Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

El resultado será gritos y llantos

Tratando de averiguar el ánimo de los igualtecos frente al incremento de la violencia a pesar de tanto gendarme que ha llegado para velar por la seguridad, pregunté a un vecino de aquella ciudad cómo estaba el ambiente, me dijo apesumbrado.
–Continúa el temor, la zozobra es permanente y la tranquilidad está lejos de llegar.
–Oiga, pero acabo de leer las declaraciones del delegado de la PGR y asegura que con la presencia de la Gendarmería habrá resultados.
–Bueno, eso ya casi nadie lo duda, y será de gritos y llantos.
–No entiendo eso que me dice.
–¿El resultado será de gritos y llantos?
–Todo sucederá en nueve meses, continuó diciendo el entrevistado ante mi perplejidad que crecía.
–Pero ¿a qué se refiere con eso de que el resultado será de gritos y llantos dentro de nueve meses?, insistí.
–Yo nomás repito lo que la gente dice: los gendarmes nomás se dedican a enamorar a las jovencitas, parece que a eso los trajeron, porque los delincuentes pasan frente a sus narices y ellos ni los ven de tan entretenidos.
–Y eso qué tiene que ver con los nueve meses, y los gritos y los llantos, ya me intrigó, le digo.
–Muy fácil de entender, no ve que los embarazos se resuelven a los nueve meses, los gritos son de las mujeres cuando paren y el llanto de los niños cuando nacen.

¿Bon ice?

Entre la infinidad de pregones que se escuchan en la ciudad, los niños y jóvenes de hoy han crecido y se han acostumbrado al pregón del vendedor de helados con overol de una sola pieza, de colores llamativos, que arrastra el cajón habilitado con llantas para transportar los helados dulcísimos de grosella, piña y uva, mango con chamoy, piña colada y fresa de la marca Bon ice.
Al caminar por las calles el vendedor de helados que jala el carrito hace sonar unas campanillas cuyo tintineo se acompaña con el grito cadencioso e interrogativo de ¿bonais?, ¿bonais?, que para nadie pasa desapercibido.
Fue ése tintineo de las campanillas y el grito característicos del vendedor de helados que se escucha como parte de la vida urbana, lo que salvó el muchacho de la capital cuando creía todo perdido, víctima del miedo que le provocó verse sólo en despoblado, cuando estaba a punto de obscurecer.
El muchacho cursaba el último año de la carrera de ingeniero en la Universidad Autónoma de Guerrero y cumplía con el servicio social aplicando encuestas en un poblado cercano a la capital.
Un día que le urgía terminar el trabajo viajó sólo hasta el pueblo de San Vicente y se dedicó a visitar casa por casa a los vecinos como era su tarea.
Cuando el joven terminó su tarea ya era tarde, pero estaba tan contento de su logro que no le importó mayor cosa haberse olvidado de comer.
–Total –decía para sus adentros–, llegando a mi casa me repongo, mientras caminaba rumbo a la salida del pueblo, donde esperaba abordar la camioneta pasajera.
El joven en sus prisas no había averiguado el horario de salidas del servicio de transporte, porque acostumbrado a la vida de la capital, no reparó pronto que se encontraba en el mundo rural, no en el urbano.
Llevaba buen rato el estudiante esperando el paso de la camioneta pasajera en las afueras del poblado, y como ésta no aparecía, consideró que lo más adecuado era avanzar por su cuenta en el camino de regreso.
Ya obscurecía cuando el muchacho comenzó a sentir cansancio, y entonces le sucedieron dos cosas a un tiempo, se dio cuenta de que oscurecía, y por primera vez pensó que quizá el horario de servicio de la camioneta del transporte había concluido.
El muchacho estaba ya bastante lejos del pueblo como para pensar en regresarse, pero ningún alivio encontraba en la idea de continuar caminando en la oscuridad de la noche, pensando en el riesgo de perderse, o de ser asaltado, o de morirse de sed, o de sucumbir ante el miedo.
A medida que iba dándose cuenta de su soledad el joven comenzó a sentirse presa del miedo, y más cuando empezó a escuchar los ruidos que son propios de la noche en el campo.
El primer sobresalto lo vivió cuando el pájaro aquel que los lugareños conocen como Tapacaminos se asentaba aleteando en su delante con los ojos brillosos y rojos.
Después fue el cucú del pájaro copetón que lo asustó porque parecía que le hablaba o se burlaba de él.
El muchacho estaba a punto de sentarse a llorar víctima del miedo cuando escuchó un sonido que se le hizo familiar. Era el tintineo de campanillas que cada vez se hacía más claro en sus oídos, y eso le sobresaltó el corazón porque se trataba del mismo ruido asociado a la vida de la ciudad, y aunque no entendía bien de qué se trataba, su emoción era indescriptible.
Cuando el jóven escuchó la voz humana unida al sonido de las campanillas en ése lugar solitario: ¡bonais!, ¡bonais! Pensó que no era más que su deseo de volver a la civilización, pues quien va a pensar que un vendedor de helados va a caminar por éste lugar solitario, de noche y tan alejado de la ciudad, pensaba su lado racional mientras el de los deseos pedía con fuerza que lo escuchado fuera real.
En ése mar de pensamientos nadaba el joven estudiante cuando el milagro sucedió: junto a él pasó el heladero jalando su carrito y sintiéndose salvado por encontrarse una compañía en el camino cuando también se sentía perdido en medio de la nada y en la oscuridad de la noche.
Ya acompañados continuaron el camino dándose valor, y cada vez que escuchaban un ruido raro, instintivamente hacían sonar las campanillas gritando al únisono: ¿bonais? ¿bonais?

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