Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Alcaldes de Acapulco (IX) La Santísima Inquisición

Gracias, surianos.

Cartas a Eufemia

Don Juan Sánchez Caballero arriba al puerto en su propio barco, procedente de Perú. Apenas pone pie en tierra es arrestado por soldados al mando del alcalde Pedro de Balmaceda. El hombre está a punto del soponcio cuando le dan a conocer los cargos en su contra: “obstruir el servicio de transporte de correspondencia”, el correo, pues. Lo acusa el señor Antonio Díaz quien alega que Sánchez Caballero se negó a traer una carta para su novia acapulqueña. El mismo había intentado entregársela en el muelle peruano.
El alcalde Balmaceda hace entrega formal del reo al comisario del Santo Oficio, licenciado Juan Mantilla quien, recién llegado de Manila, se enfrenta a su primer caso y ya le anda por estrenar el fogón. Califica el asunto como “evidente el desacato a una disposición oficial. Aplaza la sentencia, no obstante, para atender un gravísimo caso de bigamia.

Esclavos

Antón Hernández y Mariana de la Cruz contraen matrimonio en la parroquia de N.S. de los Reyes (hoy catedral de Acapulco) y aunque no lo divulgan las revistas Hola y Quién de la época, la noticia llega hasta Michoacán a oídos de doña Agripina Altamirano. Dama ricachona a la que le interesa el suceso porque Mariana, la novia, fue su esclava y ella misma atestiguó su matrimonio con otro esclavo suyo. La piadosa dama dictamina que la mujer ha caído en brazos de Lucifer y ofrece por ello su testimonio a los inquisidores.
Mariana –“que se caía de buena”, en opinión de verriondos señores–, es juzgada por Mantilla el 17 de noviembre de 1593. La encuentra de bigamia agravada enviándola, ipso facto, al tribunal de la capital novohispana.

¿Qué dicen que dijo?

Al alcalde Juan de Mendoza Villela no le agrada una secuencia del sermón dominical del párroco Joseph de Lorenzana, de la Señora de la Guía y para demostrarlo abandona el templo en pleno sufragio. Lo acompañan otros funcionarios: don Pedro y don Santanón Olea y el alférez real Antonio de Tovar. Estos tres últimos no saben ni de qué “dope”, como dicen hoy los jóvenes. Y allá van con el licenciado Pedro Monroy, comisario del Santo Oficio.
Por tratarse de quienes se trata, Monroy los escucha sin dilación para ordenar enseguida traer “mecateado” al curita mentado. Ante un piadoso fraile encabronado, los inquisidores se quedarán con la boca abierta al escuchar su docto alegato. Sostuvo que el libro Laurea evangélica, de donde expurgó el sermón cuestionado, es un texto con sermones predicables escrito por el obispo de Badajoz, Ángel Manrique, elogiado incluso por el Santo Oficio. Todo terminará con un “nos ha de perdonar, su eminencia, por tamaño dislate”.
Hereje

Deschavetado o en vías de estarlo se acusará aquí al gaditano Gaspar Munguía. Un hombre que, a sabiendas de ser buscado por el Santo Oficio, se presenta ante su comisario porteño para anunciar muy güevoncito: “vengo a entregarme”, ustedes dirán”. Y todo por un chisme de amigos.
Había sucedido en la ciudad de Puebla. Reunido con cuates y hablando de religión, Gaspar Munguía habría enunciado: “es mayor el pecado del hombre que la misericordia de Dios… (si Dios no hiciera uso de ella)”. Dicho esto último después de una brevísima pausa que los interlocutores o no escucharon o no quisieron escuchar. ¡Herejía, herejía!, acusaron aquellos llevando el asunto ante el temible tribunal
Pedro de la Reguera, ministro inquisidor, hará viaje especial a este puerto para conocer el caso y por vía de mientras declara culpable don Gaspar Munguía. Lo acapulqueños no lo llamarán hereje sino de otra manera.
El alcalde don Diego Cabrera usará por primera vez su partida presupuestal denominada: “Leña para el fogón de la Inquisición”. Su tesorero jamás le dirá que en Acapulco nunca se ha quemado a nadie .

Blasfemo

Blas de Ontiveros llega al puerto y trae bajo su custodia, él y un viejo mosquetón, a una cuerda de “forzados” cuyo destino son las islas Filipinas. Luego de acomodarlos en la fortaleza de San Diego corre ante el comisario del Santo Oficio, licenciado Andrés López de Almocedén. Le urge denunciar a unos de sus custodiados el haber proferido durante el camino palabrotas contra la corte celestial y sus anexos. Joseph Martin, su nombre..
–¿Cómo, cuáles destinatarios y cuáles palabrotas? –pregunta el comisario–.
–¡Dígame por lo menos dos! –insiste–.
–¡Madres! –se dice Martin para sus adentros–. Si le digo algo este cabrón es capaz de poner blasfemias en mi boca y hasta refrito voy a terminar–. No puedo, señor comisario, temo condenarme al fuego eterno si repito tan feos epítetos contra santos y santitos. Con decirle, señor, que el insensato se metió hasta con la virgencita de ustedes, la de los Remedios, llamándola gachupina. No, a nuestra madrecita del Tepeyac la respetó y hasta se encomendó a ella.
¡Pues, va p´adentro y p´atrás –ordena López de Almocedán–. (Primero al calabozo y más tarde de regreso a la ciudad capital).
El blasfemo permanecerá recluido en la fortaleza de San Diego, bajo la custodia del alcalde Pedro de Peralta, en tanto se completaba una cuerda de reos para la capital de la Nueva España.

Saurina

El alcalde Pedro Legorreta acude al atracadero de las naos de Manila, en la hoy Tlacopanocha, para solidarizarse con los angustiados familiares de un galeón retrasado. Un retraso poco común de varios días que mantiene a esa gente al filo de la desesperación. El edil se hace acompañar por el capitán Pedro de Olea y el fraile dominico Domingo Martínez, dejando a este último la misión de reconfortar a aquella gente. No lo logra porque sus palabras hablan sólo de dolor y resignación…
En esas está el fraile Martínez cuando es interrumpido por una voz femenina áspera y chillona demandando ser escuchada. Se trata de La Negra Cecilia, como es conocida una popular “saurina” del pueblo. Habla con grandes voces.
¡Gentes –anuncia–, el barco llegará, jodido y con menos gente, pero llegará. Ha salido apenas de una tormenta y ya enfila hacia el puerto. Alégrense, gentes!
Pasados tres días entrará a la bahía el galeón San Nicolás Tolentino, al mando del capitán Bartolomé Estupiñán. Desarbolada y la tripulación menguada como había vaticinado Cecilia. Los ojos cuadrados de los acapulqueños semejarán ventanas abiertas al conocer el prodigio y lo que menos esperarán un premio de la autoridad para la “saurina”.
¡Qué va! Para el dominico Martínez la mujer había sido instrumento de Lucifer para hacer tal vaticinio, sin otro propósito que provocar la angustia de los familiares. El propio cura entregará a la Negra Cecilia al comisario del Santo Oficio, bachiller Antonio Gutiérrez.
Acapulco se quedará sin horóscopos.

Renegado

–Acúsome, padre, de haber rengado de mi fe católica–, confiesa el soldado Joseph de Trento, de la guarnición del fuerte de San Diego, ante el cura Cristóbal López de Ozuna. Ruega para sí el confidente que el confesor no le ponga como pena otras oraciones que no sea el Credo, la única que se sabe.
A ver, hijito, ¿por qué dices eso?
Y de Trento, confiado en la fama de santo de que goza López de Ozuna, se suelta cuestionando los libros sagrados de la iglesia, la misa, la confesión y “questo” y “quelotro”.
Para cuando el soldado termina su confesión, el padrecito ya ha traído al comisario del Santo Oficio, bachiller Miguel Loreto, quien toma preso a Trento bajo el cargo de blasfemo. Por su parte, el alcalde Domingo de Zalaeta ordena al alguacil Domingo Lobato llevar al preso hasta las Ladrilleras, a una legua del puerto. Allí deberá entregar al soldado al alguacil mayor del Santo Oficio de la Nueva España, quien se hará cargo del reo hasta entregarlo a sus jueces el 2 de marzo de 1670. La suerte del soldado blasfemo no se conocerá en el puerto, pero ni falta que hará.
Sus compañeros de la guarnición porteña no darán crédito al suceso, sabedores de que Trento estaba más que deschabetado.

Salvado por el Virrey

Condenado a muerte, el criminal marcha por las calles de la ciudad de México que conducen al “quemadero” de la Santa Inquisición. Acompañan la marcha fúnebre familiares y amigos del condenado en franca protesta porque “se está cometiendo un terrible injusticia”. “¡Gabriel es inocente, Gabriel es inocente”, corean aquellos y al paso de las calles el coro será tumultuario al unírsele los asistente al “espectáculo”.
La marcha pidiendo el indulto para de Gabriel Valladares ha llegado a dos o tres calles del cadalso, topándose en el cruce con la comitiva del propio virrey de la Nueva España, Bernardo de Gálvez. ¿Error de logística de los custodios? Una oportunidad preciosa que no desaprovechan los manifestantes — miles para entonces— , rodeando la carroza virreinal mientras avivan sus demandas. Un hecho inédito en los siglos del virreinato.
Condescendiente, el marqués de Galvez, un mocetón liberal de apenas 30 años, abre la puerta de su carruaje a los familiares encabezados por la madre de Gabriel. A ella le confiará que su representación es muy menor a la del rey y que este caso el soberano es el único con poder para perdonar a su hijo. Perdonadme que no pueda complacer sus deseos y los de toda esta gente, pide.
Para entonces la guardia ha sido reforzada por soldados que arremeten contra la turba, creyendo en peligro al virrey. Galvez los contiene con energía proclamando que es la primera vez que tiene contacto con el pueblo. No obstante, el joven representante de rey Carlos III analiza el peligro que corre ante una negativa rotunda y decide enfrentar la situación con valentía.
Sale nuevamente del carruaje para anunciar: “Concedo en este momento el indulto a Gabriel Valladares, indulto que será válido si nuestro soberano lo confirma. En tanto, Gabriel deberá volverá presidio, subraya. Jubilosa, la otrora amenazante turbamulta romperá en aclamaciones para Galvez, cuyo carruaje será acompañado por miles hasta su sede en la Plaza Mayor. Otro hecho insólito durante la Colonia.
Gabriel Valladares será traído a Acapulco, de donde había sido llevado a la metrópoli para su proceso, volviendo a su celda del fuerte de San Diego. Allí permanecerá quizás hasta que el generalísimo Morelos tome la fortaleza y lo ponga en libertad. El virrey Galvez morirá meses más tarde.

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