Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE
 

*Dos novelas de Herminio Chávez Guerrero / 1

Montañeros

Apenas recibe su título de maestro normalista, Juan Brenes es enviado a dar clases a algún lugar de La Montaña guerrerense. Sabemos que el joven estudió en Iguala, ya que el día que se titula es 24 de febrero y “toda la ciudad” está adornada y lista para festejar el “nacimiento” de la Bandera Nacional. En su mochila lleva su vocación magisterial a toda prueba y la inquebrantable voluntad de enseñar y ayudar a los que lo necesiten. También, la ilusión de volver a ver a la novia que dejó en Iguala. Como no tiene familia, se despide de la anciana que lavaba su ropa como de una madre. Corre el año de 1937, quizá apenas va a terminar el 36.
Así empieza Montañeros (1961), la segunda novela de Herminio Chávez Guerrero. La primera fue Surianos (1953), ubicada en Tierra Caliente y Tepecoacuilco en los primeros años de la lucha independentista. Al maestro que llega a una comunidad indígena acosada por la sequía (o las tormentas), los caciques y la pobreza lo hemos visto en muchas novelas mexicanas y en varias guerrerenses, desde La sombra íntima (1951), de Juan R. Campuzano, hasta Allá en el río, de Juan Sánchez Andraca. Estas novelas ya conforman un triángulo crítico de los poderes regionales y del sistema educativo burocratizado y, por angas o mangas, deficiente o corrupto. Esto no obsta para que encontremos en ellas, en forma expresa (hasta constituir un minidiscurso) o entrelíneas (el docente comprende y conjunta la naturaleza y la cultura de un pueblo), al maestro como personaje preparado, sensible y heroico, el soldado de la educación (y el cambio social) que necesitaba el país, como planteaba el régimen cardenista.
Si Juan Brenes se tituló el viernes, el sábado ya estaba en Tlapa, o quizá en Chilapa: el tianguis del domingo le anuncia la miseria que encontrará en la comunidad donde empezará su labor educadora. El lunes, el supervisor (que despacha en la presidencia municipal) lo envía a crear y dirigir la escuela primaria de Tlacantepec, una comunidad perdida en la sierra. Lo acompañará Juan Antelmo de la Cruz, quien acaba de egresar de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Advertidos de la hostilidad de la naturaleza y la hambruna reinante (“si no llevan qué comer, no comen”), emprenden el largo viaje. Antes de llegar a Tlacantepec, los maestros escuchan un teponaxtle: Tlacantepec viene hacia ellos.
Encabezada por el teponaxtle y los viejos, decepcionada por la aridez de la tierra y latigueada por el hambre, la población huye de ahí, en busca de mejores tierras. El teponaxtle, la deidad de piedra que llevan en andas y los cánticos en lengua mixteca los harán intuir el sentido religioso de la insólita aventura que ha emprendido el pueblo al que vienen a alfabetizar. Al pueblo que, quiéranlo pobladores o no, habrán de ayudar en las buenas y en las malas. Están decididos a ir a donde Tlancatepec vaya y, no sin dificultades, son admitidos en la procesión. En el incierto camino encuentran otros montañeros, “hijastros de la tierra” como ellos.
Con todos, talan árboles, barbechan, siembran y construyen. Ya entonces plantea el maestro Juan: ¿por qué no levantar el pueblo en la llanura? ¿Por qué tiene que ser en montaña? Apenas empiezan a hacer vida en el espacio rasurado del monte cuando ocurre un eclipse lunar. Para los brujos mixtecos, en el cielo se libraba una terrible batalla entre la Luna y la Tierra, “que podría ocasionar desgracias” a quienes la contemplen. “Las luces de los hachones mueren con la fuerza del soplo de los que huyen a esconderse; las mujeres en cinta se encajan en la pretina de las enaguas un objeto de fierro para proteger el fruto de sus entrañas, pues la Luna le puede ‘comer’ al niño en gestación los dedos o algún labio; los escarpadillos y las cosas deben enterrarse para que las milpas no mueran ni se marchiten con el enojo del satélite; los viejos tienen la obligación, si no quieren morir aún, de tirarse de espaldas con los brazos abiertos en cruz; el fuego es apagado en todos los hogares para que la Luna no pueda localizar a su enemiga; debe guardarse silencio profundo porque cualquier voz o ruido será suficiente para que…”
Brenes sale a la calle y los brujos lo acusan de “lamparearle” a la Luna. El pueblo es azotado por una tormenta y, “en venganza” por la humillación sufrida, con el agua, la montaña se le viene encima. Los brujos golpean y expulsan a Juan Brenes del grupo, “por traidor”. El maestro llega a la cabecera municipal tras cuatro días de caminata. El supervisor le designa plaza de director en otro lugar, pero él sólo está dispuesto a aceptar su reasignación en la trashumante plaza de Tlacantepec. Para zanjar el caso, encabezados por niños y viejos con quienes había compartido sus conocimientos sobre astrología y por quienes creían en él, Brenes regresa al pueblo. Los brujos que intentaron asesinarlo reciben “su merecido” y Juan ocupa su sitio, la dirección espiritual de Tlacontepec.
En la supervisión, que quedaba en la presidencia municipal, el mismo alcalde reafirma a Juan que “la comunidad lo espera”, y “aprovecho –siguió– la presencia de ustedes para hacerles saber que el señor Gobernador del estado simpatiza con la idea de dotar de tierras a los montañeros y para efecto autoriza para que se ocupen las baldías, en la inteligencia de que tendrán todo su apoyo, mientras las autoridades competentes toman por su cuenta la resolución de este problema. Ustedes, compañeros, ¿qué han resuelto hacer con su comunidad?
“–Precisamente eso, señor: sacarlos de la sierra”, contestó el maestro Brenes, complacido.

Renacer en la costa

Tlancotepec inicia una peregrinación hacia llanuras o planicies más bondadosas. “Tres hombres de razas distintas tras un mismo fin, como si la sangre de México conjugada en un solo corazón se moviera a un mismo ritmo y dijera: ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!”… “¡La esencia de nuestro ser!” Por la Sierra Madre llegan a la Costa Chica. Pronto se juntan con unos mulatos que huyen por un asunto “religioso”: la muñeca que un niño pintó para jugar, en piedra, es encontrada y venerada por la gente como una aparición milagrosa. Cuando se inaugura su capilla y los mulatos conocen a la supuesta virgen y exclaman: “¡Ea! ¡La muñeca que pintó Juan!”, y la fanaticada se les va encima. A excepción de Juan, los mulatos lograron escapar de su rabia asesina… La reunión puede resultar buena para los dos grupos, considerando que aquí no hay más ley que la de las armas y –aventura un mulato- que los mixtecos “sólo amagan, nunca matan”.
Pretenden instalarse en Río Angosto, no muy lejos del mar, junto a caseríos de mestizos, pero son rechazados por el cacique. Éste se apellida Brennes y dirige una banda de asesinos que trae asolada a la población negroide. Y aquí, con Juan, los lectores nos enteramos de que, antes que ser huérfano, Juan Brenes fue enviado (a los cuatro años) a un asilo por Yon Brennes, un extranjero que el mismo día que se casó con su mamá hizo asesinar a sus suegros, cuyas propiedades y riqueza usurpó luego de matar a su esposa. Se parecen, pero sólo físicamente. “¡Robavacas!”, grita el maestro y, en la confrontación, Yon Brennes le mete una bala en la rodilla a Juan Brenes y envía a sus bandoleros a masacrar a los de Tlancotepec y a los mulatos que se les habían juntado. Cuando todo parece terminar para el maestro y los demás, aparece una columna de soldados y una santa paz se hace en el lugar. “El bandeño se escabulló como venado, siguiendo la dirección del Río Angosto”, como para recordar que “los demonios andan sueltos”.
Enseguida leemos: “Desde la orilla occidental del Velero hasta los almendros que se levantaban como quitasol en el centro del poblado, la gente de Río Angosto estaba tendida en doble valla, portando en sus manos ramilletes de lirios y azucenas de las recogidas en las Ciénegas y pantanos que bordeaban el río; estaban mezclados sin tomar en cuenta diferencias raciales y sólo unidos ahora por el júbilo, como antes lo estuvieron en la adversidad. Negros de Río Angosto y mixtecos de Tlancatepec ahora era una sola familia; la lucha por la tierra había despertado en todos el instinto gregario que, aunque congénito, no deja a veces sino rescoldos”.
“A partir de aquella fecha el barrio tomaba el aspecto de un pueblo pujante al que apenas hubieran desencadenado; su potencia neutralizada por muchos siglos había estampado en la ambición de los humildes el sello… de la lucha y el deseo de ser dueño de su propio destino. También en los pueblos vecinos hubo despertar; la Costa Chica renacía”.

La vocación por delante

Una romántica emoción (para esbozar la otredad sentimental, para sugerir el regreso obligado, para representar la esperanza) hace que los maestros de las novelas mencionadas tengan una novia lejana e ideal. El profesor de Juan R. Campuzano se la pasa pensando en Tacuara. Maestros o no, los personajes de Juan Sánchez Andraca viven platónicamente obsesionados por Concha y sus ojos verdes. La dama de pensamientos de Chávez Guerrero aparece en las primeras páginas y no reaparece sino casi al final de la novela. Ni nombre tiene. Después de todo, a Juan Brenes lo estremece su vocación educativa y sus ganas de servirle a la gente humilde: un día recibió un documento del Ministerio de Educación (fechado en noviembre de 1937), en el que leyó que “por razones del servicio y tomando en consideración su elevado espíritu de trabajo, me permito comunicarle que, por acuerdo superior, debe usted pasar con su mismo carácter a fundar la Escuela Rural de El Oyamel, en la zona mixteca de ese propio Estado”. Sólo unas horas lucha contra la “angustia mortal” que le proporcionan los últimos renglones del documento, esos donde el jefe de Departamento reconoce su labor y lo invita a que siga por ese camino, que es el que llevará a nuestra patria a la meta que se le tiene señalada”.
“Aquella misma noche, sin decírselo a nadie, el maestro decidió partir”. Los mixtecos de El Oyamel lo esperaban.

Bosque de prosopopeyas

Mientras relata los problemas que el pueblo debe resolver paso a paso y las vicisitudes de los maestros en la comunidad, Herminio Chávez Guerrero va sembrando imágenes de las creencias religiosas, las costumbres y las leyendas mixtecas. La descripción del paisaje puede ser brutal, pero en la pluma de Chávez adquiere la categoría de personaje permanente que interactúa con la gente. En la naturaleza, contra la naturaleza avanza el pueblo de Tlancotepec; cae, casi muere de hambre, y se levanta. Su mitología y sus referencias cotidianas, su esperanza están en la naturaleza que los protege, alimenta y destruye. “La luna fría y pálida le da al monte mayor temeridad dibujando con cautela las siluetas cónicas de los oyameles y también la sombra del campesino que se detiene a medio patio, silencioso como su raza, como si le estuviera confiando a algún personaje invisible su amarga tragedia, la tragedia de todos los montañeros”. La naturaleza se imbrica tanto con los montañeros y con estilo de Chávez Guerrero que los pasos están sembrados de prosopopeyas: los elementos de la naturaleza parecen actuar con vida y personalidad propias. Va un ejemplo, con todo y tarjeta postal: “Las casas con alas de golondrina en vuelo, lucen como pollas asustadas en líneas convergentes hacia el centro de la ciudad donde la parroquia, como gallina clueca, extiende sus alas protegiendo a sus hijastras. Algunas palmeras tiñen de oro viejo los flecos de sus arcos; por las huertas bandadas de pájaros van devorando los frutos de los guayabos y los chicozapotes y el río se sonríe al ver que las vacas y los potros al asomarse a su límpido espejo, se espantan al verse retratados en él”. No sólo ríos que sonríen, caminos que buscan, mañanitas costeñas que estrenan vestidos de perlas de rocío (el océano es su rebozo azul), vientos que corren a encontrar a los viajeros como perros a sus amos, estrellas que se despiden o calculan la hora mientras caminan, no sólo el mar que monologa como loco divino; también, además de la parroquia con complejo de madrastra, caminos polvorientos que se topan con callejuelas que su vez se burlan de las chozas o puertas que abren la boca con ganas de engullir el patio o como bostezando de sueño y otras construcciones que a través de la mirada de Chávez revelan la esquiva utilidad de su existencia y el perfil más inmediato de sus humanos misterios…
De Montañeros, de Herminio Chávez Guerrero, quedan en el tintero paisajes, conflictos, personajes secundarios, coplas y leyendas. Como aquí ya no cabe ni el Pájaro Cucú, lo vamos a dejar para otra pozolada.

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