Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Rogelio Ortega Martínez

Guerrero en estos días

(Tercera parte)

Estimados lectores, como les dije en el artículo anterior que escribiría este desde cualquier lugar que estuviera, cumplo. El Congreso local me nombró gobernador sustituto. Otro día, al terminar este tramo, si es que lo termino, y ya de regreso en la academia les contaré, a mis alumnas y alumnos como a mis cuatro lectores, las vicisitudes del poder político. Ahora a reemprender la faena para conjurar el mito de Sísifo, y otro más.
Las grandes revoluciones sociales que marcaron el rumbo de América Latina fueron primeramente, la norteamericana y la francesa; después, en el siglo XX, la leninista, la maoísta y la fidelista. La norteamericana influyó en la adopción del sistema presidencialista y el federalismo, no así en la austeridad, ahorro y acumulación capitalista de la ética protestante, como bien nos enseño Max Weber; la francesa, en el ámbito de la ideología, los valores y principios liberales, marcó a nuestras élites políticas. De las tres palabras míticas que asociamos con la Revolución Francesa: Liberté, Igualité et Fraternité, la libertad se ha ido desarrollando –con contratiempos– hasta ser hoy, en general, un bien más o menos extendido. Realidad que se disfruta. Es verdad que hay reductos autoritarios donde pensar de manera distinta a la oficial, o expresar demandas o críticas puede ocasionar la pérdida de la libertad, e incluso causar la muerte, y lo que es peor, la desaparición de las personas. Pero es cierto, como ha dicho recientemente el novelista Ken Follet, que el siglo XX fue el siglo de la lucha por la libertad (una lucha que, además, es el basamento ético de su trilogía novelada sobre la centuria que pasó). Pero si tomamos en consideración la otra ola de influencias, la lucha por la igualdad la inspiraron el socialismo y el comunismo, si bien y hay que reconocerlo, conculcando libertades, de ahí la connotación y singular relevancia de las revoluciones comunistas, el pensamiento y acción de Lenin, Mao y Fidel Castro; mucho, pero mucho más que la influencia de Kautsky, Bernstein o Juan Pablo Iglesias, para hablar de la otra vertiente de la lucha por la igualdad, la de la socialdemocracia, y sus referentes más cercanos: Olof Palme, Billy Brandt, Françoise Mitterrand o Felipe González, todos de influencia somera en América Latina.
En relación con la fraternidad, no es que sea un valor inferior, pero tengo la impresión de que, si las otras dos palabras del trío se desarrollaran con plenitud, el afecto fraterno entre unos y otros se desplegaría de manera natural. No ha sido así, de serlo no habría guerras ni choques fratricidas, guerras y genocidios. Quizá porque falta el ingrediente de la sororidad. A los franceses se les olvidó la incorporación de las mujeres al ámbito de lo público, y en especial de la política. Recordemos que los revolucionarios franceses guillotinaron a Olympe de Gouges, por la publicación de su manifiesto feminista.
El gran déficit que tenemos, pues, y como ya mis cuatro lectores habrán intuido, es el de la igualdad. En la misma línea que Follet, tengo la impresión que si el siglo XX fue el siglo de la lucha por la libertad y la igualdad, el siglo XXI sigue siendo el de la libertad e igualdad, pero ahora más que nunca el de la fraternidad y la sororidad (recordemos que la palabra fraternidad proviene del latín fratelo que significa hermano, mientras que sororidad deriva de sorela: hermana) el de la búsqueda de la igualdad: es, de nuevo con Ortega (don José) el tema de nuestro tiempo.
Y sí, porque la igualdad es seguramente el valor derivado de la Ilustración y de sus herederas principales, las revoluciones americana y francesa, que menos ha cumplido las expectativas. Si nos remitimos a la variante política de la igualdad, el recorrido hasta alcanzarla ha sido sinuoso y, en ciertos casos, aún no se ha llegado a puerto. Por ejemplo, tuvo que pasar más de un siglo para que lo establecido en la declaración de independencia de Estados Unidos (nacidos libres e iguales en derechos) se concretara en normas y procedimientos que terminaran –y no completamente, como vemos aún en estos tiempos– con la discriminación de las y los ciudadanos de origen africano, y más aún: a la mujeres y hombres de nuestros pueblos originarios. En México, con otro estilo pero similar propósito, la idea de igualdad formulada en Los sentimientos de la Nación (“solo distinguirá a un americano de otro el vicio y la virtud”) apenas se alcanzaría de modo más o menos pleno tras la crisis de 1988 y la transición subsiguiente.
Peor le ha ido a la igualdad desde el punto de vista social. Estamos muy lejos de haber removido las circunstancias que mantienen a muchas personas apenas en el nivel de subsistencia, y vulnerables al poder de unos pocos que acumulan recursos desmesurados (y, otra vez con Morelos, la dicotomía entre “opulencia e indigencia”).
Por igualdad social no quiero decir aquí un igualitarismo tosco y uniformizante, que no tiene en cuenta las diferencias individuales en talento, esfuerzo o voluntad, por citar solo algunas. No caigamos en la exageración que ya fue burlada por los antiguos griegos con –y perdón por usar otro mito– la historia de Procustes, El Estirador.
Un malandrín, este Procustes El Estirador, tenía una posada con camas de tamaños iguales, o bien muy cortas o bien muy largas y se empeñaba en que los hospedados debían encajar en ellas. De ser muy largos, les cortaba las piernas. De ser pequeños, los estiraba. Acabó mal, claro. Se la devolvieron. Teseo, el amigo de Hércules, agarró a Procustes por sorpresa, lo hizo echarse en una de sus camas, lo amarró y, como no cabía, le cortó la cabeza, entre otras partes. Trágicos los mitos griegos, no cabe duda, como trágico es nuestro presente.
No, la igualdad no es la de Procustes, sino de la necesidad de armonizar una convivencia que lacera, agravia y fustiga cuando la distancia entre los que más tienen y los que menos es tan excesiva que difícilmente puede haber comunidad de país y comunidad de proyecto.
Y tenemos malas noticias. México es un país bastante desigual y, dentro de México, Guerrero está junto con Oaxaca y Chiapas entre los tres peores lugares. En concreto, según el último informe de Coneval, nuestra entidad tiene el segundo índice de desigualdad más alto del país y, lo que es peor, la tendencia es creciente, ya que los datos de 2012 son peores que los de 2010, mientras que, en promedio, a nuestro país le ha ido levemente mejor.
Si nos sirve de consuelo, la desigualdad, en promedio, ha estado aumentando en el mundo en los últimos años. Así lo argumenta el economista francés Thomas Piketty, cuyo libro, El capital en el siglo XXI, traducido y publicado entre nosotros por el Fondo de Cultura Económica se ha convertido en el libro académico más leído en el mundo en los dos últimos años y a su autor en un conferenciante estrella, que se lo disputan en todos lados instituciones académicas y políticas. En México, por ejemplo, donde estuvo hace unos meses, tuvo que repartir su tiempo entre el Colegio de México, la UAM, el CIDE o la FIL de Guadalajara. Entre quienes han comentado aquí su trabajo están Gabriel Zaid o Jorge G. Castañeda. Y fuera de México, cuanto premio Nobel de Economía pueda uno señalar.
El éxito del trabajo de Piketty –sin entrar a precisar su contenido– no hace más que reflejar lo que señalaba al principio de este artículo: la igualdad como promesa incumplida de la democracia. El incremento de la desigualdad, de no frenarse, pondrá en riesgo la propia convivencia en libertad.
Y no se trata solo de un asunto de ética cívica y de construcción de ciudadanía plena. La desigualdad genera varios tipos de problemas con consecuencias muy graves, de manera que luchar a favor de su disminución también puede observarse como una medida egoísta. Por ejemplo ¿cuánto nos cuesta la delincuencia y la criminalidad? ¿Si las sociedades fueran menos desiguales, habría menos crimen?
Pues fíjense que sí. De entre las varias explicaciones que se han dado para intentar entender las razones por las cuales algunas personas toman el mal camino para sus vidas, una de las que personalmente me convence más es la que atribuye a la desigualdad social el germen de la violencia. En una investigación reciente, un equipo del Banco Mundial estudió la relación entre desigualdad y violencia en los municipios de nuestro país. Y sus conclusiones son muy claras. En el periodo 2005-2010 el incremento de la desigualdad se vinculaba directamente con el aumento de homicidios dolosos.
¿Cómo gobernar una entidad con tantos rezagos estructurales, desigualdades y agravios sociales ancestrales? ¿Cómo gobernar en una sociedad movilizada que reclama y exige justicia, en donde grandes colectivos de ciudadanas y ciudadanos se han organizado para autodefenderse del crimen, de la violencia de caciques y, en ocasiones, hasta de las propias autoridades e instituciones degradadas por la corrupción y penetradas por la delincuencia organizada? Serán estos los temas de la siguiente entrega, si El Sur y ahora, además de la roca de Sísifo y Procustes El Estirador, me lo permiten.

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