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Silvestre Pacheco León

Vientos de la Costa hacia la Sierra

Debo decir que es un honor para mí participar en la presentación del libro del Cronista de Atoyac, Víctor Cardona, cuyo título, Vientos de la Costa hacia la Sierra es evocador de la relación que guardan esas dos regiones de su municipio.
El presente libro forma parte de la edición colectiva de diez títulos que se presentan en esta Tercera Feria del Libro Guerrerense y corresponde a los autores premiados por Conaculta y el gobierno del estado como ganadores en el año 2013.
Antes de entrar al comentario del libro de mi amigo Víctor Cardona, quiero platicarles dónde, cuándo y cómo lo conocí, porque nuestro encuentro no fue algo casual, porque tenía que ver con las circunstancias de una causa política común, con ideales que compartíamos antes de conocernos.
Él, Víctor formaba parte del grupo de activistas que participaron en 1989 en la contienda electoral por la disputa del poder municipal en Atoyac contra el partido del gobierno, sobreponiéndose al fraude que la mayoría de los mexicanos vivimos en 1988 como partidarios del cardenismo.
Un día de febrero de 1990, en plena lucha postelectoral que había movilizado a pueblos enteros de todas las regiones del estado, llegó Víctor a Zihuatanejo. Acompañaba al candidato triunfador a presidente municipal de Atoyac, Octaviano Roque, quien se había trasladado desde aquel municipio para sumarse a la protesta contra el fraude electoral que el gobernador José Francisco Ruiz Massieu cometió contra el partido político nacido aquel año para encausar el descontento popular.
Recuerdo aquel día y aquella noche porque fue cuando el procurador del estado, Rubén Robles Catalán, encabezó la represión contra los militantes opositores, venidos de Tierra Caliente, la Unión, Zihuatanejo y Petatlán, con el propósito de tomar el aeropuerto internacional de Ixtapa como medida de presión en demanda de limpiar las elecciones.
Para no extenderme en este recuerdo, y concentrarme en los comentarios del libro que nos ha reunido en este lugar, sólo agregaré que dentro del grupo de atoyaquenses que esa noche conocí, quien me llamó la atención, después de la personalidad del profesor Octaviano Roque, hombre casi místico, noble y soñador, quien una tarde quiso detener la agresión de los policías antimotines a sus partidarios, con citas declamadas del poeta cubano antiimperialista, José Martí, fue Víctor Cardona, un muchacho, casi niño, el más joven del grupo, quien presumía como trofeo de guerra una máscara anti gas arrebatada a los policías antimotines en la escaramuza que se produjo en las inmediaciones del pueblo de los Almendros, entre el grupo opositor contra los policías estatales que pretendían a toda costa detener en la carretera a los aguerridos costeños de Atoyac y Petatlán que marchaban rumbo al aeropuerto.
El muchacho, casi niño entonces, era Víctor Cardona, el hoy flamante y prolífico cronista de la ciudad de Atoyac, autor de Vientos de la Costa hacia la Sierra.
Luego, pasaron muchos años antes de volvernos a encontrar. Después, el oficio y la vocación de escritores nos juntaron en las páginas de El Sur, periódico que acogió con generosidad nuestras crónicas.
Respecto al libro, Vientos de la Costa hacia la Sierra, puedo decir que con la lectura de sus 170 páginas de buena prosa, el lector puede conocer el municipio de Atoyac, cuya historia Víctor Cardona nos la platica en 29 crónicas bien contadas, donde aparecen los nombres no sólo de los personajes que dan colorido y fama a la vida de los atoyaquenses, sino también los barrios, calles, árboles y flores de la cabecera municipal, así como las comidas cuyos sabores se entremezclan con el olor del aceite de coco proveniente de la planta aceitera de San Jerónimo, y del café que se tuesta en los expendios de la ciudad.
La descripción que el cronista hace de Atoyac constituye una excelente guía para quienes quieren conocer lo atractivo de aquella ciudad que despierta todos los días con el ajetreo del comercio y el aromático olor del café.
Atoyac, como Zihuatanejo, tiene también las huellas del paso por sus gobiernos de personas analfabetas, capaces de confundir el nombre del árbol que todos conocemos como Parota, y que en el mexicano antiguo trascendió como huanacaxtle, para que lo descompusieran poniéndole su nombre a una calle que se lee como Juana Caxtle, de cuyo origen nadie da cuenta.
Dice Víctor que la ocurrencia fue de un urbanista del Ayuntamiento que nunca creyó que el nombre con el que los vecinos conocían esa calle fuera del árbol frondoso de huanacaxtle, y que le pareció más convincente la idea de que provenía de alguna vecina sobresaliente llamada Juana Caxtle.
Ese hecho me recuerda que en la colonia Vaso de Miraflores, en Zihuatanejo, hay entre el extenso nombre de calles dedicadas a escritores, una que replica el error cometido por el ex presidente Vicente Fox, quien bautizó al escritor argentino, Jorge Luis Borges como José Luis Borgues.
De manera que aquí como allá, en dos calles, tenemos esos ejemplos del analfabetismo de nuestra clase política que prevalece para los chistes.
Sin duda, Víctor conoce bien su tierra, y la describe tan vivamente que al lector le dan ganas de caminarla para reconocer la esquina del Nanche, donde Cervelio vocea el periódico todas las mañanas.
La historia de este personaje, también contada por Víctor, es digna de conocerse para evitar en el futuro la idea de que en dicha esquina había un árbol de nanches.
La historia de la fábrica de hilados del Ticuí, ligada a la vida del pueblo que le dio su nombre, resulta apasionante porque permite tener indicios del recio carácter de sus fundadores y de tantos trabajadores que le dieron fama.
El cultivo del algodón bermejo en la región, afamado desde tiempos del imperio azteca, volvemos a saber de él gracias al libro de Víctor.
Cuando en 1982 visité por primera vez la ciudad de Atoyac, fui testigo de la imponente presencia del Ejército en sus calles.
Me impresionó el rumor de la botas militares pisando el pavimento en las calles del centro. Cuando miré a los soldados con su paso marcial imponiendo el orden por medio del miedo, recuerdo que viví la misma impresión que me causaron las escenas de las películas de Costa Gavras, el cineasta griego que hizo fama filmando la vida en estado de sitio de habitantes aterrorizados en Chile, Argentina y Uruguay, en aquella década de los setenta, de golpes de Estado y gobiernos militares que se extendieron en casi todos los pueblos del Cono Sur, en el continente americano.
La historia de Atoyac está ligada a la vida castrense y el pueblo la sobrelleva condescendiente, refiriéndose a esa pesada realidad como al despertador que todas las mañanas levanta a sus habitantes. “Me levanté cuando los tambores”, dicen con desenfado refiriéndose a las horas de la madrugada, cuando la banda de guerra militar toca la Diana.
Quizá por esa costumbre de la vida militar impuesta a los lugareños, los sobresaltos que nosotros vivimos cada vez que escuchamos disparos, a ellos se les hacen un hecho común porque el campo de tiro que utilizan los soldados parece que ha estado ahí desde siempre.
Por eso, ahondar en el impacto que ha provocado en la vida civil la presencia militar en Atoyac pudiera ser un tema pendiente de escribir. Eso no es más que una sugerencia al quehacer de Víctor.
Muchos de los cambios que ha vivido la sociedad mexicana, sobre todo en esta región, han tenido que ver con la historia de Atoyac, como si el paso del legendario José María Morelos, enviado del otro cura, Miguel Hidalgo, a levantar la insurgencia en el sur, se repitiera, para reeditar el episodio aquel que encabezó Juan Álvarez cuando decidió sumarse a la lucha para impulsar los cambios que el viento traía bajo el nombre de República, y luego de democracia.
El libro de Víctor también nos recuerda que Guerrero tiene una historia de desapariciones forzadas de personas que pagaron con sus vidas el ejercicio del sagrado derecho a la manifestación y libre expresión de las ideas.
Don Rosendo Radilla Pacheco, el trovador, compositor de corridos, ganadero, cafeticultor, el hombre solidario que trabajaba por el progreso de su pueblo, fue uno de tantos desaparecidos, a pesar de lo cual su presencia ahora es más grande que nunca porque gracias al amor de sus hijos, que aún lo buscan, muchos conocimos de su vida, porque supimos las circunstancias de su desaparición.
La placa en la plaza municipal alusiva a ése hecho, así como el monumento que la sociedad civil ha erigido al profesor Lucio Cabañas, son parte de lo que el visitante tiene que ver en Atoyac.
Entiendo que Víctor pudo escribir muchas más crónicas de la vida de Atoyac, pero nos dejó con las ganas de hurgar en esa historia escribiendo solamente nueve crónicas al respecto.
Bueno, y qué le dice el viento de la Costa a la Sierra, se preguntará quien haya puesto atención al título del libro.
En realidad son muchas cosas, porque de alguna manera lo que Víctor nos cuenta es que esos vientos generan un diálogo que va desde el intercambio económico de los productos que llegan de la Sierra a la ciudad todas las mañanas, flores, carnes, verduras, frutas y semillas a cambio del material de construcción, herramientas, combustible y equipos, hasta ideas de colonización, proyectos y subversiones.
Porque de la Costa a la Sierra va la iniciativa de sembrar el café, cuyas plantas llegan procedentes de Chiapas a principios de los sesenta, en un azaroso (suponemos) viaje marítimo.
La proeza de levantar las huertas bajo sombra no es cosa cualquiera y sólo Víctor que vivió esa experiencia está dotado para contarla, hablando desde el proceso del desmonte (“callejonear” le dicen los campesinos al trabajo de limpiar el terreno bajo la sombra arbolada, para que las plantas de café que se siembran en el suelo, crezcan y fructifiquen.
Con la fiesta de la cosecha, en la que participan los cortadores venidos de la Montaña y los arrieros de la Tierra Caliente, se forma el conglomerado donde nacen las historias que no por inverosímiles dejan de ser fascinantes, como la que se cuenta de la recua de mulas invisibles, cargadas de café, que recorre las veredas a trote, con resoplidos tan reales que obligan a la gente a orillarse con rapidez para evitar el atropello de esos animales que nunca se ven.
La historia del “oro verde”, como le dicen al café, y la bonanza económica que generó para Atoyac hasta principios de los setenta, podría continuar, dice Víctor, si los mexicanos tomáramos más café, aunque quizá para eso se deba hacer la propaganda del modo como los atoyaquenses lo toman, un jarro de café, acompañado de una pieza de pan, como dice el escritor.
Y así como Víctor narra la historia del café y las microhistorias unidas al oro verde, nada desperdicia para contar los hechos de aquel otro cultivo ilegal de la planta de amapola, cuyas historias, si bien están llenas de proezas, suelen ser violentas y letales, en ese afán del enriquecimiento fácil o de búsqueda de alternativas de sobrevivencia para muchas familias pobres.
De la Costa a la Sierra va también la guerrilla, cuando el profesor Lucio Cabañas es obligado a remontarse en 1967 formando como autodefensa, para enfrentar al gobierno, su brigada de ajusticiamiento, y el Partido de los Pobres, con los que resiste una guerra cruenta de siete años.
Después de leer este libro, uno se queda con la idea de que Atoyac es único por su historia, que tiene de todo con “lujuriosa abundancia”, como dice la canción de José Agustín Ramírez.

*Comentarios al libro de Víctor Cardona en su presentación efectuada en Zihuatanejo, en la Casa de la Cultura el pasado 20 de abril.

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