Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

*La mecedora de la maestra

Don Pedrito Díaz era un campesino jornalero chaparrito, fumador, de bigote cerrado, e inseparable sombrero de palma.
Conversador nato, su plática no tenía fin. Fumaba cigarro tras cigarro y nunca le faltaba uno de reserva detrás de la oreja derecha.
Sabía tantas historias que su memoria era envidiable; no había tema que le fuera ajeno ni chiste que no hubiera contado.
Hizo época como danzante de los Doce Pares de Francia, la danza que se baila en Quechultenango en honor a la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre.
Su personaje era el caballero Ganalón, uno de los enviados de Carlo Magno para dialogar con los moros en aquellas legendarias batallas de los cruzados.
Todos en el pueblo lo identificaban por sus grandes saltos que lo hacían crecer en la danza, con su gorro que terminaba con una punta que la gente luego identificó como una variedad de trompo que se le conocía como mona o monita. “El de la monita”, le decían.
También fue memorable su papel en la danza de los Viejos, en la que representaba al jefe de familia en la circunstancia de pedir a la novia y de organizar la fiesta del casamiento, siempre improvisando con ocurrencias con las que hacían reír a la gente.
En una parte de la actuación, el jefe de familia se quejaba con su hijo mayor de que su mujer ya no lo obedecía porque carecía de fuerzas para imponerse.
Entonces, le ordena al hijo que meta en cintura a su madre:
Hijo, te autorizo para que vayas y chingues a tu madre.
Al oír eso el danzante en el papel del hijo, confundido con el diálogo improvisado de don Pedrito Díaz, mejor optaba por reírse, contagiado por las carcajadas del público.
Además de todos esos papeles que desempeñó como personaje comprometido con su comunidad, don Pedrito Díaz era el peón oficial de la maestra Eva Campos, mujer solterona, dueña de muchas tierras y siembras que le daban grandes cantidades de mazorca que desgranar.
Precisamente empleado en la desgranada de mazorca en casa de la maestra Eva, a don Pedrito le ocurrió lo que a veces llegaba a contar con cierta congoja.
Dice que de tarde en tarde, mientras desgranaba la mazorca, miraba a la maestra sentarse frente a él para verlo trabajar.
La maestra Eva decía que le agradaba escuchar el ruido que hace la mazorca al desprenderse de los granos de maíz, a fuerza de arrastrarla sobre la superficie de los olotes.
Don Pedrito desgranaba rápido, y lo hacía todo con limpieza; por un lado acomodaba los olotes, por otro el totomoxtli, y tendía luego los petates, y sobre ellos su olotera. Podía desgranar con ella una mazorca en cada mano, a un ritmo como si de una máquina se tratara.
La maestra, sentada en su mecedora, disfrutaba el momento fumando un cigarro y tomando su café.
Mientras tanto, don Pedrito se esmeraba en el desgranado sabiendo que era observado. Sus manos iban y venían con sendas mazorcas desgranando mientras pensaba cómo sería el placer de sentarse en esa silla que se mecía, en la que tan plácidamente a veces la maestra se quedaba dormida.
Con esos pensamientos que iban y venían en su mente, don Pedrito un día tomó la decisión de aprovechar la primera oportunidad que se le presentara para sentarse en la mecedora.
Cuando en una de esas tardes la maestra Eva por cualquier razón salió de su casa, don Pedrito pensó llegada la hora de satisfacer su curiosidad sobre la mecedora.
Se levantó rápido de la olotera y se acercó presuroso a la silla, la observó detenidamente en sus detalles, la balanceó con una mano, como lo hace el buen jinete que primero tienta al animal que va a montar, y luego procedió a sentarse.
Cuenta que apenas iba recargándose en el respaldo de la mecedora para disfrutar del placer de ése asiento, cuando escuchó los tacones de la maestra que se acercaba.
Todo ocurrió a la vez, porque precisamente cuando quiso levantarse de prisa creyó que la silla mecedora cobraba vida, porque el balanceo le obligó a levantar los pies, que no supo cómo se elevaron sobre su cabeza hasta que cayó pesadamente sobre el montó de maíz desgranado.
Cuando don Pedrito platicaba los sucedido, decía que no alcanzaba a comprender cómo fue que al sentarse en la mecedora ésta inmediatamente lo expulsó, como si se hubiera tratado del reparo de un animal brioso, porque fue tan brusco el movimiento de la silla que lo arrojó de bruces entre el maíz.
No supo si la maestra alcanzó a ver su caída o simplemente se imaginó lo sucedido al verlo medio enterrado entre el montón de maíz, pero dice don Pedrito que al verlo le preguntó:
Bueno Pedrito, ¿qué andas haciendo?
De respuesta rápida don Pedrito dice que le respondió ocultando la pena:
Ando buscando la olotera maestra, ¿cree que se me perdió?

Lo del agua al agua

Se llamaba Juan el vaquero de Atoyac, pero todos lo conocían como Juancho, y los vecinos lo afamaban porque era como el reloj anunciando la misma hora con su paso todas las mañanas.
Juancho montaba un caballo blanco de una gran melena desaliñada. Todos los días pasaba de madrugada rumbo a la ordeña con sus dos picheles colgados de la cabezada de la silla, uno a cada lado.
Era la época de lluvia, ya a mediados de las aguas porque es cuando los ganaderos se permiten ordeñar sus vacas sabiendo que hay buen pasto fresco, y que la leche es suficiente para que los becerros se amamanten.
Juancho no sólo tenía el deber de ordeñar las vacas allá de aquel lado del río, sino también de traer la leche temprano hasta el mercado donde sus clientes lo esperaban impaciente para recibir sus entregas.
Nadie sabe cómo ni cuándo fue que se le ocurrió a Juancho hacer su propio negocio con la ordeña, el caso es que llegó el día en que, de tanto pasar el río, tomó la decisión de bautizar la leche, agregando un litro de agua repartida entre los dos picheles.
Desde el primer día de esa operación Juancho se regocijó porque vio aumentada la venta en diez pesos correspondientes al litro de agua.
Al final entregaba la cuenta al patrón y se quedaba con los diez pesos extras, luego comenzó a hacer cuentas de lo que ganaría en un mes con su negocio, y calculó que con eso podría comprarse un sombrero calentano de los que traen a vender de Tlapehuala a la feria del café.
Al mes, Juancho estrenó su sombrero blanco de astilla con su barbiquejo negro, y no cabía de gusto que todos se fijaran en él, por eso todas las mañanas pasaba cantando en su caballo blanco desaliñado.
Al poco tiempo de continuar con su costumbre de bautizar la leche con el litro de agua, pensó que lo mismo daría si en vez de un litro le ponía dos, “al fin la gente ni echa de ver” decía para sus adentros, animado.
Cuando Juancho hizo cuentas de lo que ganaría con el producto de los dos litros de agua al día, mezclados con la leche, pensó luego en que podría comprarse un cinturón de pita, de esos que han puesto de moda los narcos.
Todas las mañanas, al pasar el río realizaba la misma operación, y ya ni tenía que bajarse del caballo porque tomaba el agua con la medida de a litro que colgaba de la silla, uno para cada pichel.
A la semana de agregar los dos litros de agua a la leche de los picheles, sucedió que el río había crecido, pero eso no le inquietó a Juancho, quien paró su cabalgadura a la mitad del río como de costumbre para repetir la misma operación, pero al agacharse para tomar el agua, su caballo tropezó con tal brusquedad que a Juancho se le cayó su sombrero.
Impotente para alcanzar su sombrero que se movía entre los tumbos de la corriente del río, el vaquero dijo resignado sin bajarse de su montura:
No cabe duda que el dicho está bien dicho, lo del agua al agua.

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