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Federico Vite

Se aprende mucho de los libros sobrados

La editorial Alfaguara abrió sus puertas al mundo literario de América Latina en 1993. Ese año publica Cuando ya no importe, de Juan Carlos Onetti. Durante un decenio, los lectores mexicanos presenciaron el trabajo de esta empresa, interesada en mediar su catálogo entre las órdenes del mercado y la vocación literaria. El pináculo de este proyecto editorial fue la publicación de las dos novelas Margarita, está linda la mar, de Sergio Ramírez, y Caracol beach, de Eliseo Alberto, ganadoras del premio organizado por esta empresa en 1998. En el 2002, se rumoraba que Arturo Pérez Reverté andaba en México buscando talentos noveles para escoger al nuevo ganador del certamen Alfaguara. Para bien o para mal, ese chisme tiene eco cuando se anuncia que Diablo guardián, de Xavier Velasco, obtuvo el premio en 2003 (Luna llena en las rocas, primer libro de Velasco, es sin duda mucho mejor que la novela por la que se hace un rockstar, pero sirva de ejemplo para mostrar que lo literario no importa; sí el impacto mediático, el ruido, el palomazo de los de afuera).
Antes de Velasco, Elena Poniatowska ganó el certamen Alfaguara en 2001 con el libro La piel del cielo. Meses después de anunciar que la grandiosa novela de la mexicana fue la vencedora del certamen –como si la literatura se tratara de un deporte– se retiraron todos los ejemplares del mercado. Una de las versiones señala que Poniatowska, molesta tras enterarse que el monto económico del premio es para promocionar el libro no para el bolsillo del autor, rompe relaciones con la editorial.
Alfaguara afirma que tiene 4 millones de lectores cautivos, trabaja para ellos pues, así que bien valdría la pena preguntarse, ¿qué tipo de libros buscan? Por lo visto, algunos que se asoman a la literatura y después como que se arrepienten porque la ven difícil. Por ejemplo, Carthage (Alfaguara, 2014, 536 páginas. Traducción de José Luis López Muñoz), de Joyce Carol Oates. Éste es sin duda el libro más irregular de una escritora con gran oficio. ¿Por qué publicar esa novela de Joyce Carol, de quien fácilmente podrían haber traducido uno de los dos volúmenes que publica por año? Tal vez porque el lector ideal de Alfaguara es en gran medida ese grupo conocido como escriñoras, quienes intentan aprender trucos narrativos de moda en libros de gran impacto publicitario, pero con bajo presupuesto estético.
Carthage es un documento dividido en tres partes y un epílogo: Joven desaparecida, Exilio y El regreso. Basta el índice para saber qué pasará. Carol nos narra, utilizando sus herramientas literarias (creación de atmósferas, excelente trabajo de diálogos y perfecta estudio sicológico de los personajes), la desaparición de la hija menor de los Mansfield. Las pesquisas señalan como sospechoso un ex combatiente gringo en Irak, un joven que al regresar hecho pomada, tanto en lo físico como en lo sicológico, a Estados Unidos culmina su compromiso matrimonial con la hija guapa, hermana mayor de la desaparecida, de los Mansfield.
La novela va saltando en el tiempo, enrosca al lector en los pensamientos del pasado y del presente de los personajes; incluso esboza una tesis temerosa: habitar nuestro cuerpo es la verdadera guerra, la cárcel. Pero de pronto la escritora se excede en asuntos intrascendentes de la historia central. Excede, insisto, quizá porque Carol ya no entiende el ejercicio de la literatura como la búsqueda de un hallazgo en la condición humana. En 2012, también en Alfaguara, apareció Blonde, de Joyce Carol, libro que recrea en 936 páginas la vida de Marilyn Monroe con evidentes excesos narrativos.
Carthage es un ejercicio al estilo La esposa de Wakefield, del argentino Eduardo Berti, novela basada en el famoso relato de Nathaniel Hawthorne: Wakefield. Al libro de Joyce le sobran fácilmente 150 páginas. Si tienen ganas de presenciar el afán por el detalle sin importancia, lea Carthage. Se dará cuenta que a veces el novelista llena la plana con los mismos moldes que lo han caracterizado, sin arriesgar nada, y curiosamente espera una respuesta consagratoria, como si las apuestas artísticas fueran una fórmula sencilla para saber cuánto debe pagar uno por los comestibles de temporada. Cuando la literatura es un púlpito en el que se canta el mismo cuento, el que ya se ha dicho y de mejor manera, con trucos gastados y exceso de pirotecnia, entonces encontramos al burócrata del arte novelístico, alguien que detenta el poder fundamentado única y exclusivamente en el marketing. Hay que leer libros malos para conocer lo bueno, pero hay que ser honestos para decirle al autor, cuando pasamos las páginas de su libro: “No me chingues, esto es pura palabrería”. Que tengas buen martes.

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