Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

 

Calidad de Vida

Mi amigo Luis vino de Culiacán a trabajar con nosotros a Morelia. El proyecto en el que nos involucramos durante el gobierno de Lázaro Cárdenas Batel en el año 2003 se llamaba Educación Informal y Calidad de Vida. Con él se buscaba incorporar a la sociedad civil organizada en una amplia tarea educativa que el gobierno debía apoyar con miras a fortalecer el tejido social ya entonces tan vulnerado.
La incomprensión de la burocracia sobre la trascendencia del proyecto o quizá debido a eso mismo, impidió que el mismo probara sus bondades, cancelándolo a los pocos meses de nacer, pero eso es otra historia.
En ese tiempo la violencia urbana era ya un asunto cotidiano y los términos usados por la delincuencia organizada formaban parte del habla popular.
Un día que entablé conversación con las vecinas formadas en la cola de las tortillas de una colonia popular en la capital, quise saber más acerca de la ocupación de su maridos y con toda la naturalidad del mundo una de ellas me respondió:
–Mi marido trabaja de limpiador.
–¿De limpiador?, qué hace exactamente, pregunté.
–Es quien se encarga de quitar de en medio a los enemigos del patrón.
Con esa respuesta no quise seguir preguntando más porque ya antes había escuchado cuando una de ellas preguntó a la otra por lo manchados de negro que tenía los dedos de la mano.
–Así te quedan en el trabajo de rayado para sacar la goma, es difícil de quitar.
Como no creí que se refiriera a las rayas que uno hace cuando está aprendiendo a escribir, pensé para mis adentros que era mejor ser cauto en los comentarios.
Mi amigo Luis, por su parte, vivía sus propias experiencias en la capital michoacana. Una vez me platicó que víctima del miedo casi se tiró de la combi para escapar de un presunto asalto cuya veracidad no quiso comprobar porque antes prefirió tirarse de un vehículo, aunque la caída le haya provocado raspadura y espinadas.
–Pero aquí estoy para contarlo, decía celebrando su decisión de saltar hacia fuera de la combi.
En realidad no  fue una amenaza concreta la que vivió mi amigo, sino el resultado de su imaginación, tan influenciada por el temor permanente, casi paranoico, de esos años,
Esa tarde mi amigo subió a la combi del servicio público. En ella viajaban sólo dos pasajeros que no le contestaron el saludo.
El silencio que siguió como respuesta al saludo fue lo primero que desconcertó a mi amigo.
Y aunque al principio no le incomodó el silencio de los pasajeros, lo que empezó a ponerlo nervioso fue lo que miró  al recorrerlos con la mirada.
Ambos vestían de la misma manera que el chofer, los tres de color negro, tatuados, y con más de una cadena pendiente del cuello y corte de pelo estrafalario.
El más próximo a mi amigo llevaba unos chacos jugueteando entre sus manos. Su mirada no era nada amigable, a pesar de lo cual Luis trató de sonreírle.
Frente a todo eso la reacción que tuvo mi amigo fue querer bajarse de inmediato, imaginándose futura víctima de un asalto, pero como al mismo tiempo pensó que lo más recomendable en esos casos era guardar la calma, decidió pagar su pasaje como muestra de control de sí mismo.
Su primer impulso como experimentado pasajero del transporte público quiso pasar el pago del pasaje al vecino, para que éste lo hiciera llegar al chofer, pero se contuvo al ver la torva mirada del sujeto.
Cuando intentó levantarse de su asiento para acercarse al chofer miró que los dos pasajeros se movieron de sus asientos para sentarse estratégicamente controlando la puerta de la combi.
Entonces mi amigo Luis pensó que no tenía salvación, máxime cuando al pedirle la parada al chofer, éste pareció no escucharlo, siguiéndose como si nada.
El trayecto desde la colonia Las Huertas rumbo al Periférico le pareció eterno a mi amigo quien pedía con el alma a diosito que se subieran más pasajeros, pero como éstos no aparecían, se le figuró que el chofer a propósito los evadía.
La oportunidad para mi amigo fue una parada obligada de la combi en una glorieta donde el rojo del semáforo la detuvo, y en seguida, sin ninguna razón aparente, en cuanto el agente de tránsito se acercó al conductor, éste abrió la puerta como si de una orden se tratara, y como mi amigo estaba a la espera de ése milagro, en cuanto la puerta se abrió, actuó como si de ello dependiera su salvación, lanzándose afuera sin miramientos, porque en su intempestiva caída fue a parar a uno de los prados donde crecían plantas espinosas.
Se levantó lo más rápido que pudo del suelo echándose a caminar sin dejar de mirar furtivamente que no lo siguieran. Cuando se sintió a salvo, miró las raspaduras en sus piernas y puso cuidado en sus manos espinadas, pero eso era asunto menor comparado con el asalto que veía venir.
Todavía cuando me platicó su experiencia se le veía excitado tratando de convencerme de tantas precauciones que yo debía tomar andando en la ciudad. Ese temor de mi amigo a mí me sorprendía sabiendo de su origen y sobrevivencia culiche, como le dicen a sus paisanos de Culiacán donde la violencia callejera era cosa común.
Pero como su amistad y el trabajo en el mismo proyecto nos obligaba a desplazarnos juntos, la precaución para nuestra seguridad corría por su cuenta, por eso aquella  noche que abordamos el taxi a la salida del cine, viendo que nos había tocado un chofer mal encarado, me dijo por lo bajo que le siguiera yo la corriente en la plática que a continuación sostuvo y que según él nos haría ver como malosos para que el taxista mantuviera su distancia hacia nosotros.
Así que cuando a punto estábamos de llegar al lugar de su descenso, me dijo como despedida.
–Bueno, bato, nos veremos mañana y me recuerdas otra vez lo del parque, ya te lo tengo conseguido.
–Órale, Gracias, nos vemos mañana, le dije secundándolo.
El comentario resultó tan convincente para el taxista que en cuanto me quedé sólo con él, retomó lo dicho por mi amigo.
–De qué calibre necesita el parque mi buen, yo tengo amigos en la judicial y le puedo conseguir lo que anda buscando.
Después fui yo quien cargó con la dificultad de lidiar con el chofer que miró en mí no a un maloso como mi amigo quería, sino alguien con quien creyó que podía hacer negocio preguntándome primero dónde vivía, luego de dónde era, cómo me llamaba y no sé qué tantas cosas más que me obligaron a dar nombre y dirección falsas sin poderlo evadir.
Resultó peor cuando le dije que yo era de Guerrero porque en seguida comenzó a conjeturar sobre la actividad que nos ocupaba a mi amigo de Culiacán y a mí en una ciudad como Morelia.
Cuando le dije al chofer que me bajaba, me hizo la observación de que aún faltaba para llegar al domicilio que le había dicho. Entonces no supe qué decir y solamente me concreté a pagarle. Cuando quiso detenerme ya estaba yo alejándome del taxi en sentido contrario para no delatar mi domicilio.

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