazón.

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Qué quiere, estimado lector, si como decía Cortázar, el amor pide calle, pide viento, no sabe morir en la soledad, por eso qué importa si en este relato no digo que son 14 parejas las que se unen, ya sea de adentro, de afuera, por primera vez o la que sea; que registren ante el Civil a ocho infantes, que se ausente un funcionario pero que lleguen y aplaudan a tantos más; que sea día de visita, que organicen ferias y concursos o que les regalen las argollas de plata, qué importa entonces si por primera vez y en un febrero 14 se haga una boda en la cárcel, signo a la buena a la mala de paciencia y perseverancia.
¿Acaso no va por ahí el amor?

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Pero lo importante es lo otro, cuando aquel beso, cuando Juan, que asegura el robo, y le pide a María que se casen y vivan y sobrevivan allá adentro; cuando entona y le canta: Si vas en caída libre / y te sientes derrotada / yo me entregaré en el alma / para curar tu dolor…
Lo importante, cuando María sonríe, devuelve el beso, que dice que nunca robó, y piensa que la edad enfría la sangre y los placeres son cosa del pasado, y que el recuerdo más querido seguirá siendo ese del primer beso, como escribía Byron.
Por supuesto, ni Miguel sabe de la canción de Syntek ni María del poema de Bayron. No son estudiados ni leídos ni nada. Son dos personas caídas al ruedo que un día, un 14, un febrero, en un auditorio lleno de amigos, familiares e invitados, deciden hacer de su vida una sola y abrir una puerta que los eche de adentro y los lleve a la playa y los suelte, como le gustaría al que escribe y escribe esto para ayudarlos, al menos y por aquí, con esa puerta luego de escucharlos decir: sí, acepto.

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