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José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Los cuentos de El Mamacito

Para niños de siete a 97 años

Jorge Vargas Moctezuma ha escrito espléndidas crónicas sobre Tixtla, su tierra natal. En 50 años bajo el cielo tixtleco (ver PV, El Sur, 7 de diciembre de 2011) fusiona su recorrido personal con la historia de Tixtla y con el universo de costumbres y tradiciones que lo rodea. En Altamirano, El arcano de su origen (PV, El Sur, 14 de diciembre de 2011) repone, entre otras opiniones, para su discusión, la que niega que Altamirano haya sido “indio de raza pura” (tendría, entonces, parientes güeros y ojiverdes) y que hasta los 14 años aprendió español. En los testimonios de Vargas Moctezuma no faltan los personajes de su familia ni de la vida social: políticos, funcionarios, artistas, comerciantes, maestros, guisanderas… De los demás hace retratos que suelen terminar en anécdota, pero al Mamacito le dedicó todo un cuaderno.
Cuentos de El Mamacito, para niños de 7 a 97 años (1989) es una rústica encuadernación engrapada de 72 páginas dedicada a ponderar hiperbólicamente las hiperbólicas aventuras de un chofer de la ruta Tixtla-Chilpancingo… Antes, Jorge Soria Murillo comenta que Jorge Vargas Moctezuma, quien trabajó en Pemex, “pudo y puede ser alto funcionario pero tiene una vena inédita de artista, poeta y escritor que todo lo prefiere, menos la burocracia estatal”. Confirma que, aplicado a la literatura, don Jorge “es tenaz, delicado, meticuloso, cuidadoso con el lenguaje y sus técnicas”, y recalca la tenacidad con que “convirtió” en literatura y consiguió publicar estas anécdotas, con el afán de que “no se pierdan con el paso del tiempo”. Una vez más, el cronista “ha sabido valorar las virtudes de quienes integran la gran familia tixtleca, como es el singular caso de El Mamacito”.

La carcacha platicadora

“Amiguito: ¿Deseas conocer mi tierra?, se llama Tixtla, ciudad en donde nació El Mamacito, nombre que mucho vas a encontrar durante la lectura de estos cuentos que espero sean de tu agrado”.
Así empiezan el anecdotario mamacito. Dice uno: si van dirigidos a niños, de seguro se trata de cuentachos sencillos y blancos. El título indica que hay niños de 97 años, edad a la que aún se cuenta con la capacidad de quedar atrapados en las estrambóticas ocurrencias de El Mamacito, y sonreír.
Cuenta Vargas Moctezuma a sus amiguitos lectores que en los años 20 “llegó a esta pródiga región un hombre que al poco tiempo se hizo apreciar por los tixtlecos, que, al fin sencillos y amantes del trabajo, lo admitieron en su entorno atendiendo a su palmaria nobleza de carácter y a su incansable actividad”. Jorge López Mejía era un “trabajador del volante, hoy mal llamados taxistas”, que “abonando su esfuerzo al de otros héroes anónimos… hicieron posible la apertura de un camino carretero de 15 kilómetros con el que quedó unida esta hermosa población con Chilpancingo…”
Los vecinos le decían Mamacito con “una mezcla de afecto jocoso y cariño sincero”. La carcacha que manejaba, frecuentemente se descomponía, “pero los pasajeros lo perseguían porque para amenizar las demoras les relataba cuentos que no se sabe si eran inventos de su privilegiada imaginación o producto de realidades”.
Jorge Soria Murillo dice que Vargas Moctezuma “se ha dedicado durante años a charlar con El Mamacito, para recibir la materia prima de primera mano”, pero dos páginas después el autor asegura que “estas fábulas llegaron a mi conocimiento por boca del no menos apreciado amigo y pariente Filemón Astudillo Ortiz, entenado suyo (de El Mamacito) y heredero de su oficio y sobrenombre, quien con el correr de los años se convirtió en el personaje central de los mismos”. Antes que la duplicación de Mamacitos nos confunda, vamos a entrarle a las anécdotas:

¿Buena bestia? ¡Buenísima!

Como el primer cuento ocurre en un pueblo ubicado “a mitad del antiguo camino de herradura entre Tixtla y Petaquillas”, el cronista crónico que dirige a don Jorge señala la importancia de los cerros que rodean la ciudad, a los que “se debe que en el valle siempre se conserve el confortable clima que lo favorece permanentemente y que recientemente fue catalogado en el segundo lugar entre los de todo el mundo”. En dos renglones, El Mamacito despierta con antojo y dice: “Mañana voy a desayunar conejo”. En la noche puso la alarma de su reloj despertador a buena hora, pues para cazar conejos hay que levantarse muy temprano. El reloj falla y El Mamacito despierta cuando casi va a amanecer. Impulsivamente, “salté de la cama, salí al corral y, aún sin acabar de despabilarme, en mi carrera aferré una silla de montar y la coloqué en el lomo del primer animal que encontré. Monté en él de un salto y lo acicateé con todas mis fuerzas para llegar a tiempo a mi coto de caza…” Como le transmite la ansiedad a su cabalgadura, llega a sentir que a veces vuela: “¡qué buena bestia escogí!”, se congratula, y sólo hasta que la mañana ilumina el camino se da cuenta de que, en su prisa, había ensillado al guajolote.

Insólito, temerario e ingenioso

En varios textos, Vargas Moctezuma recuerda la “brecha angosta, empinada y sinuosa” que unía a Tixtla y Chilpancingo, y los peligros (sobre todo en el Paso de los Guayabitos, el Salto de la Muerte y la Curva del Diablo) que representaba. “Pocos –o más bien nadie– se atrevían a transitar la lóbrega senda después de las ocho de la noche”. De entrada vemos al Mamacito, un tipo “insólito, valiente y temerario”, a quien las “minucias” no le roban el sueño, aceptando llevar pasaje a Chilpancingo sin reparar “en detalles de horario, mal tiempo o soledad del camino”. De regreso, su carcacha empezó a toser y a brincar, hasta que se quedó sin luces. El choferazo la detuvo para buscar una lámpara, cerillos o luciérnagas para alumbrarse y poder continuar el viaje, pero nada encontró. En eso reaccionó:
“Recordé que, siendo experimentado cazador, siempre me acompaña la mejor arma. Teniendo a la mano mi pistola, resolví el problema…”
“¿Cómo crees que le hice, pariente? Muy fácil. Le quité el freno a mi limusina. La puse a rodar en punto muerto y me vine alumbrando… ¡a puro balazo!…”

El caballo que ríe

En “Meme” sólo hay un breeeve juego entre el nombre propio y un mugido de becerra. Enseguida, El Mamacito junta exageración tras exageración: para ganar una competencia de natación, recurrió a sus sabias mañas: se lanzó al fondo del agua, “donde empecé a ganar terreno jalando con mis uñas las zarzas y mezquites, utilizando como ruta las zanjas y besanas inundadas que me son habituales”. Cuál sería la sorpresa de El Mamacito que, cuando se dio cuenta “hacía rato que había dejado atrás (buceando) la laguna y ya estaba llegando… a Chilpancingo!”.
En “La sugestión” dos paisanos agarran una borrachera cuata con Pepsicola. A la vuelta de página El Mamacito recuerda a muchos actores mexicanos recibiendo una paliza y asegurando, al último, que “nomás los estaba midiendo”, refiriéndose a sus agresores. “Te robaron la pelea”, le dice El Mamacito a un boxeador que se pasó la mayor parte del combate en la lona. Jorge Vargas ocupa dos tercios de un texto para enmarcar (tanto, que desenmarca) la sonrisa del caballo de El Mamacito. Advierte que cuando alguien quiere comprar un caballo le hace el clásico sondeo del colmillo, “que consiste en levantar con los dedos… el belfo del bruto para analizar su colmillo, que es el que da idea de su edad”. El Caballo del Mamacito quedó como riéndose por nada a partir de que su dueño intentó venderlo durante los festejos a la Virgen de la Candelaria; los marchantes fueron innumerables, pero nadie lo quiso comprar.
En “El kinder”, el autor anuncia: “Amiguito: a través de esta relación me propongo enterarte de cómo El Mamacito aprendió el honesto oficio de chofer y de las peculiaridades de un bullanguero y añorado conjunto de tixtlecos que fueron conocidos como El kinder”. Y se va retratando y contando anécdotas de un grupo de tenderos que formaron la “excéntrica y original asociación que, con el correr del tiempo, se hizo célebre, cubriendo una importante era de la sociedad tixtleca”. ¿Y El Mamacito?, nos preguntamos los amiguitos lectores a la cuarta o quinta página. Sólo hasta la séptima el obsesivo pescador de memorias que es don Jorge reacciona y reconoce que, “por embelesarnos con las remembranzas del kinder, se nos olvidó nuestra tema central”, y dedica dos páginas al personaje del título.

La cazuela tixtleca

En cierta ocasión, un atoyaquense que llevaba de pasajero a Chilpancingo presumió la prosperidad de la costa: “Ahí no hay pobres. Sólo trabajan los que quieren”. A él le encantaba la carne de venado asada, y a la media hora de haber empuñado su escopeta ya tenía su antojo. “Consumo lo necesario para saciar mi gula y el resto lo reparto entre mis amistades. Otro día quizás sea jabalí, tapir o liebre. Si me empalaga la carne magra, me voy a la playa o a la laguna y entonces sí, había de ver los comelitones de robalo a las brasas, tortuga, iguana o camarones gigantes. Por esos parajes nadie se dora el lomo recogiendo hortalizas”… Su ocurrente compadre Rutilo sembró hoy, se echó a la hamaca “y a la semana las calabazas estaban tan grandes que se requirió la ayuda de una grúa para moverlas y echarlas en un torton de seis ejes…”
Mucho recuerda esta historia los numerosos chistes populares ubicados en una competencia internacional de capacidades y exageraciones, en las que el representante mexicano siempre supera en ingenio a gringos, chinos y tibetanos. Aquí es donde El Mamacito interrumpió al costeño y levantó el pendón de guerra tixtleco: uno de sus parientes –alardeó– cebaba en su patio dos docenas de venados que vino arriando desde el monte… Se va comiendo uno en cada acontecimiento que celebra”, y “viera usted, ya hasta nueva familia le ha llegado a la manada”. ¿Verduras?, uh, esas sí se dan en Tixtla, “en las amelgas de El Santuario se levantan cuatro cosechas al año” y “en época de lechugas sólo las consumen las gallinas”. Por lo que toca a las artesanías, El Mamacito no dudó en afirmar que en El Fortín trabajan el barro bien y bonito. “Hace una semana, nada menos, fueron a recoger una cazuela de tal tamaño que si se tira una piedra desde una orilla no llega a la otra…”
Al costeño se le hizo que el canijo chofer ora sí estaba exagerando y preguntó para qué necesitaban una cazuela tan grande.
Es que en Tixtla supimos que en Atoyac estaban cosechando calabazas de más de una tonelada de peso y supusimos que para cocerlas iban a necesitar una cazuela especial, empezó a contestar El Mamacito.

Cazador de versos

Un inusual cazador resulta El Mamacito, cuando tiene en la mira a un venado… pero en su rifle ya no quedan balas. En esta ocasión el maestro Vargas Moctezuma cuenta el cuento en sextetos rimados: ¡Oh infausto destino, / maldigo mi hado, / ni un cartucho tengo, / ni uno me ha quedado!… De ciruelas huesos / recogen mis manos, / al cañón las meto, / mi arma he cargado… Tiempo y versos después el protagonista avizorará, en una manada, al ciervo que balaceó con huesos de ciruela. Que cómo pudo identificar al cornudo entre tanto ciervo, ¿si todos los ciervos / son de color pardo?
He reconocido / al bello cervato (revela El Mamacito) / por la confidencia / que enseguida te hago: / sobre el terso lomo, / ya bien enraizados, / crecen dos ciruelos / bien desarrollados…

Reloj atómico

El arrojado chofer tiene que llegar a los alrededores de Apango, pero, desvelado, el cansancio lo vence; apaga el motor de su “vetusto carcamán” y se tira a descansar en la hierba. “Antes –explica–, me desabroché el reloj y lo coloqué en la rama de un arbusto adyacente, para divisar la hora sin cambiar de posición”.
“Transcurrieron los meses y otro buen día, al pasar por el sitio”, quiso revivir la aventura. “Sin esperar a arrepentirme, me bajé del vehículo y me tendí en el mismo colchón de hierba. Pero no concilié el sueño por un persistente tic-tac, tic-tac que me intranquilizó. Me puse de pie y escruté el panorama hasta que localicé, en lo alto del que ya se había convertido en un robusto árbol, mi reloj automático que, con el empuje del aire, su excitaba su cuerda ofreciéndome la hora sin haberse atrasado un solo segundo…”

Las apariciones del diablo

Decidido a “rematar la compilación con uno de aquellos escalofriantes relatos que por aquella época más de una vez me pusieron los pelos de punta”, don Jorge trae a colación a la mujer fatal que se aparecía en la carretera. El vestido, blanco, casi rozaba el suelo: la bella mujer no tenía pies y parecía flotar. Al chofer que la levantara le mostraba su esquelética fisonomía y lo acariciaba “hasta que el despavorido conductor perdía el control de su vehículo y terminaba chocándolo contra un árbol o lanzándolo al fondo del barranco”. ¡Claro que a El Mamacito también se le aparece la seductora y mortal damisela, y claro que él sí logró salir ileso!…
Cuentan que (como en Macario, de B. Traven, y en Fenga el Mago, de Tomás Arzola Nájera, entre muchos otros) el Enemigo acostumbra presentarse vestido de charro “cuando su elegido es persona de bien y no tiene argumentos para hacerle daño”. A mi papá, cuentan, lo subió como pluma a nancas de su caballo y en un dos por tres llegaron a las orillas del pueblo, donde el papá se dio de que iba montado sobre el aire… “Lo que platicas es la purita verdad”, asegura en este punto El Mamacito, porque da la casualidad de que a él también se le había aparecido el diablo.
Ya sabemos que, así como El Mamacito se expresa a través de Jorge Vargas Moctezuma, éste suelta la voz cuando habla El Mamacito, no se diga cuando le da por ilustrar el entorno histórico o social del sitio o la fecha donde el simpático chofer concibió una de sus pantagruélicas fantasías. En el último párrafo del cuaderno, El Mamacito relata su encuentro con el Maloso. Aquí, también, avizoramos la unidad narrativa añorada (por la que, en cambio, recibimos numerosa información) y las virtudes literarias de Jorge Vargas Moctezuma en su mejor hervor:
“Clarito escuché el rítmico chapoteo de las patas de su bruto –zacatecas, zacatecas, zacatecas…-, sólo que esta ocasión llevaba a otro tomado de la brida que me ofreció a condición de que se lo dejara amarrado en el primer poste del poblado de donde lo recogería más tarde porque él llevaba prisa a levantar a una persona próxima a morirse. Como el cielo estaba muy encapotado y los relámpagos alumbraban las negras nubes a punto de vaciar su contenido, acepté su ofrecimiento, saltando al lomo del animal, iniciando una apresurada caminata a través del encharcado sendero. Por lo silencioso del entorno, solamente oía el sonar de las patas del corcel –zacatecas, zacatecas, zacatecas…–. En ese instante cayó junto a mi espalda un rayo con su estruendoso fragor haciendo retumbar la tierra al tiempo que empezaron a caer gruesos goterones anunciando la inminente tormenta. Acicateé a mi montura para llegar lo antes posible a mi destino pero me extrañó que, aligerado su paso, sólo se oía –zaca, zaca, zaca…-. ¿Qué le ocurriría a mi bestia? Me pregunté. Descendiendo mi mirada para atisbar sus pisadas, con pasmo me percaté (de) que el rayo que me rozó momentos antes partió en dos a mi caballo quedando su trasero tirado en el río pero continuando la marcha con sus únicas dos patas delanteras, que, al hundirse en la enfangada senda, sólo se dejaba escuchar con sus acompasados zaca, zaca, zaca…”.

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