Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Alcaldes de Acapulco (VIII)

Los cabildos

Los cabildos de la Nueva España y Filipinas fueron establecidos por el gobierno español a imagen y semejanza de sus ayuntamientos medievales.
El primero fue instalado en 1519 por Hernán Cortés en la Villa Rica de la Veracruz y por tanto también primer municipio y primer ayuntamiento de México. El propio Cortés habría nombrado a todos sus integrantes: alcalde, regidores, alguaciles y demás. La denominación oficial era “muy ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento”.
Las tareas del cabildo (del latín capitulum: “a la cabeza”) eran, en el orden administrativo, la planificación urbana, las obras públicas y la dotación de agua. El mantenimiento de los inmuebles públicos y aseo de las calles, la seguridad pública, el control de pesas y medidas, las fiestas y las ceremonias. En lo económico el control del abasto y el de los precios de los alimentos y, finalmente, en los órdenes legislativo y judicial la elaboración de ordenanzas y las apelaciones en torno a ellas.
Los regidores eran elegidos cada año de entre los primeros pobladores de la localidad o sus descendientes. Formaban en conjunto el llamado “regimiento” que era el órgano gobernante. Su número variaba según la importancia de la localidad de residencia; Acapulco debió tener unos cuatro ediles y todos “güeritos” . Podían ser regidores los menores de 20 años o “emancipados”, es decir, si estaban casados.
Los regidores “perpetuos” lo eran por haber comprado al puesto al mismísimo rey de España. Se trataba de hispanos obligados a residir por razones diversas en las localidades del cargo. Se admitían mestizos como regidores siempre y cuando “no tuvieran una alta proporción de sangre indígena”. Ningún negro podía ocupar ese o cualquier otro puesto público por estar considerada la sangre africana como “absolutamente degradante”.
Los alcaldes eran elegidos por el cabildo el primer día de enero de cada año. Más tarde y luego de un proceso intrincado de mandos, el alcalde llegará a ser el funcionario más importante del cabildo, extendiendo sus atribuciones mucho más allá de sus funciones judiciales. Los ingresos del ayuntamiento se denominaban “propios” y “arbitrios”. Los primeros provenían del alquiler de bienes municipales como edificios públicos, molinos, huertas y fincas rurales. Los “arbitrios” eran impuestos especiales –arbitrarios pues–, anunciados como temporales aunque se convertirán en “propios” y para siempre. Estos últimos afectaban el comercio de vinos, vinagre, aceite, carnes, frutas y aguardientes.
Entre los poquísimos privilegios otorgados a los alcaldes figuraba el poder “mandar por un tubo” al propio monarca, siempre y cuando una ordenanza suya afectara los usos y costumbres del lugar o bien llegara a perturbar el orden público. Desobediencia momentánea, por supuesto, porque a ella debía seguir un ocurso servil y lacayuno, como todos los del cabildo, suplicando al monarca retirar tal ordenanza. ECQBSGM (el cabildo que besa su generosa mano).

La mujer en el Siglo XVIII

¿Una mujer en el cabildo? ¡Ni por pienso!, dijeran en San Jerónimo que no San Jerónimo que era un santo machito. Resonaban aun entonces, después de tantos siglos, las santas palabras del doctor Tomás de Aquino:
“Esta hija de Eva se convierte en una deficiencia de la naturaleza, que es de menor valor y dignidad que el hombre”.
El venerable santo de la iglesia católica, quien pasó media vida buscándole el sexo a los ángeles, le hablaba a sus pares. Les decía que “resultaba evidente que para cualquier obra que no fuera la reproducción, el hombre podía haber sido ayudado mucho más adecuadamente por otro hombre que por la mujer”. ¿Cómo dicen que dijo?
El derecho feudal, abrevando en el pensamiento de este y otros santos varones, solía considerar a la mujer como un ser menor de edad, incapaz por naturaleza, cuya vida no le pertenecía como tal. Tanto que a la potestad del padre seguía la del marido y luego a ver de quién. Una mujer incapaz en el mayor de los casos para disponer de su fortuna, administrar sus bienes o presentarse ante un tribunal para estas gestiones. Necesitó siempre la presencia del padre, marido, hermano o tutor. O sea, la total incapacidad jurídica.

La gran paridora

Todavía en el siglo XVII se le tenía a la mujer únicamente como la gran reproductora y muy buena para los quehaceres domésticos y agrícolas. Así se le había forjado. Nada importaba si la niña aprendía o no a leer y a escribir o no si en cambio se le educaba para una buena esposa. El matrimonio era por ello su única salida siempre y cuando el padre aceptara pagar la dote al pretendiente. Porque, finalmente, ¿qué era el amor para tan santos varones?
Una enfermedad generadora de melancolía cuyo remedio podría ser un buen tratamiento médico.

El maquillaje

La química se pondrá en los albores del siglo XVIII al servicio de la mujer, elaborando polvos, colorantes y demás mejunjes para enmarcar la pureza, belleza y voluptuosidad de todas ellas. Mujeres de las clases gobernantes y en general acomodadas, nunca las de más abajo en la rígida y degradante escala social de la Colonia.
El maquillaje más común era el polvo blanco cubriendo la cara, el cuello y los hombros para emparejar el color de la piel, haciéndola lucir brillante y delicada. La moda exigía, atendiendo el gusto varonil, labios pequeños, casi como “una rosa floreciendo”, cuyo grosor debía ser equivalente entre el labio superior y el inferior. Mucho tiempo le dedicaba la mujer, frente al espejo, a la forja de una boca chiquita, aunque más tarde se hiciera de ella. Las cejas se oscurecían para remarcar el dibujo.
Para un maquillaje estándar el rubor para las mejillas era de un rosado intenso y cubría toda la mejilla y solo una redondez sobre los pómulos. Será en esta época cuando las damas, soportando sobre sus testas pesadas pelucas, se suelten el pelo y no mucho. El natural lo rizarán para dejarlo asomar apenas de la intrincada cabellera postiza.

La Gaceta de México

Viviendo su segunda época, La Gaceta de México, el primer periódico editado en México bajo la dirección de don Juan Francisco Sahagún Ladrón de Guevara, se ocupa algunas veces de Acapulco. En una de ellas da cuenta del arribo al puerto de las naos Covadonga, al mando del capitán N. Lozada, y Nuestra Señora del Pilar, comandada por el general Juan Francisco Irisarri y Ureña. Galeones a los que las autoridades del puerto, encabezadas por el alcalde Juan Eusebio Gallo y Pardiñas, ofrecen cálida bienvenida.
La Gaceta ofrece detalles sobre la carga portada por de ambas embarcaciones: mil 231 fardillos de géneros, 115 medios cajones de objetos manufacturados; 105 “churlas” de canela, 166 sacos de pimienta, 78 jaulas de loza de China; 57 marquetas de cera, y 49 piezas de camanguián. Destinados a las religiosas: mil 2 fardillos, 11 cajones, 2 envoltorios y 2 tibores.
(Churla: saco de tela de pita con cubierta de cuero para mantener intacto el aroma de la canela: RAE).

Contrabando y traición

Preocupado el rey de España porque los ingresos aduanales merman cada día en Acapulco, decide enviar a un visitador de todas sus confianzas. Don Juan de Alburquerque llega al puerto en vísperas de la Feria de Acapulco de 1765, tomando desde luego todos los controles aduanales. Cuando han transcurrido no más de quince días de su llegada, el visitador del rey logra un primer golpe al contrabando.
Con apoyo de la guarnición del fuerte de San Diego, logra detener en La Garita un cargamento de mercancía ilegal con destino a la capital, transportado en más de cincuenta acémilas, mismo que decomisa incluidos los burros. Bastará que el enviado haga cosquillas en las plantas de los pies a los trasportadores, para que estos canten más alto que Farinelli. Denunciarán al alcalde y éste a su vez al propio virrey Joaquín de Monserrat, marqués de Cruillas, quien, por serlo, perderá la chamba y ganará la cárcel. El rey Carlos III lamentará la traición de su amigo.

El alcalde De Croix

Apenas suple al cesante Monserrat, el nuevo virrey de la Nueva España, Carlos Francisco de Croix, nombra como alcalde de Acapulco a Teodoro de Croix. Por ser su sobrino no tiene empacho en advertirle que él mismo lo dejara como a Farinelli si llega a empañar su prestigio de hombre honrado.
Pronto el alcalde sobrino le informa a su tío que ha logrado confiscar un cargamento ilegal en las bodegas de un galeón recién llegado. Más de la mitad de toda la carga. No obstante el exitoso golpe, le manifiesta sus temores de que una acción tan drástica pueda afectar de alguna manera el comercio con Filipinas. Más si se tiene en cuenta que para cualquier apelación los demandantes deben acudir al propio monarca o bien al consejo de Indias. Yo apelo a su sabiduría, tío.
Sensato, el virrey de Croix le hace ver al alcalde de Acapulco que, en efecto, una acción tan severa podría hacer ver mal a su Majestad, Carlos III, restarle simpatías en toda la Nueva España, pidiéndole la reducción de la misma. Teodoro de Croix le hará caso al tío no obstante que su premio por descubrir el contrabando, se reducirá de un millón quinientas mil libras a ciento cincuenta mil de ellas mismas. A las arcas reales ingresará más de dos millones de libras.

Farinelli

La Feria de Acapulco, en la que se ponían a la venta muchos de las mercaderías orientales traídas por la Nao de Manila, atraía como todo evento similar a magos, saltimbanquis, danzantes y hasta cantantes. Uno de ellos era un joven de Puebla, perteneciente al coro de una de las muchas iglesias aquella ciudad. Alternaba en una carpa con ilusionistas presentándose como el Farinelli mexicano, en alusión al cantante italiano cuya voz era producto de una castración cuando niño. El poblano si tenía la voz de mujercita pero estaba completito de allá abajito. Fraude, pues.
Carlos Broschi Farinelli –según el maestro Johann J. Quantz–, “tenía una voz de soprano penetrante, completa, rica, luminosa y bien modulada. Su entonación era pura, su vibración maravillosa, su control de la espiración extraordinaria y su garganta muy ágil”. Opinión sabia que estimulará la castración de muchos niños y jóvenes cuando las madres descubran en ellos aptitudes para el canto.
Farinelli vivirá una vida regalada cuando sea adoptado por el rey Felipe II de España, para quien la voz del castrati tenía efectos terapéuticos para su depresión melancólica. Le cantará todas las noches por espacio de 25 años. El rey por su parte, lo llenará de honores y dignidades. Lo nombrará director de teatros, le impondrá la Cruz de Calatrava y creará a su pedido la ópera italiana. Irónico, a Farinelli nunca nadie osó decirle que “le faltaban”.

 

 

468 ad