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Jesús Mendoza Zaragoza

El cultivo del espíritu

La Semana Santa ha quedado indeleble en los calendarios oficiales en nuestro país y, al tiempo que se ha ido secularizando al convertirse en tiempo de descanso, sigue conservando para muchas personas y muchos pueblos su original significado, que es religioso junto con su valor espiritual. Esta conmemoración del cristianismo que está en el centro de la fe sigue activada en el corazón de muchos creyentes que encuentran en ella las energías espirituales necesarias para vivir, para trabajar, para soportar el sufrimiento y, también, para morir.
Lo que hoy me llama la atención es el descuido y, aún, el desprecio masivo por atender las necesidades espirituales de las personas y de los pueblos. El pragmatismo impuesto por un modelo económico que todo lo mercantiliza, pues todo se compra y se vende, y todo se cuenta en números y en términos de eficiencia y de resultados inmediatos, a la par de la tendencia a evadir la vida interior, disimulando las lamentables consecuencias que se derivan de ello, han generado desdén y abandono de la dimensión espiritual del ser humano.
Cuando me refiero a la espiritualidad no me refiero a la religión, sino a esa dimensión que está en el núcleo del ser humano, reconocida o no reconocida, pero de trascendental importancia, pues en esa dimensión se juega la existencia última del ser humano. La espiritualidad puede expresarse de manera religiosa o laica, según las preferencias de cada persona, puede tener un contenido religioso o secular. La espiritualidad es una dimensión que nos pone en el mismo nivel a creyentes, no creyentes, agnósticos y ateos, pues cada quien elige el contenido que le da.
Hay creyentes que deciden poner en el centro de su experiencia espiritual a Jesucristo, a la virgen de Guadalupe, a alguna deidad tradicional, a un ser superior, o a Alá o Yahvé, en los casos de los musulmanes o los judíos; mientras que hay no creyentes que deciden poner en el centro de su experiencia espiritual valores humanos como la justicia, el cuidado del medio ambiente, la creación artística, la solidaridad o la verdad. Desde dicha dimensión espiritual es que cada quien establece las actitudes fundamentales de su vida y cada quien las proyecta a la vida cotidiana dándole un significado específico a cada actividad y a cada relación.
Esta dimensión del espíritu necesita ser reconocida y atendida para contar con una mejor calidad de vida, según los lenguajes modernos. Y cada persona decide si lo hace o no, pero las consecuencias de hacerlo o no hacerlo trascienden a la vida toda, en las relaciones humanas, la manera de afrontar los problemas y los conflictos, el modo de ejercitar la ciudadanía y de ubicarse en la sociedad.
El descuido y el desprecio de la espiritualidad ponen al ser humano en condiciones de deterioro, de subdesarrollo humano y de precariedad. La carencia del cultivo del espíritu, de la mente y del corazón nos expone a la miseria de la subjetividad en cuanto que no nos convertimos en sujetos responsables de nosotros mismos, del prójimo y de nuestros entornos sociales y ambientales. Y, por otra parte, esta carencia nos desarma delante del dolor, de la contradicción y de la muerte, como realidades que tenemos que afrontar continuamente durante la vida.
Tenemos necesidades espirituales como la integración, la personalización, la apertura al otro, la trascendencia y otras más, que no sólo requieren un trato intelectual y emocional sino existencial. El ser humano está dotado de recursos espirituales que le ponen en condiciones de dar respuestas humanas, completamente humanas a cada situación ordinaria, como puede ser una relación interpersonal y a las situaciones límite como la muerte. Necesita atender las necesidades de amar y ser amado, de esperanza, de fortaleza, de consuelo, de compasión, de solidaridad, de aceptación, que no son sólo necesidades emocionales. Además, necesita superar situaciones como la dispersión, el desgaste, la despersonalización y la superficialidad, que generan deterioros en las personas y en sus relaciones.
La espiritualidad cristiana, que tiene un componente religioso centrado en la persona de Jesucristo, a quien los cristianos le reconocemos vivo después de haber resucitado de entre los muertos, tiene su propio contorno y su particular manera de expresarse. Asume los valores humanos más universales y los resignifica y los propone a partir del mensaje del Evangelio de Jesús. Del mismo modo, cada propuesta espiritual se refiere a una forma de vivir la experiencia humana a partir de un valor, de una persona o una propuesta de vida.
En contextos de conflictos sociales, la espiritualidad puede jugar un papel muy importante en la manea de afrontar las contradicciones y las complejas situaciones humanas que se presentan. En la medida en que las personas contamos con más recursos, desde corporales, emocionales hasta intelectuales y espirituales, en esa medida podemos responder de manera más atinada y eficaz. Para luchar por la justicia y para construir la paz, para promover los derechos humanos y para atender situaciones de conflicto los recursos espirituales cuentan mucho, pues constituyen una fortaleza humana que suele ser decisiva para dar salida a las situaciones delicadas y complejas.
La lucidez es extraordinariamente necesaria en estas ocasiones, y ésta es posible cuando se atiende y se cultiva el espíritu, cuando está abierto más allá de los propios intereses y de las propias comprensiones, cuando mira hacia horizontes amplios en el espacio y en el tiempo.
En la familia, en la escuela, en la iglesia, en el trabajo y en todos los espacios humanos que se respeten a sí mismos, debiera haber una atención adecuada al espíritu para forjar personas de amplia calidad humana, capaces de vencer las tentaciones de la indiferencia, de la corrupción y de la injusticia.

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