Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* La poesía en una tierra cubierta de montañas*

Guerrero para todos los
tiempos

En 1949 el estado de Guerrero cumplió cien años. Rafael Catalán Calvo (1941-1945) y Baltazar R. Leyva Mancilla son los primeros mandatarios que lograron terminar su periodo constitucional en la etapa posrevolucionaria. Se habían fortalecido las instituciones y el nacionalismo. Hay obra pública, comunicaciones (ya se había abierto la carretera México-Acapulco) y predominaba la educación técnica… A cien años de su conformación como entidad federativa, el proyecto cultural de Ignacio Manuel Altamirano parece recobrar vida en el sur que lo vio nacer.
El triunfador de las Fiestas del Centenario del estado de Guerrero fue Rubén Mora Gutiérrez (1910-1958), con Canto a Guerrero para todos los tiempos. Las Fiestas reunieron a los municipios, que llevaron a la capital del estado sus bailes, sus danzas, sus trovadores, su artesanía, sus productos agropecuarios, sus guisos. Se conmemoraba el proceso histórico, el asentamiento de las instituciones, el despegue económico, las nuevas propuestas educativas. Rubén Mora declamó su poema “durante la cena de gala en que estuvieron presentes representantes del gobierno federal, los integrantes de la Cámara de Diputados, los miembros del Poder Judicial, así como los 72 presidentes municipales y las 72 candidatas a reina de las fiestas” (FJLR). En este escenario de cohesión política y espíritu popular, Canto a Guerrero para todos los tiempos adquiría una fuerte dimensión extraliteraria, por su elevado timbre cívico y su expresa legitimización política. El poema se expande entre los guerrerenses tanto como ha sucedido con su mismo público y como el tema histórico-institucional característico de su lirismo épico, el estado de Guerrero. En este circuito cerrado, con el texto aparenta llegar a la madurez el canto dedicado a las gestas históricas, los héroes, la naturaleza, los pueblos, asuntos que, con las costumbres, la fauna y la flora, han desvelado a casi todos los poetas surianos, desde Altamirano hasta nuestros días.
Con Mora Gutiérrez, los poetas nacidos entre 1910 y 1920 son los herederos conspicuos de esta tradición. Ellos habrían publicado sus primeros poemas en los años treinta y cuarenta. El magisterio y el periodismo es una referencia común entre Mora, Isaac Palacios Martínez (1911-1998), Celedonio Serrano Martínez (1913-2001), Juan García Jiménez (1916-1967), Marcial Ríos Valencia (1917-1999), Manuel M. Reynoso (1907-1987) y Lamberto Alarcón (1905-1981); la abogacía y la política es la de Alejandro Gómez Maganda (1910-1984) y Arturo Adame Rodríguez (1913-1994). De ambos publicamos textos de tono íntimo y familiar. Éste es el propio de la escueta obra poética de Adame Rodríguez y la excepción –por su flexibilidad, su nostalgia y franqueza traslúcidas– en el caudal retórico del versátil Gómez Maganda, quien en las Fiestas del Centenario obtuvo el primer lugar en novela.
Rubén Mora y Juan García Jiménez comparten, además, la enorme popularidad de algunos de sus poemas. Uno de los más conocidos y declamados por los guerrerenses es Canto Criollo, de Mora, el cual se ensamblaría y completaría con el Canto a Guerrero para todos los tiempos, cuya vértebra temática es la historia del estado. En él Mora convoca paisajes, pueblos, frutos, vestidos, fauna, artesanía, costumbres, tradiciones, que en el bullicio de una feria popular acuden a través de versos sencillos e imágenes regionales rápidas y oblicuas. Distribuido en diez sonetos octasílabos, Canto Criollo es considerado “el himno guerrerense”.
Si toda la obra de Mora está sembrada de términos y referencias provincianas y campiranas, esta tendencia se agranda y personifica en La potranquita y El tlacololero, acaso por el uso de la primera persona del singular. Cumple así, otra vez, a su modo, una petición que ya había hecho Altamirano: darle categoría artística al lenguaje popular.

¡…garre sus tilichis y como de rayo se me va a l´escuela!

Sería Juan García Jiménez, sin embargo, quien llevaría a extremos técnicos y ontológicos esta tendencia del lenguaje, de la mano con Aurelio González Carrasco, Antonio Guzmán Aguilera y Carlos Rivas Larrauri, que en los años 1930 personificaron en México lo que se ha dado en llamar poesía vernácula. Bajo el modelo célebre de La Chacha Micaila y Por qué me quité del vicio, García Jiménez dispone la gran mayoría de sus poemas en un entramado narrativo y costumbrista, en el que voces y giros lingüísticos campiranos son transcritos “tal como suenan”. La técnica –cuyas primeras muestras en México datan de fines del siglo XVIII y del que, en el populoso ambiente urbano, Guillermo Prieto es el ejemplo y colmo decimonónico– se entronizaría graciosamente años más tarde en El Negro, del también costachiquense Joaquín Álvarez Añorve, donde el elemento efectista es el tono paródico y los giros lingüísticos costeños.
En Gajo de amor en el trópico, Canción de amanecer y Atavismo, García Jiménez se aleja de la vernácula y la fonética, no del inamovible escenario de sus figuraciones literarias: la naturaleza. Estos poemas son muestra de la versatilidad y vuelo de su talento poético y, al tiempo, de otra instancia de la naturaleza en las letras surianas. Hagamos una cadena de memorias.

La poesía de lo verdadero

Los poetas guerrerenses han visto y sentido la naturaleza de diversas maneras. Ha sido la Naturaleza, con mayúscula, en la que Altamirano veía a la “poesía de lo verdadero” y que, sobre todo a cierta brillante hora del día y del espíritu, en todos los poetas y caminantes del mundo deja escrita la sentencia de su claro misterio: “en una hoja que se estremece en el árbol está el genio de la creación”. Es una revelación y, aunque se mantiene en el límite de la hipérbole, su representación verbal tiende a la majestuosidad. El poeta exclama y canta. Sale de sí con su canto, con el que se integra a la cósmica vitalidad de la Naturaleza. También opera en forma inversa: trae la Naturaleza a él. Hace de su contorno natural un espejo sensible de su propio estado de ánimo. “Si la interiorización romántica se extrema, el poema descriptivo se vuelve sentimental”.

¡Revienta en polen, como en luces de oro!

Junto a estas grandes estancias de la Naturaleza con letra mayúscula, la poesía guerrerense registra otras de la naturaleza con minúscula. En la diversa graduación de cada época y de cada poeta, podemos advertir paisajes diferentes, así se trate del mismo. Altamirano rescata y en sus poemas dispuso a la Naturaleza a la medida de su sugerencia cósmica y majestuosidad. Pedía estudiarla, “copiarla y acentuar la verdad de sus manifestaciones, con la belleza ideal que es la poesía de lo verdadero”. Poner sobre la mesa nuestro paisaje, con su originalidad y grandeza, ampliaría la fuerza y el espectro del alma nacional: ahí residía su utilidad social. En su creciente selección o imbricamiento, en el repertorio suriano podemos distinguir cómo, en el vaivén poético, la Naturaleza se irá cargando de sentidos sociales expresos. El supuesto camino va del “trópico lánguido” de Al Atoyac (1864) a los kilómetros cuadrados de campo que deberán producir más por la aplicación de técnicas agrícolas modernas y por la asesoría de “promotores industriosos” de un poema que Rubén Mora dedicó a la primera generación de alumnos de la Escuela Agropecuaria (1957).
En el hipotético camino hay escenas primaverales (Salustio Carrasco, Alfredo Castañeda); gozosas particularizaciones de su flora (El maíz, La lima reina, de Palacios Martínez; La tapayola, de Norberto García Jiménez (1905-1984)) y su fauna (Los cocuyos, del mismo Carrasco; La mariposa, de Leopoldo Estrada; El caimán, de Reynoso); jardines plenos de “sueños de tramonto” (Torres Hernández); móviles naturalezas submarinas (Estrada); cornucópicos motivos de añoranzas (Al laurel de Chilpancingo, de Alarcón); cielos y montañas tan altas como las del esfuerzo social (Eusebio S. Almonte) o águilas ejemplares del espíritu humano (Carlos G. Gómez)…
Insistamos: con el gesto magnificente y perenne de la naturaleza se mimetizaban las principales acciones y personajes históricos del estado, la renovada noción de progreso, la nobleza y estoicidad de la raza (asuntos exclusivos del declamatorio El último tenochca, de Catalina Pastrana). La balanza de la expresión literaria podrá inclinarse hacia el paisaje o hacia el retrato heroico, aunque los textos tengan un mismo título, como ocurre con Canto al Estado de Guerrero de Heliodoro Herrera y Marcial Ríos Valencia.
La inmensidad de la Naturaleza cubre prácticamente todos los caminos del sur.

En el tractor del desarrollo

Y no era para menos. En 1940 la población guerrerense es preponderantemente rural: alcanza el 85 por ciento. El 90 por ciento de la fuerza de trabajo se emplea en labores agropecuarias. La carretera México-Acapulco, inaugurada en 1928, junto a la construcción de vías internas, contribuiría a la comercialización de los productos  y a la siembra de nuevos cultivos. El presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) aplicó una especial dinámica a la reforma agraria, que tuvo un fuerte impacto social. Se forman ejidos, cooperativas.
La base de la economía guerrerense es, pues, el sector agropecuario, y hacia su fortalecimiento y consolidación se dirigirán los planes educativos. Unos datos al tiro: en 1930 se inaugura la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa y se realiza el Primer Congreso Pedagógico. La educación socialista acentúa la proyección de servicio social de enseñanza. Luego llegarían la Campaña de Alfabetización y los Libros de Texto Gratuitos. En un intento de abatir el tremendo 85 por ciento de analfabetismo, Catalán Calvo habilitará a casi tres mil 500 maestros, cuya misión será capacitar para la explotación de los recursos naturales.
El precario espacio público de que gozaban los poetas se amplió considerablemente en la década de los cuarenta. Naturaleza, historia, sociedad; materia, espíritu y trabajo, cerrarán con la poesía el circuito de la emoción colectiva. El latir cívico cobrará singular fuerza bajo los acordes de su decantado destino social. Los poetas darán textos redondos como soles. Por eso la señalización simbólica –al tiempo que resume, proyecta– del Canto a Guerrero para todos los tiempos que Rubén Mora declamó en las Fiestas del Centenario. Diez años después, el propio Mora se encargaría de dar otra vuelta de tuerca social y políticamente útil a la maquinaria poética: la vocación magisterial (“entonces era un apostolado”) y el espíritu cívico que compartió con sus contemporáneos se expresaría en una dirección tecnológica y aun didáctica concreta. Ante la primera generación de promotores agropecuarios de Guerrero, Mora casi olvida la poesía –no digo la rima– y apunta que:

El ganado de todos
los corrales
tendrá su porvenir asegurado
frente a las epidemias o
los males
que atacan al ganado
y hacen sus
rendimientos desiguales.
Las inseminaciones,
día a día
mejorarán la cría
empleando procesos
de artificio
y de la adecuación
en la vacuna,
saldrán inmunizadas
una a una
las reses, las ovejas y
las cabras.
Pudiendo comprobar
el beneficio
con hechos, no tan sólo
con palabras.

Es 1957. El optimismo rubenmoriano abre surco con el tractor nacionalista de Cárdenas, de la política desarrollista de Miguel Alemán. Sin embargo, El tlacololero, publicado en 1947 y cuyo campo huele a pólvora quemada de la Revolución, a fracaso del reparto agrario, seguía presente en el ánimo popular. Escribe Mora:

¡Oye los tlacololeros,
que triste pitando van!
Por ser los capitoleros,
se quedaron como están,
pensando bajo sus cueros
en qué tierra sembrarán…
A mí me pasó lo mismo
debido a mi suerte perra:
me ilusionó un espejismo
y me ganaron la guerra.
Hoy no me queda
un guarismo de superficie
de tierra.

En 1959 Juan García Jiménez, cuya emotividad metafórica campirana oscilaba entre la ternura y el drama, traería a escena Gorgonio, otro tlacololero atribulado.
Gorgonio y su referencia inmediata son siameses: “Hacia finales de los años sesenta, el agotamiento del modelo desarrollista, que se reflejó en una crisis de  la agricultura, golpeaba severamente a la economía campesina y aceleraba el éxodo rural” (Teresa Estrada). Ante los campos mustios; / los cerros, pelones; / las trojes, vacías; / la noria sin agua y más pior los surcos, Gorgonio decide ir “a probar suerte” como piscador a las huertas de Estados Unidos.

De vuelta,
vido triste el pueblo…
sin luz, sin escuela…
Sin una sola alma, las casas
de junto…
Todos se bían ido…
Todos… ¡de braceros…!
¿brazos pa la tierra?
¡ya no bía ninguno!

* Fragmento de Yo vengo de una tierra cubierta de montañas, Poesía guerrerense –de Altamirano a Villela–, de inminente  republicación.

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