Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Alcaldes de Acapulco (XVIII)

El fin del mundo

Acapulco se sacude y trepida aquel 21 de abril de 1776 como nunca lo ha hecho. Tanto que sus habitantes creen que ha llegado el fin del mundo. No será del mundo pero sí de la ciudad quedando de ella solo piedra sobre piedra. Las víctimas son muy pocas porque, a fuerza de convivir con los movimientos telúricos, los acapulqueños han adquirido lo que hoy se llamaría una cultura ejemplar de la prevención. Poseen una extraordinaria percepción sensorial que les permite escuchar el retumbo proveniente de las profundidades de la tierra anunciando la sacudida. Tiempo precioso para ponerse a salvo. Y ni falta que haría, finalmente, pues el grueso de la población solo habita chozas de palapa.
El alcalde Manuel Alonso de Portugal dirige la ayuda a la población damnificada, siempre apoyado por las tropas reales. Éstas han escapado milagrosamente de un derrumbe en su cuartel del fuerte de San Diego. La presencia del edil Alonso no es para provocar ánimo en nadie: desencajado, tembloroso y balbuceante. Más que escuchar a la población angustiada, obliga a que escuchen su propia experiencia sobre el primer terremoto de su vida. “¡Qué cosa más horrible; pensé que moriría y puse mi vida en manos de la virgencita de Los Remedios!” Tendrá, sin embargo, la atingencia de informar al virrey sobre la gravedad de la situación.
Una sociedad aterrorizada por la experiencia de un movimiento telúrico tan severo y prolongado como jamás se había sentido aquí, llegará a plantear la conveniencia de mudar la ciudad otra parte. ¿Y dónde diablos no tiembla? Surgirá una respuesta: “Mudarnos, sí, pero no muy lejos, aquí cerquita, digamos en Manzanillo”. Y era que quienes sabían de terremotos aseguraban que en ese lugar los temblores no eran tan fuertes. La propuesta será finalmente flor de un día. Al rato, la normalidad de la vida la hará pasar al olvido y hasta un nuevo temblor.

Acapulco, inseguro

Al virrey don Antonio María de Bucareli y Urzúa le preocupa mucho Acapulco porque es el puerto consentido del mismísimo rey de España y por ello hará llegar ayuda a los damnificados. No obstante, su congoja mayor es la seguridad de la bahía ahora menguada por el derrumbe de la fortaleza. Decide enfrentar el problema comisionando al ingeniero Miguel Constanzó, para revisar a fondo el inmueble centenario y determinar lo conducente. El profesional hispano no tarda mucho en dar su veredicto: “Se hace necesario modificar buena parte de la estructura del castillo”, presentando él mismo una propuesta para mejorar notablemente la fortificación.
Bucareli y Urzúa está familiarizado con todas las movidas de la burocracia virreinal. Por ello, el proyecto de Constanzó lo pondrá en manos de su amigo Silvestre Abarca, reconocido experto en el arte de la fortificación. “Confío en que tú me dirás la verdad: sirve esto o no sirve”, le suplica. Para Abarca la propuesta es buena en tanto que cumple con los requerimientos de las defensas militares de su género y corrige los errores del fuerte anterior.
No satisfecho completamente, el Virrey entrega el documento a otro amigo, en este caso don Manuel Santiesteban, quien tiene en su haber algunas mejoras en el castillo de San Juan de Ulúa, en Veracruz. A súplica similar, aquél le contesta: “Todo lo proyectado está perfecto, amigo mío. No obstante debo recordarte que lo más importante en materia de obra pública es la capacidad y la honradez profesional de quien o quienes las vayan a ejecutar”. Y va más allá proponiéndole a tres posibles constructores de fuerte de Acapulco: el propio Constanzó, don Ramón Panón y don Carlos Duparquet, cuyos historiales exalta.
–¡Coño, no me pongáis adivinanzas, dadme un solo nombre! –exige un enfadado Bucareli. De alguna manera Santiesteban le hará llegar un simple “número dos” y aquél entenderá de quién se trata.
La primera orden de don Ramón Panón será demoler totalmente la antigua fortaleza, construida en 1617 por el arquitecto holandés Adrián Boot. La cimentación del nuevo edificio se separa unos metros del acantilado, en previsión de futuros temblores. Las obras se inician el 16 de marzo de 1778 y concluyen el 7 de julio de 1783, con costo superior a los 300 mil pesos. El nuevo fuerte se bautiza como corresponde con el nombre del rey constructor Carlos III. No obstante, la costumbre de casi dos siglos obligará a que le siga llamando San Diego, como hasta hoy. Puntilloso, el cronista Alejandro Martínez Carbajal lo nombra en sus textos San Carlos.

Acapulco mata

El proceso de construcción de la fortaleza no pudo haber sido más accidentado, incluso dramático. Necio y terco gachupín, el señor Panón rechaza el consejo del párroco de la Soledad de mudarse a un sitio con clima más benigno. “Acapulco mata”, advierte. Don Ramón sonríe ante aquella puntada del curita melindroso para caer en cama meses más tarde, víctima de un mal que “no conoce ni la puta madre de quien se dice médico”. Deja en su lugar a su segundo don Santiago Olavarrieta quien, a la vuelta de Panón, lo recibe con mala nueva de que los trabajadores traídos de fuera se enfermaron todos y huyeron. Que la obra no avanza porque está a cargo únicamente de operarios locales. “¡Claro –estalla el constructor–, porque lo que único que sabe hacer la gente de aquí es rascarse las talegas, ordenando traer más gente de fuera.
Para no hacer el cuento largo, Ramón Panón vuelve a enfermar y esta vez lo acompaña su brazo derecho Olavarrieta. Ambos deciden regresar inmediatamente a España temerosos de morir lejos de los suyos. “Bien me advirtió el señor cura que Acapulco mataba”, recuerda Panón. No contaban los dos constructores con una maldita novedad: “No podrán abandonar la Nueva España sin una autorización expresa del mismísimo Carlos III (Juicio de Residencia). La solicitan, pero como ésta tardará meses en llegar, Panón y Olavarrieta, mudados al rancho de La Sabana, que es un vergel con su río de agua zarca, podrán poner la cereza del pastel en su fortaleza.

Chocolate con pan

El chocolate es la bebida caliente de mayor demanda en el siglo XVIII. Ha dejado de ser considerada una medicina o simplemente una poción contra el frío o el buen dormir. En Europa, donde el chocolate mexicano ha alcanzado la categoría de bebida social, ya se le sirve con leche y añadidos como huevos, alcohol o licor añejo. El boom chocolatero alcanza a la realeza. El emperador austriaco Carlos VI lleva la bebida a Viena, donde se le sirve en tazas confeccionadas especialmente para ese propósito. Se dará el caso de que los cerveceros británicos demanden leyes para limitar la fabricación de la bebida, considerándola una seria competencia para la cebada.
En México, el chocolate se toma a toda hora por ser, como en Europa, una bebida social. Su consumo abarcará a todas las clases sociales y será mayor incluso que el del chinguirito. La producción de cacao en la Nueva España alcanzaba entonces los 400 mil kilogramos anuales.
Imprescindible en el desayuno y la merienda, el chocolate era acompañado desde entonces con pan. Pan francés y español elaborados con la mejor harina; pan “floreado” hecho con la flor de la harina, cernida hasta dejarla sin salvado; el pambazo o pan de abajo, amasado con harina de calidad inferior y mezclada con esquilmos. Y el pan semita, acemita o judío hecho con residuos de salvado sin levadura. Acapulco recibirá dos veces por año cargamentos de este pan, procedentes de Puebla, destinados a las naos de Manila y de Perú.

Alcaldes del siglo

Durante el siglo XVIII se desempeñaron como alcaldes de Acapulco, también denominados gobernadores o castellanos, los señores Gonzalo Mejía de la Cerda, Juan Eusebio Gallo y Pardiñas, Joseph Sebastián Gallo, Pedro Núñez de Aguayo Bustamante, Antonio de Lozada y Quesada, Pedro López Caamaño, Juan Antonio Gutiérrez de la Vega, Fernando de Monserrat, Blas Pérez Carrasco, Teodosio de Croix, Domingo Elizondo, Antonio Mier y Terán, Francisco Cañaveral Ponce, Antonio de Mendívil y Cisneros, José Barreiro y Quijano, Juan Bautista Lecumberri, Esteban de la Carrera, Francisco Antonio Cosío Velarde, Francisco de la Rocha, Juan José de la Torre, Francisco de Cassasola y Joseph María Arteaga

Martín Garatusa

Personaje celebérrimo de la picaresca mexicana, Martín Garatusa estuvo en Acapulco haciendo de las suyas a mediados del siglo XVII. Se presenta aquí haciéndose pasar por el sacerdote José Rivera, recibido con alborozo por las beatas y cofradías. Lo creen un enviado del señor arzobispo de México, a quien han solicitado un ayudante para el cura párroco enfermo. Carisma y habilidades naturales para la simulación, le permiten al padre Rivera ganarse la simpatía de la comunidad viviendo momentos dramáticos.
La presencia de barcos piratas holandeses en la bahía de Acapulco ha hecho remontar a la población a los cerros del anfiteatro. Se han quedado en el puerto únicamente los defensores de la bahía, entre soldados y civiles, además de los ricos, pero estos para no separarse de sus tesoros.
La llegada de Martín Villavicencio Salazar, que tal era el nombre del joven originario de Puebla, resulta providencial para hombres y mujeres urgidos, ante el peligro, de la palabra de Dios. Enfermo el cura párroco, el falso recién llegado se hace el remolón para decir misa como se lo pide la comunidad entera. Ante el riesgo de ser descubierto antes de iniciar sus planes nada piadosos, simula la celebración del oficio con movimientos teatrales y pronunciando oraciones ininteligibles. El sermón hará sollozar a las mujeres y pondrá en pie de guerra a los hombres, a quienes compara con “los apóstoles que defendieron al Señor de los sarracenos”. Las limosnas de ese día desaparecen misteriosamente de los cepos. ¿El padre Rivera? ¡Por Dios, no blasfeméis!
Luego, desplegando valor y desinterés por la vida, Rivera pide ser llevado con el capitán de los piratas holandeses –el príncipe Nassau–, para desaparecer de la vista de todos. Volverá a escena cuando los corsarios se hayan retirado, vendiendo a los comerciantes la hazaña de haber negociado, por tanto más cuánto, aquella partida. Quienes se lo creen lo reembolsan. Lo mismo harán los frailes del convento de San Francisco cuando les pida encargos para las misiones en Filipinas.
La sociedad porteña se disputará el privilegio de agasajar al curita Rivera cuando este anuncie su partida. Reconocerán en él una entrega absoluta a la Divina Providencia y en pocas palabras una vocación de mártir. Más que las lisonjas, al homenajeado le gustará más escuchar el tintineo de las monedas cayendo en su charola.

La partida

Cuando parta con destino a la ciudad de México, Martín Garatusa será dotado con dos burros: uno para montarlo y otro para cargar los valiosos obsequios de los acapulqueños. Un contingente nutrido de hombres, mujeres y niños lo acompañarán dos leguas tierra adentro para protegerlo de los bandidos del camino. No faltarán las escenas emotivas durante la despedida.
Martín Garatusa, pieza central de la novela de don Vicente Riva Palacio (¿creador del verbo engatusar?) se las verá finalmente con la temible Inquisición. ¿Se las verá? Sentenciado a formar parte de un auto de fe en la ciudad de México, el 30 de marzo de 1848, pide, ruega, suplica, llora un permiso para ver por última vez a su madrecita agonizante… ¡y hasta no verte Jesús mío!
Cuando mucho más tarde sea recapturado, el pícaro poblano recibirá doscientos latigazos y cinco años en galeras.
Era otro México, pues.

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