Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Rogelio Ortega Martínez

Guerrero en estos días. El mito de Casandra

(Sexta parte)

No es posible guardar siempre la ira en el corazón. 

La Ilíada es el poema más antiguo que registra la literatura occidental. Nuestro eminente mexicano Alfonso Reyes hizo una extraordinaria traducción al castellano. Da cuenta de la guerra entre Aqueos y Troyanos. Narra los últimos 51 días del año décimo de la guerra de Troya y la historia se complementa con algunas partes de la Odisea y de añadidos y reelaboraciones posteriores. Tengo en mi memoria lejana de adolescente, el mito de Casandra, cuando leí por primera vez a Homero y quedé profundamente impresionado con la hija de Príamo, rey de Troya, hermana de Héctor y de Paris. Casandra, adivinadora desde niña, fue recluida y tildada de loca. Vaticinó la destrucción de Troya, a causa de una hermosa mujer y de su hermano Paris. Nadie le creyó cuando anunció que los griegos entrarían en la ciudad ocultos en un caballo de madera, y no quedaría piedra sobre piedra y, después de saquear y mancillar el honor de la ciudad más esplendorosa de aquella época, el resplandor del fuego se avistaría hasta Atenas, predijo la pitonisa. Nadie le hizo caso, y sucedió.
Por las playas de Troya o tras las murallas de la ciudad andaban Agamenón, rey de reyes; Menelao, el más apuesto, el del agravio; Odiseo, el más noble, el sabio, el sensato; Ajax, El Gigante; Aquiles, El Inmortal; Héctor, el valiente; Paris, el veleidoso; Príamo, juicioso y timorato; Helena, La Bella, la de todos los atributos reunidos en una sola mujer. La concentración de héroes por metro cuadrado era la más densa en toda la historia conocida. Un complejo enredo de ambiciones, pasiones y odios, de amores y desamores, de arrebatos, rencores y codicia amalgamada, donde parece que todo el mundo goza y sufre permanentemente.
Aquiles sufre lo indecible al enterarse que Patroclo, su amigo de toda la vida y compañero íntimo, muere embestido por la espada de Héctor, suplantándolo, en el intento de vencer en duelo personal y definir la guerra, enfundado en el traje de El Inmortal. El drama no termina, pero alecciona. Aquiles, después de retornar a la guerra y vencer a Héctor en colosal combate para vengar cruelmente la muerte de su amado Patroclo –y quizás por eso luego,  antes de ser herido y morir a causa de la jabalina lanzada con el pulso tembloroso del anodino Paris, dijo que no era posible guardar siempre la ira en el corazón.
Troya no es solo la épica de héroes y divinidades peleando por sus pasiones. De la guerra de Troya pueden formularse al menos dos preguntas de intensidad variable, y las que se hizo siempre el sensato e inteligente Ulises: 1) ¿Después de diez años de sufrir todas las calamidades de una guerra interminable, valía la pena seguir en guerra?. 2) ¿Toda esa gran generación de jóvenes príncipes, aqueos y troyanos que murieron, sabían bien por qué murieron y, sobretodo, valió morir por rescatar a Helena e incendiar Troya destruyéndose a sí mismo?
Me pregunto si en estas prolongadas horas violentas que vivimos en Guerrero, a cuantos se les ocurre preguntar ¿hasta cuándo va a terminar esta guerra, la violencia y la destrucción, el odio y el rencor? Un tipo de estupefacción que se produce alentando las diferencias y sembrando agravios.
Troya, símbolo de la destrucción en grado extremo. Recordemos el adagio que dice: “ardió Troya”, pues nos enseña que la guerra no es la continuación de la política por otros medios, como afirma la tristemente célebre frase de Clausewitz. Al contrario: la violencia es el fracaso de la política. La violencia se produce y se exacerba cuando ya nadie se escucha, cuando la acusación fácil entre unos y otros se impone, cuando el que grita más fuerte calla al dialoguista, cuando la diatriba y el estribillo se imponen por encima de la reflexión, cuando se aplaude, se pondera y celebra al más radical, al más insensato, al incendiario y violento.
Lo paradójico, en este extraordinario poema épico y bélico, es que sus protagonistas son descendientes de los primeros pueblos que reflexionaron sobre la política como medio pacífico para ordenar la convivencia social. Quién sabe si siglos más tarde, un descendiente remoto de Menesteo, el jefe de las tropas atenienses en la guerra y uno de los infiltrados en el Caballo de Troya, fuese quien bautizó a su hijo como Demócrito en homenaje a la forma de organización política de su ciudad.
La verdad es que vistos desde hoy, lo que hicieron los atenienses allá por el siglo V antes de Cristo me llena de asombro y admiración. En medio de tierras no muy fértiles, que apenas producían olivos y viñas y con dos o tres cabras brincando por los escasos pastos de sus escarpados montes, construyeron una civilización de la que somos deudores.
La palabra democracia surgió cuando ya estaba en marcha una práctica según la cual el demos ejercía el cratos. Claro que demos (concertemos en traducirla por pueblo, aunque hay matices) entonces era bastante restrictivo, ya que dejaba fuera a las mujeres, los esclavos, a los que no tenían propiedad y a los extranjeros. Pero convengamos en que resulta notable que hace 2 mil 500 años se acordara una forma de organización política del gobierno de los muchos (con las exclusiones antedichas) frente a lo que entonces era habitual: o el gobierno de uno (monarquía o tiranía) o el gobierno de pocos (aristocracia u oligarquía). Por decirlo en las palabras de otro héroe, el gran Pericles: “Tenemos un régimen político (…)  que (…)  es el modelo para otros. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es Democracia (Oración Fúnebre, alrededor del año 450 AC).
De los griegos heredamos el nombre y una parte de sus prácticas políticas. No heredamos, para bien, el criterio restrictivo de pertenencia a la ciudad (polis). Para mal, no heredamos el espíritu de virtud cívica que marcó la vida política ateniense en algunos periodos y dio origen a la palabra idiota para referirse a quienes solo se ocupaban de sus asuntos privados o de grupo, sin participar en las actividades colectivas de la ciudad. No heredamos la práctica del ejercicio directo de la democracia tal y como lo hacían quienes estaban formalmente acreditados para ello. Los atenienses que lo deseaban acudían a la plaza central y deliberaban y tomaban sus decisiones.
Cuando hacia mitad del siglo XVIII se intensificó el rechazo de los poderes unipersonales de los reyes, la opción elegida no fue la democracia directa, sino la representativa. Al principio se pensó que quienes representaran a los inicialmente escasos votantes (hombres blancos, católicos, heterosexuales y propietarios) serían individuos más o menos aislados que actuarían según su exclusivo juicio. Sin embargo, por la propia lógica de la vida política, estos individuos aislados fueron aglutinándose en nuevos aparatos: los partidos políticos, y en ellos paulatinamente la diversidad social.
No se trató de un capricho, sino del resultado necesario de la democracia representativa. Recuerdo un artículo publicado hace algún tiempo por el maestro José Woldenberg, cuando se debatía la figura de los candidatos independientes, como posible cura a todos los males reales o ficticios de los partidos políticos. Decía: “imaginemos un resultado electoral hipotético donde ganaran los independientes las quinientas curules de la Cámara. Antes incluso de la toma de protesta ya tendrán que negociar la integración de la Mesa Directiva. Al día siguiente se ponen a parlamentar y resulta que, de esos 500, 156 están de acuerdo en privatizar Pemex, 200 radicalmente en contra y el resto, ni muy muy, ni tan tan. Además, uno de los privatizadores, diputado independiente por Coahuila, tiene un primo al que le gustaría ser presidente municipal de Pungarabato, y le pide a uno de los diputados independientes de Guerrero que le eche la mano”. Al final del día, y como mis cuatro amables lectores ya habrán deducido, lo que tenemos son partidos políticos que no quieren llamarse así.
Los partidos tienen mala fama y, en muchos casos, se la merecen. También, hay que decirlo, en México y en otros lugares, fueron los partidos políticos los que, junto a los movimientos sociales, intelectuales y arriesgados periodistas, impulsaron los cambios que trajeron las libertades que son parte esencial de la democracia. Al cambio en México contribuyeron sin duda personalidades destacadas, pero tanto la izquierda aglutinada posteriormente en el PRD como el PAN tienen un largo historial de lucha por los derechos políticos, una lucha a la que también fue sensible un sector del PRI, que entendió la necesidad de los cambios para dar fin al largo periodo de régimen hegemónico, acotando al corporativismo, el autoritarismo y el “carro completo”. Si bien, y por lo visto en Guerrero, no han desaparecido del todo estas ideas y prácticas
Sin embargo, parece que en todos sitios y sobre todo más en las democracias de reciente creación, una vez concluida la “fase heroica” de instaurar la democracia, los partidos, antes o después, acaban anquilosándose, y cumpliendo fatalmente la llamada “ley de hierro de la oligarquía”: la defensa de los intereses de los dirigentes se impone frente a los de aquellos a los que dicen representar.
Sí, los partidos tienen severas fallas en su funcionamiento. Pero la mala noticia es que no hay de otra. Ningún sistema político democrático puede existir sin ellos. Ni siquiera un país que experimentó con la formación de comités populares para la gestión de los asuntos públicos pudo evitar la necesidad de crear un partido, (aunque solo uno) como mecanismo de coordinación, de reclutamiento y de planeación. Y por cierto, no fue un modelo de éxito. Si nos fijamos en países que les va bien (medidos en calidad de la democracia y desarrollo humano) en promedio tienen más de cuatro partidos importantes (Noruega, Suecia, Dinamarca). La cuestión no es el número, sino la calidad. Y ahí sí que tenemos problemas en México.
Sería pretencioso aventurar soluciones. Aunque espero que valga una reflexión: si los mexicanos, en un 90 por ciento, consideran que los partidos son corruptos  (informe reciente de María Amparo Casar), si entre los jóvenes crece la indiferencia y la falta de identidad con los partidos y si algún candidato de los llamados independientes puede ganar las próximas elecciones, los partidos tendrán que enmendarse. Claro, como de ellos dependen las medidas de enmienda, solo lo harán si son capaces de percibir el riesgo de no hacerlo. Y es que no pueden seguir dando a los votantes y no votantes “atolito con el dedo”. Se la juegan. Quizás no a corto plazo, pero pudiera ocurrir que surgieran opciones políticas alternativas que reduzcan las cuotas de poder de las que ahora disfrutan. Quizás, solo quizás, pudiera ocurrir lo mismo que estos días en Madrid y Barcelona, donde coaliciones ciudadanas y partidos emergentes están a punto de desplazar a dos partidos tradicionales de las respectivas presidencias municipales.
Pero, por cierto, cambio o continuidad requieren del mismo principio: elecciones libres y justas. Es verdad que nuestros partidos son manifiestamente mejorables, pero qué culpa tiene don Chanito, el que vende tacos de cochinita en la colonia Progreso, que cree que el candidato ‘C’ para presidente municipal hará cosas buenas en Acapulco. O por qué no va a poder la maestra Juanita, de la prepa 27, expresar su enojo yendo a la casilla y anulando su voto. Incluso el joven Eder, que decide abstenerse, pero quiere que su abstención cuente al final del día, para decirle a los partidos lo molesto que está. O también Toñita, dependienta de Farmacias Parecidas en Tixtla, que lo ha estado pensando y le gusta el candidato ‘A’ del partido ‘B’ para diputado federal, el candidato ‘B’ del partido ‘C’ para diputado local y a quien fuera o fuese para gobernador o gobernadora. ¿Que eso es un voto repartido? ¿Y? Es su derecho.
Hace unos días en Acapulco, Anna Yamel, una joven de Acatlán, intervino en el acto del INE que tuvo como ponente principal a Rigoberta Menchú. La joven argumentó, con voz entrecortada, que no le pidieran el voto cuando aún estaba fresca la sangre de los muertos. Es difícil no tener empatía con su dolor. Al concluir su intervención, con sincera solidaridad, la ovacioné de pie. Luego me reuní con ella en privado y dialogamos. Respeto su dolor, su luto. Pero nadie puede negarnos nuestro derecho a votar, a pesar de la tragedia de la guerra y de tantos otros dramas que sufre nuestro Guerrero.
A Rigoberta Menchú le mataron a su padre, a su madre y a uno de sus hermanos. Algunos de los responsables de esos crímenes viven con total impunidad en su país y hubo quien llegó a ocupar cargos muy elevados. Pero Rigoberta, como Aquiles, entendió que no es posible guardar siempre la ira en el corazón.
Es posible que alguien, sin ser pitonisa como Casandra, haya vaticinado hace ocho meses la destrucción de Guerrero, como la de Troya y verlo consumido en el fuego por el odio, el luto y el dolor. Hoy podemos salvar a Guerrero, pero no con el juego de suma cero, en el que quienes ganan, ganan todo, y el que pierde, pierde todo. Sí, en el juego en el que todas y todos ponemos, y todas y todos ganamos.
Finalmente, creo que la democracia es el único régimen político en el mundo de hoy, en el que se puede acceder al poder por la vía pacífica y la participación de la voluntad ciudadana, con el ejercicio del voto universal, libre, consciente y voluntario. También es válido que quien no esté de acuerdo con la emisión del sufragio no vote o anule su voto. Lo que no podemos admitir como ciudadanas y ciudadanos, ni permitir como autoridades es que una minoría a través de métodos violentos o de cualquier índole intente negarle a las ciudadanas y ciudadanos de Guerrero acudir a las urnas para votar por las candidatas y candidatos de su preferencia, por los partidos políticos de su preferencia. El sufragio es el derecho ganado a pulso por las y los mexicanos, consagrado en nuestras leyes. Y, como tal, no está sujeto a ninguna otra voluntad. Ejerzamos nuestro derecho. Construyamos la armonía, la paz y la nueva gobernabilidad democrática. Juntas y juntos podemos.

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