Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Tlachinollan

Guerrero, en medio de la tormenta

Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan

*La violencia no tiene límites y es evidente la incapacidad de las autoridades para enfrentarla. La clase política se encuentra atrapada en su propio laberinto, cayó en las mismas garras del cuervo que crió y se ha tenido que someter a la misma ley de la barbarie que han impuesto.

Guerrero es un territorio minado por la violencia, no hay una región que escape al control de los grupos de la delincuencia organizada. Las dos costas y Acapulco están en disputa por las plazas y el control de las rutas, al igual que el corredor que va del puerto hacia Chilpancingo y la región Norte. En la Tierra Caliente y en la Sierra impera el poder de la delincuencia organizada que ha logrado infiltrarse en las estructuras de los gobiernos municipales. En la Montaña baja y alta se mantiene una lucha a muerte por los espacios conquistados en varios municipios que son bastiones de los grupos en pugna.
La debilidad de las instituciones del Estado contrasta con la fortaleza de las organizaciones delincuenciales, cuyo poder de fuego ha demostrado ser capaz de poner contra la pared a las autoridades locales y estatales. Este engendro ha hundido sus raíces dentro de las mismas estructuras gubernamentales, es parte consustancial al modo como se ejerce el poder y como se hace política. Se ha perdido la línea divisoria que marcaba los límites y campos de acción del gobierno y las empresas del crimen.
Con el fin de la guerra fría y la expansión de la economía de mercado, la política se supeditó a garantizar el libre flujo de capital y a darle prioridad a los negocios. La proclividad de la clase política mexicana de violar la ley e institucionalizar la corrupción, dieron la pauta a los grupos delincuenciales para establecer alianzas y emprender negocios ilícitos con dinero del erario público. Los grandes escándalos por enriquecimiento ilícito de varios ex presidentes de la República le dieron carta de naturalización a la delincuencia de cuello blanco, que es inmune a cualquier acción legal por las normas no escritas de proteger a quienes delinquen desde el poder y de garantizar impunidad a quienes cometen crímenes de lesa humanidad.
Este sistema autoritario y corrupto no ha cambiado en su esencia, a pesar de que la sociedad ha dado todo para pugnar por un cambio democrático. Lo que se ha logrado es que las elites políticas compartan el poder sin trastocar el sistema y el modelo económico. Lo que ha sucedido con esta supuesta transición en las últimas dos décadas es que se han robustecido los grupos de poder al lograr las reformas estructurales que demandaba el capital trasnacional. Se ha profesionalizado el aparato represor del estado con la fuerte inversión que ha hecho para que el Ejército, la Marina y las nuevas élites policíacas se formen en el extranjero y se entrenen mejor en técnicas más sofisticada para el sometimiento de la población y la generación de estrategias más integrales para desmovilizar a la población y causar miedo y desánimo en la lucha por un cambio.
Esta democracia no ha servido para que la población tenga una mejor calidad de vida, más bien ha sido un método de mucha utilidad para las cúpulas partidistas que, de manera periódica tienen oportunidad de acceder al poder y de reproducir un sistema que profundiza la desigualdad social y mantiene como meros electores a las y los ciudadanos, que no tienen otra opción más que elegir a candidatos que fueron impuestos por los jefes de los partidos. La representatividad de quienes se presentan a la contienda electoral como quienes van a resolver los grandes problemas que enfrenta la ciudadanía es nula, porque no cuentan con la legitimidad de la sociedad ni hay el mínimo de credibilidad en lo que pregonan.
Esta crisis de representatividad, aparejada con la violencia y la inseguridad, es lo que ha hecho mella en amplios sectores de la población. La gente ya se cansó de esperar el cambio desde las alturas del poder. Perdió la confianza en los políticos que eligió en las urnas y se sintieron traicionados no sólo porque se alinearon a los intereses del gran capital, sino porque echaron por la borda ese capital político que acumularon al coludirse con el crimen organizado.
La violencia que nos atrapa y que ha trastocado el proceso electoral es lo que no han querido ver y atender las autoridades. Prefirieron focalizar su atención en las organizaciones sociales que abiertamente han fijado su postura de que no haya elecciones. Se les ha descalificado por atreverse a cuestionar la realización de los comicios. Los ubicaron como la gran amenaza y como los grupos más peligrosos en este proceso electoral. No atendieron sus planteamientos de fondo, al denunciar que hay situaciones que en verdad ponen en riesgo la vida de la población. Tampoco hicieron caso al señalamiento de que dentro de los mismos grupos políticos se arman candidaturas que responden más a los intereses de la delincuencia.
El mismo diagnóstico dejaba entrever que hay regiones sumamente peligrosas, que tenían que ser atendidas con gran responsabilidad para evitar desenlaces fatales. Lamentablemente las autoridades han dejado de lado los problemas más acuciantes. No han querido desmontar las estructuras delincuenciales que se han arraigado en las instituciones públicas y en los mismos partidos políticos. Entrar a una lucha frontal contra las fuerzas que impiden vivir en la legalidad es algo a lo que no le apuestan las autoridades, porque saben que es despertar a los poderes fácticos que se encuentran instalados en los sótanos del poder público.
Se llega al extremo de tolerar acciones que están muy lejos de cuestionar las elecciones, sino de atentar contra la vida de los candidatos y de impedir que realicen libremente sus acciones proselitistas. Es inadmisible que las autoridades queden impasibles, que los institutos electores lo único que pueden hacer es enviar inserciones pagadas a los periódicos para condenar la violencia y seguir llamando a los ciudadanos a votar.
Esta tormenta que amenaza con enturbiar más el ambiente político no ha sido atendida a pesar de haber sido pronosticada a tiempo por la población. Los llamados de la sociedad hechos a su estilo por la sordidez del gobierno, eran una alerta para las autoridades, sin embargo, la lógica del poder es sólo administrar los conflictos, sobrellevar los problemas. Apostarle al desgaste, minimizar los hechos, invisibilzarlos y darle vuelta a la página de la ignominia.
Desde la tragedia de Iguala, el gobierno federal se ha encargado de darle carpetazo al caso, se ha negado a investigar a las autoridades de más alto rango. Lo más grave es que se ha empecinado en decir a otros gobiernos del mundo, que el caso de Iguala es un hecho aislado, para no poner en entredicho la imagen renovadora del presidente Enrique Peña Nieto y los supuestos logros con las reformas estructurales.
Esta práctica de negar la realidad y de no admitir que la colusión que existe entre el poder público y los grupos de la delincuencia organizada es un problema transversal que se vive en el país, es parte de la crisis de gobernabilidad que nos lleva hacia el colapso de un sistema que está corroído por la corrupción y que está cobrando muchas vidas.
La lucha de los padres y madres de los 43 estudiantes desaparecidos de la Normal Rural de Ayotzinapa ha sido el detonador de un cambio de fondo que busca contener esta debacle provocada por el mismo gobierno. Su exigencia por la presentación con vida de sus hijos no es sino el grito más preclaro sobre el cambio que requiere el país. Esta conciencia ética de la sociedad sintetizada en las voces de los papás y mamás es el llamado más consistente para que los gobiernos se bajen del pedestal y atiendan los reclamos de justicia. La violencia no tiene límites y las autoridades han quedado evidenciadas en su incapacidad de enfrentarla y de someter a sus pregoneros. La clase política se encuentra atrapada en su propio laberinto, cayó en las mismas garras del cuervo que crió y se ha tenido que someter a la misma ley de la barbarie que han impuesto al causar graves daños a la población.
No se trata de salvar por salvar el proceso electoral para que las cosas sigan igual; se trata, ante todo, de escuchar a la población que exige justicia y demanda cambios. De atender seriamente los focos rojos de la violencia y de enfrentar con rigor a quienes atentan contra la vida y vulneran nuestra endeble democracia. Para ello, se necesita acabar con este régimen obsoleto y con los políticos trepadores que forman parte de la delincuencia institucionalizada empotrada en los partidos y en la burocracia gubernamental.
Los partidos políticos y sus candidatos deben entender que su futuro político no se circunscribe únicamente a obtener el triunfo electoral, sino que el sentido último de su razón de ser es reencontrarse con las luchas de la sociedad, es descentrar su actuación y entender que ellos no son el eje que guía los cambios en el país, sino que son los ciudadanos y ciudadanas de a pie los verdaderos actores de la transformación democrática, son los pueblos y las organizaciones sociales quienes forjan una nueva nación, y son ahora los padres y madres de familia que en medio de su dolor y de su lucha invencible nos ayudan a cruzar este umbral de la violencia para transitar hacia una sociedad donde se erradique la tortura y las desapariciones forzadas.

468 ad