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EDITORIAL

 

* El Sur, 22 años

Este domingo se cumplieron 22 años de El Sur, y no son tiempos para festejos en Guerrero.
Desde el 3 de mayo de 1993 hemos dado cuenta en estas páginas de los acontecimientos que moldean la trágica realidad de nuestro estado.
Han sido éstos los años de la llamada transición a la democracia. Y sí, luego de los años de la violencia electoral de fines de 1989 y principios de 1990, cuando centenares de militantes del naciente Partido de la Revolución Democrática (PRD) fueron perseguidos, golpeados, asesinados o desaparecidos, comenzó una etapa de alternancia política en decenas de municipios con alcaldes provenientes de este partido, que simultáneamente alcanzaba ya una importante representación en el Congreso local.
Esta tendencia se consolidó cuando un candidato postulado por el PRD ganó la gubernatura en 2005.
Pero la alternancia en los cargos públicos no trajo cambios de fondo en el modo de ejercer el poder por los nuevos gobernantes, ni la aplicación de políticas dirigidas a mitigar la abrumadora pobreza que es la marca distintiva de Guerrero y la causa de sus principales problemas.
La legitimidad obtenida en las urnas, el sacrificio que significó para miles de ciudadanos y activistas derrotar al Partido Revolucionario Institucional, que basaba su hegemonía en la corrupción y en la represión de las protestas, fueron dilapidados por los sucesivos gobiernos de la izquierda partidista representada por el PRD.
La enorme energía social y política desatada en todas las regiones del estado no fue usada por los nuevos ocupantes del gobierno para exigir mayores presupuestos al gobierno federal; para establecer una relación digna y de respeto con los poderes del centro; para arrinconar a los poderes fácticos; para fijar metas precisas de disminución de la pobreza y de mejoría en los indicadores de educación, salud, vivienda y empleos bien remunerados.
Lejos de eso, el estado se despeñó en un abismo de descomposición social y política que alcanzó niveles de barbarie con el ataque a los normalistas de Ayotzinapa el 26 y 27 de septiembre pasados en Iguala que dejó seis muertos y 43 estudiantes que siguen desaparecidos desde entonces.
Al final de esta fallida transición, Guerrero ocupa los primeros lugares en pobreza y en violencia, lo mismo la asociada con el crimen organizado que la que se dirige contra los luchadores sociales y los políticos que son vistos como incómodos por los poderes reales.
Y esa traición a los electores que con entusiasmo dieron su voto a los candidatos postulados por la izquierda explica en gran medida la deplorable condición en que se debate nuestro estado.
Se demostró una vez más que no hay peor izquierda que la que se esfuerza por no ser izquierda. Ha sido tan obsecuente con los poderosos de siempre, que al final se ha confundido con ellos y establecido pactos y acuerdos con lo peor del sistema de corrupción y violencia que en Guerrero ha llegado a los extremos de la barbarie de Iguala.
En este contexto se desarrollan las campañas por la gubernatura, las alcaldías y las curules del Congreso local y de la Cámara de Diputados federal. Y, como no podía ser de otra manera, está siendo un proceso marcado por la violencia y por una gran simulación de la mayoría de los candidatos y de las dirigencias partidistas que los apuntalan.
¿A qué normalidad democrática se refiere la clase política guerrerense cuando intenta convencer a los ciudadanos de acudir a las urnas?
Con esta interrogante crítica y una manifestación de pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad, agradecemos a nuestros lectores la confianza que mantienen hacia nuestro periódico y nos comprometemos con ellos a mejorarlo día tras día.

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