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Raymundo Riva Palacio

PORTARRETRATO

* El gobernador fallido

Javier Duarte no llega todavía a los 40 años de edad y su carrera política tiene escasos 17 años. No es técnicamente un improvisado, pero tiene esa falta de aplomo que se necesita cuando se llega a la cima. Duarte pertenece a la nueva generación política del PRI que se han formado detrás del perfil de Enrique Peña Nieto, pero que a diferencia de otros colegas del mismo molde en gobiernos estatales, galvaniza la crítica de los viejos sabios tricolores que lo consideran frívolo e incompetente.
El calificativo de frívolo se lo endilgan por la forma impulsiva y poco profunda con la que gobierna, y que muchas veces lo ha obligado a rectificar declaraciones inflamatorias. Se ha ido de bruces en declaraciones relacionadas con temas de seguridad, que tiene infectado su estado como nunca antes en su historia, y reaccionado en forma autoritaria cuando se ha visto desestabilizado. Por ejemplo cuando dos periodistas que generaron alarma por informaciones falsas que difundieron en las redes sociales, ordenó que los procesaran penalmente. Días después tuvo que desistirse por la ola crítica nacional que le cayó.
“Es un muchacho sin oficio”, dice uno de los políticos veteranos en activo del PRI. “Es uno de quienes inexplicablemente llegaron al poder”.
Duarte pertenece a una generación de jóvenes gobernantes del PRI que llegaron a la cima en forma meteórica, ante la vejez de un grupo compacto que se mantuvo en el poder durante casi 50 años sin permitir el relevo generacional. Con dos maestrías en la bolsa, Duarte entró a la política como asesor en la Coordinación General para la Promoción de la Participación Social en la Secretaría de Gobernación, de donde lo reclutó un paisano suyo, Fidel Herrera, quien lo hizo su secretario particular cuando llegó a la Cámara de Diputados.
Herrera tomó a ese joven bonachón y huérfano –su padre murió en el terremoto de 1985 en la ciudad de México– como su pupilo, a quien fue tallando para hacerlo algún día su sucesor. Enfilado hacia la candidatura para gobernador, Herrera lo mandó de regreso a Veracruz en 2004 como subsecretario de Finanzas del PRI estatal, lugar estratégico para sus ambiciones políticas, y al llegar al poder lo hizo subsecretario de Finanzas primero, y más adelante titular del despacho.
El gobernador siguió preparando a su delfín y lo hizo diputado, donde era su hombre en las negociaciones presupuestales. No pensaba hacer raíces en San Lázaro y, de hecho, cuando se empezaban a repartir tareas dentro de la fracción priista al inicio de la legislatura, le comentó al jefe de la bancada Francisco Rojas, que sólo estaría de paso, pues iría por la gubernatura. Rojas le dio tareas marginales.
El entonces diputado era insignificante para sus pares. No era uno de los gladiadores de la tribuna, ni tampoco de los arquitectos en la negociación. Era un diputado del montón sobre el cual Herrera tenía un proyecto. Viejo zorro de la política, Herrera unió a todas las fuerzas políticas del estado detrás de Duarte, quien se enfrentó al neopanista Miguel Ángel Yunes. La batalla por la gubernatura fue salvaje, pero no entre los dos candidatos, sino entre Yunes y su viejo amigo, convertido en enemigo jurado, el gobernador.
Yunes obtuvo la votación más alta en la historia del PAN en Veracruz, y sólo perdió porque enfrente tuvo los recursos políticos de Herrera, y el poder del gobernador. Duarte no ayudó mucho en la contienda, donde en el téte-a-téte con Yunes, siempre salió derrotado. Pese a ello, cuando llegó a la gubernatura no tardó mucho en desconocer a quien lo formó, lo impulsó y lo hizo gobernador.
Cuando se sentó en la silla del gobernador y vio el boquete financiero que le habían dejado, rápidamente se deslindó de su tutor y lo responsabilizó de todos sus males, particularmente de las arcas vacías. En materia de seguridad no se hizo bolas. Frente a la violencia y el narcotráfico que se extendía en Veracruz, permitió que la Marina se adueñara de toda la seguridad en el estado.
Duarte, entre aterrado por lo que lo rodeaba –había amenazas de muerte continuas– y su molestia con Herrera, aceptó del secretario de Marina, Francisco Saynez, órdenes que incluían pérdida de soberanía política. Duarte, que a veces parece un chamaco berrinchudo y egoísta con sus juguetes, trató alguna vez de encarar al almirante. Pero si quería que el estado se pacificara, le dijo una vez el secretario, tenía que hacer lo que le decía. Obedeció ya sin resistencia. Fue quitando a los jefes de policía que le señalaban, para que fueran remplazados por militares.
Al incrementarse la violencia en Veracruz y convertirse el estado en un campo de batalla, Duarte sólo cerró los ojos y apretó el corazón. En eso no se metería y que fuera el gobierno federal quien se encargara de la gobernabilidad. Él se dedicaría a plegarse ante Peña Nieto, tomar partido desde que estaba la contienda abierta y comenzar a pagar millones de pesos anuales en asesorías políticas. Contrató al ex gobernador de Oaxaca, José Murat, quien en últimas fechas preside muchas de las reuniones de gabinete, regaña e instruye, por “instrucciones” de Duarte, lo que ha generado tensiones adicionales.
El gobernador estaba en otras cosas, como servir a los intereses de Peña Nieto. Duarte está bajo la mirada de las autoridades federales, que sospechan que ha desviado dinero público para campañas políticas. Sigue abierta una investigación para determinar si los 25 millones de pesos que le decomisaron hace unos meses –ya se los regresaron– por sospecha de lavado de dinero, eran realmente para la campaña presidencial. A varios de sus funcionarios los han interrogado en la PGR, y en el Sistema de Administración Tributaria han revisado a varios de sus cercanos.
Duarte tiene prendidas dos veladoras para su futuro: la Marina, para el control de la seguridad del estado –el más violento en la nación en asesinatos de periodistas–, y en Peña Nieto, para que sea quien lo rescate financiera y políticamente. Para hacerse sentir más útil con el candidato y el PRI, recientemente se ofreció a ayudar a que el PRI ganara la gubernatura en Tabasco, y envió recursos al candidato Jesús Alí de la Torre.
Aun genuflexo, no convence. Irrita a muchos, no por su voz aguda, chillona, sino por la forma como ha destruido la política en un estado que tiene historia y tradición de buenos políticos. Veracruz se encuentra hoy en día en el centro de la discusión sobre lo que es un estado fallido, que siempre ha rechazado, y que se baña crecientemente en sangre, que él adjudica a factores externos o heredados. Él no es culpable, sino víctima. Si el estado no es fallido, su gestión hasta ahora, definitivamente, sí ha sido fallida.

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