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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

* Medio año de Ayotzinapa:
¿dónde están?

 

El 18 de marzo, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes enviado a México por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos concluyó que la matanza y desaparición de estudiantes de la Normal de Ayotzinapa es un caso de desaparición forzada y lesa humanidad, y solicitó al gobierno cambiar a esa clasificación los delitos por los cuales están procesadas 104 personas, lo que todavía no sucede.
Formalmente originada ese mismo día 18, pero dada a conocer el día 22, la Procuraduría General de la República ofreció una primera respuesta negativa al planteamiento de la CIDH, en la cual sostiene que por más aberrantes que resulten los hechos, “no podrán ser tipificados como delito de lesa humanidad” (La Jornada, 22 de marzo de 2015).
Si no es delito de lesa humanidad el crimen más espantoso ocurrido en la historia del país que llevó al sacrificio a 46 estudiantes y produjo indignación en todo el mundo, ¿entonces qué podrá serlo?
Ese interés reduccionista, que refleja la ausencia de un compromiso con la defensa de los derechos humanos, ha marcado durante seis meses las reacciones del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto a los acontecimientos del 26 y 27 de septiembre de 2014 en Iguala. Ha sido medio año en el que, en la práctica, se ha producido una denegación de la justicia. En lugar de situarse junto a los agraviados y demandantes de la ley, el gobierno de Peña Nieto abrió una querella contra ellos y decidió usar todos los recursos del Estado, incluso la fuerza pública, para acallar las protestas.
El grupo de expertos de la CIDH también advirtió en su primer informe que “todavía no tenemos una certeza de lo que ha pasado con el conjunto de los 43 normalistas”, lo que derrumba la pretensión del gobierno de cerrar el caso con la versión oficial de la incineración en el basurero de Cocula y el arresto del ex alcalde perredista de Iguala y sus cómplices del cártel Guerreros Unidos.
La intervención de la CIDH resultará crucial para enmendar las distorsiones en que ha incurrido el gobierno movido por su afán de liberar de posibles responsabilidades al Estado (al Ejército, a la Policía Federal, al ex gobernador Ángel Aguirre Rivero, a otras autoridades civiles) y desembarazarse del caso cuanto antes por el efecto negativo que genera en la imagen internacional de Peña Nieto.
La “verdad histórica” presentada por la PGR en enero tiene todas las características de haber sido fabricada con ese objetivo, para constreñir la realidad de los hechos a simples acciones de delincuencia y asesinato, aberrantes pero “aisladas”. Es imposible saber cuánto de lo que contiene esa versión oficial es verdad y cuánto mentira, pero las dudas que deja son tan grandes y significativas que destruyen la verosimilitud a que aspiraba el gobierno.
En una sociedad en la que prevalece la incredulidad y la desconfianza, como admitió hace poco Peña Nieto, las autoridades debían saber que una simulación de tal magnitud no iba a ser aceptada, como no lo fue. Antes que el grupo de la CIDH, el equipo de forenses argentinos había advertido hace algunas semanas que la investigación realizada por la PGR está contaminada por intereses ajenos a la búsqueda de la verdad, e incluso que tratan de evitar que tal verdad se conozca.
Sin embargo, a seis meses de la matanza y la desaparición de los estudiantes, el gobierno ha radicalizado su posición y no da muestras de estar dispuesto a rectificar y profundizar la investigación ni las conclusiones de la PGR, ni a ampliar el foco de las responsabilidades, ni a correr el riesgo de que los militares resulten involucrados. En castellano, lo que pretende es exactamente lo que niega: que ha cerrado el caso. Actitud que choca con el acuerdo institucional que permitió la presencia de los expertos de la CIDH, cuyas recomendaciones y resoluciones son, tendrían que ser, de acatamiento obligatorio para el gobierno de Peña Nieto.
En congruencia con esa posición, la PGR reiteró ayer que ha “realizado una investigación transparente, exhaustiva y apegada a derecho”, y expuso las estadísticas del expediente: 104 detenidos, 25 averiguaciones previas, 414 declaraciones ministeriales, 510 dictámenes periciales y nueve órdenes de aprehensión pendientes de ejecutar, todo lo cual “demuestra el compromiso por sancionar de manera contundente estas conductas delictivas”.
Pese a esos procedimientos, lo cierto es que a la fecha nada de lo que han hecho el gobierno y la Procuraduría satisfacen la demanda de los padres de encontrar a sus hijos, ni la necesidad social de establecer con certeza la suerte de los estudiantes.
La versión de la PGR y la postura de los padres acompañados por generosas porciones de la sociedad que a pesar del desgaste no los dejan solos, siguen siendo irreconciliables. Insensible, el gobierno desoye a los padres mientras las preguntas se acumulan, que son las mismas de hace seis meses. ¿En qué parte del mundo 43 jóvenes pueden ser detenidos por la policía y luego entregados a un grupo criminal, y éste trasladarlos a un basurero para matarlos y arrojarlos a una hoguera de grandes dimensiones, sin que se den cuenta otras fuerzas e instituciones de seguridad de las diversas que confluyen en una ciudad? ¿Qué Ejército ciego era el que estaba esa noche en Iguala, que no se dio cuenta de cómo en sus narices los jóvenes eran llevados a la hoguera? ¿Dónde estaba la Policía Federal que no se dio cuenta de ese trasiego de seres humanos que duró horas? ¿Cómo pudieron los criminales ejecutar la quemazón en medio del aguacero que cayó aquella madrugada en Cocula? ¿Por qué motivo o razón decidieron los sicarios incinerar los cadáveres, cuando están acostumbrados a abandonar los cuerpos o a enterrarlos en fosas clandestinas? ¿Con qué objetivo atacaron y mataron a los jóvenes?
Medio año después del 26 de septiembre, la única certeza es que el caso Ayotzinapa no ha sido aclarado, que el gobierno sigue entrampado en su incapacidad para resolverlo e impartir justicia a plenitud, y que la pregunta central sigue siendo la misma: ¿dónde están los estudiantes?

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