Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

*Así como viven ustedes, con miedo

Era el año 2007 y la violencia estaba presente en toda la región de la Costa Grande. La plática entre paisanos no conocía otro tema, por eso cuando se encontraban, lo que seguía después del saludo era preguntar por las “novedades”, deseando que, si las había, ninguna tuviera que ver con la familia.
Pero las novedades saltaban al por mayor. En ese tiempo, el ambiente violento fue lo que dominó la vida de los costeños, y las pláticas se volvieron un concurso en el que cada quien narraba los hechos vividos y conocidos, a cual más trágico y dramático, tratando de ganar la competencia; lo de menos eran tener certeza de lo que se decía, pues al fin y al cabo, cierto o falso, todo lo que se contaba era parte de aquella indeseable realidad que puso todo de cabeza, empezando con la economía local.
“Así dicen los díceres”, repetían los costeños.
Los toques de queda impuestos en los pueblos por los grupos delincuenciales; las balaceras y persecuciones que se sucedían a cualquier hora del día en las ciudades; los colgados y descabezados que aparecían en las plazas públicas, eran los hechos comunes de ese tiempo.
Las noticias corrían vertiginosas y se esparcían por la región hablando de enfrentamiento entre grupos armados que se disputaban el territorio. Unos llegaban, otros se iban, total que era una confusión del carajo, porque apenas la gente comenzaba a familiarizarse con el nombre de alguno de los grupos dominantes, cuando éste ya había sido desplazado por el siguiente, que era más sanguinario que el anterior.
Había tantos retenes de armados en los caminos, sin identificación confiable, que a menudo los policías se confundían con los mañosos y los mañosos con los policías. Para el común de la gente, todos los grupos armados, sin importar el uniforme que lucían, eran sicarios, o “siriacos”, como les llegó a decir una señora despistada. Y puede que no haya faltado razón en ese calificativo, porque al final todos los armados mataban.
Lo que menos importaba era averiguar el bando al que pertenecían los muertos. La gente en la costa había adoptado sus propios protocolos de seguridad. La consigna era tirarse pecho a tierra ante cualquier estruendo. Todos mis paisanos, buscando inmunidad, se volvieron creyentes, y cual más portaba un rosario en el cuello o ponía el nombre o la imagen de un santo en la parte más visible de su vehículo; algunos, de plano le inscribían un salmo, deseando que lo transcrito de la biblia les sirviera como salvoconducto.
Pero todo eso quedó sin efecto cuando los delincuentes recurrieron a lo mismo para identificarse.
­–¿Quién es tu jefe?
­–El Señor
­–También el mío.
El miedo lo traía uno a flor de piel, por eso se hizo la corredera de gente aquel domingo en que un bromista que pasaba en su camioneta por la plaza de la Libertad de Expresión, en Zihuatanejo, tiró dos aguacates que rodaron en el piso mientras gritaba: ¡granada!, ¡granada!
Todos corrieron despavoridos a esconderse, esperando escuchar el tronidero como pasó en la feria de Semana Santa en Petatlán, cuando se pusieron de moda los granadazos.
En la noche, nadie salía a la calle, y durante el día cada quien se limitaba a cumplir estrictamente con las tareas de subsistencia. La gente vivía sólo para su casa.
­–Por una parte, decían los optimistas, estamos bien porque los hijos parranderos y trasnochados han sentado cabeza y conviven más con la familia.
Estando así las cosas en la región, escuché la plática de dos paisanos que se encontraron en Petatlán. Uno venía del vecino municipio de Tecpan, y el otro de Zihuatanejo.
Después de saludarse, los paisanos pasaron a platicar las novedades. El de Tecpan comentaba de la presencia de la maña en la zona de los sanluises.
­–Pues nada, que los huerteros se quejaban del constante robo de mangos en su predios, y como nadie se arriesgaba a velar en sus huertas, nomás se quejaban, pero nadie hacía nada, hasta que a uno se le ocurrió pedir apoyo a la maña, y que en menos de una semana van dando con los ladrones.
Los agarraron muy fácil, preguntando en las bodegas quién vendía mangos sin tener huertas.
Los ladrones eran unos chavos que ya vivían de eso. Se aprovechaban en las noches de luna para cortar el fruto y robaban por camionetas de mangos.
Dicen que cuando los agarró la maña, unos querían matarlos, pero como ese castigo sonaba muy drástico porque el desempleo está grave para los jóvenes, mejor se les ocurrió mocharles una oreja, y hasta se platica de chiste que cuando acordaron el castigo y alguien preguntó cómo les iban a cortar la oreja, el de la propuesta les ordenó:
­–A ver, tráiganme al primero.
Dicen que con unas tijeras de cortar pollo  les enseñó cómo hacerlo.
“Ése fue el remedio para los rateros”, dijo el paisano de Técpan, aunque aseguró nunca haber visto un desorejado.
Cuando tocó el turno, el paisano de Zihuatanejo platicó que una madrugada en la glorieta de la Fuente del Sol, en el mero centro de la ciudad, unos uniformados fusilaron a un grupo de jóvenes a quienes primero los obligaron a hincarse y luego les dispararon.
­–Pero lo que a mí me consta, dijo el zanca, es que una mañana escuché en mi casa del Fovissste un trueno como de disparo, nadie quiso asomarse porque estaba lloviznando, pero al rato nos dimos cuenta de que el balazo había sido nada menos que en el estacionamiento, afuerita de las casas, y que el muerto era un vecino que ya no fue a su trabajo porque quedó tendido y muerto a un lado de la puerta de su carro.
­–Si alguien se hubiera asomado pronto quizá hasta salva al vecino, porque murió desangrado, finalizó el relato.
Entonces, el paisano de Tecpan continuó la plática: Como de por sí los problemas de seguridad han crecido en mi pueblo, una tarde en que mi hijo el que estudia me avisó por teléfono que venía de Chilpancingo, me fui a esperarlo a la terminal que está en a orilla de la carretera.
En cuanto llegué a la carretera y me bajé de la camioneta comenzó a lloviznar, por eso me encaminé a la tienda de la esquina para no mojarme, pero cuando comencé a caminar, miré al muchacho que estaba parado cerca de la puerta.
Tenía un arma larga colgada del hombro, una pistola al cinto, carrilleras cruzadas sobre el pecho y la espalda, y una granada en cada una de las bolsas de su camisola, merito como se ve en las películas.
Cuando quise evitar el encuentro con aquel muchacho armado, todo fue en vano porque en cuanto entré a la tienda siguió mis pasos. Estaba yo parado frente al mostrador preguntando el precio de cualquier cosa para despistar, cuando el hombre se paró junto a mí. Yo no quería moverme ni respirar, pensando en que cualquier cosa podría incomodarlo.
El momento era tan tenso, que sentía el peso de su mirada sobre mi espalda, y cuando no pude más con esa situación, voltee para verlo dispuesto a hincarme y pedirle perdón, pero descansé un poco cuando miré su expresión.
El hombre ni siquiera me pelaba porque estaba embobado mirando las cajetillas de cigarros. Se veía drogado y parecía borracho, y eso me puso otra vez nervioso. Yo no cabía todavía de los nervios, y seguía temiendo un desenlace violento. Pero el hombre actuó como si yo no existiera, simplemente pidió una cajetilla de cigarros, pagó y se fue.
Yo ni quería salir de la tienda, pero tuve que hacerlo porque en ese momento miré que llegaba el autobús, entonces corrí hasta la carretera, miré a mi hijo y me lo llevé rapidito hasta la camioneta, con el pretexto de que llovía y no queríamos mojarnos.
Llegando a la casa nos encerramos a piedra y lodo, hablando hasta despacito para no llamar la atención.
El tercero en la plática de los dos paisanos preguntó asombrado:
­–¿Cómo pueden vivir en esas condiciones tan difíciles?
­–Pues así… como ustedes.
­–¿Cómo?
­–¡Pus con miedo!

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