Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Lorenzo Meyer

AGENDA?CIUDADANA

*La decadencia política

*La transición democrática nunca se completó, lo mucho que quedaba del pasado terminó por imponerse y el resultado es lo que hoy vivimos.

Hipótesis. Lo que esta columna propone es un enfoque para tratar de entender dónde estamos hoy en términos de desarrollo político.
Los cambios sociales y culturales que ya se venían dando y acumulando en la sociedad mexicana en los años 1960 y 1970 no fueron bien procesados por el presidencialismo autoritario, y aunque algo intentó –la reforma política de 1977– no fue suficiente. Esa resistencia de la estructura de poder a transformarse, aunada a su incapacidad para enfrentar las crecientes fallas del modelo económico, condujo a una serie de crisis políticas, (1968, la guerra sucia de los setentas, 1988, 1994) y económicas (1982 y 1994-1995) que llevaron a que “el PRI de los 71 años” perdiera la Presidencia en 2000.
La enorme oportunidad histórica que entonces se abrió para transformar y recargar de legitimidad la vida política mexicana –la transición a la democracia– se degradó muy rápido hasta perderse por la falta de visión, la estupidez y la corrupción de quienes debían llevar adelante tan delicada tarea. Consecuencia de lo anterior fue que sobrevivió mucho del pasado infectado hasta la médula de corrupción e ilegitimidad, y eso contaminó todo lo nuevo. Fue así que, actores que deberían de haber jugado un papel central en el cambio –PAN y del PRD– se fueron degradando y el viejo sistema heredado, y supuestamente condenado a desaparecer, se impuso sobre la “transición a la democracia” y la revirtió. Por eso, hoy México simplemente experimenta no una vida democrática sino la prolongación del largo decaimiento del entramado institucional que se inició allá por el 68.
La visibilidad del carcoma. Hoy, en esta época de campaña de cara a las elecciones intermedias, el problema de corrosión de un sistema político que nunca logró “ponerse al día” se hace más evidente. Las campañas partidistas están a años luz de la “fiesta de la democracia” que deberían ser. El llamado Partido Verde (PVEM) viola de manera descarada, sistemática, el de por sí torcido marco legal electoral, y no hay manera de ponerle un alto efectivo; se le multa, pero el monto de la sanción es menor a lo que el infractor espera ganar como resultado de su infracción. Y es que, la ganancia en votos esperada también le conviene al partido en el gobierno, que tiene al Verde como aliado incómodo pero indispensable. Y aunque el Verde es el caso más notorio de “mandar al diablo a las instituciones”, en realidad otros partidos también están envueltos en los esquemas tradicionales de compra de votos. Equipos de brigadistas actúan abiertamente como grupos de choque, y en estados como Guerrero y Michoacán se llega al extremo de secuestrar y asesinar a candidatos. La parcialidad abierta de la televisión en favor de un partido –otra vez el Verde– se desarrolla con total impunidad, mientras que el sacar del aire a noticieros independientes y críticos –el caso Aristegui– se hace pasar como un mero “conflicto entre particulares”. Y todo esto tiene lugar en un ambiente de corrupción e impunidad casi total.
El concepto. El concepto de decadencia política cuadra perfectamente con la situación mexicana. En los 1960, el profesor Samuel P. Huntington señaló que la decadencia política en el mundo periférico contemporáneo es consecuencia de un desfase entre la movilización y participación de la sociedad –producto de la modernización– y el proceso de institucionalización, es decir, entre el aumento acelerado de las demandas que emergen desde la base y lo inadecuado de las instituciones para procesarlas de manera más o menos aceptable (Political order in changin societies, 1968, pp. 86-88). En esas circunstancias, la capacidad o incapacidad de adaptación de la maquinaria institucional constituye el corazón de la política.
Recapitulando. El Porfiriato se propuso modernizar la economía mexicana, pero inevitablemente el proceso alteró la estructura social, y Díaz no pudo o no quiso cambiar a tiempo la pobre institucionalización política. Cuando llegó el momento de resolver el gran tema del relevo presidencial, el gastado tejido del orden oligárquico no aguantó la presión y se colapso.
La Revolución Mexicana siguió con la modernización, resolvió el problema de la sucesión mediante el principio de la no reelección y le dio entrada política a las clases sociales mediante la estructura corporativa, cuyo centro fue el PRI. Sin embargo, su estructura autoritaria se resistió a democratizarse y, finalmente, una serie de crisis y el cambio en la atmosfera mundial abrieron en 2000 la posibilidad de poner al día la política mexicana mediante un juego partidista real. Sin embargo, a los nuevos líderes les tembló el pulso, no tuvieron visión de largo plazo y se atemorizaron ante las posibilidades de cambio, pese a ser institucionales. Eso permitió el retorno del pasado –del PRI de Atlacomulco–, con lo que se abrieron las puertas al desorden, a la confusión, al déficit de legitimidad de la estructura política y al retroceso, a la marcha en reversa en materia política.
La democratización mexicana se desmadejó antes de poder consolidarse pero las formas de control del pasado que hoy se pretenden recuperar, ya no tienen la capacidad de restablecer la estabilidad autoritaria de ese pasado. El resultado es lo que hoy caracteriza a nuestra época histórica: la decadencia del proceso político. Por tanto, la gran tarea del futuro es: la regeneración.

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