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Lorenzo Meyer

AGENDA CIUDADANA

“Desorden y retroceso”

La cuestión. Los datos en torno a la violencia criminal muestran que los mexicanos nos encontramos viviendo una etapa de “desorden y retroceso”. Y lo peor es que si bien se pueden explicar sus causas y consecuencias, es muy difícil pronosticar cuándo y cómo vamos a superarla.
Entre más se adentra México en la etapa final del segundo gobierno del PAN, más sombrío se presenta el futuro inmediato y se hace más claro lo vano de la promesa de un México más próspero y justo que formularon los nuevos dirigentes políticos a partir del triunfo del candidato presidencial del PAN al arranque del siglo XXI. Y es que finalmente la nueva dirigencia política mantuvo muchos de los defectos del viejo autoritarismo y le añadieron los propios; el resultado ha sido una acumulación de disfuncionalidades que han terminado por asfixiar o casi a la democracia que se supuso alcanzada en el 2000.
A la ausencia de un acuerdo inicial básico entre los grandes actores políticos se le sumó la debilidad y descrédito creciente de las instituciones –partidos, sindicatos, procuradurías, tribunales, policías y muchas otras–, la falta de dinamismo de la economía, la deformidad de la estructura social y, sobre todo, la persistencia de la corrupción en gran escala y de su compañera inevitable: la impunidad. A lo anterior hay que agregar la intensificación de la violencia desplegada por parte de las empresas del crimen organizado que, según las propias autoridades, no sólo ha desembocado en una compleja guerra interna sino que, en opinión del máximo responsable del gobierno, Felipe Calderón, ya ha alcanzado la categoría de terrorismo.
Independientemente de dilucidar si las masacres cometidas por los cárteles del narcotráfico contra civiles, como las de Villas de Salvárcar, La Marquesa, San Fernando o el Casino Royale, corresponden al concepto político de terrorismo o sólo al de brutalidad criminal, es innegable que el país sigue adentrándose en una dinámica perversa de violencia que, de persistir, hace prever un panorama político, económico y social muy sombrío en el corto y mediano plazo.
El lema original. La divisa positivista de “orden y progreso”, la inscribió Brasil en su bandera nacional unos días después del inicio de su vida republicana en 1889, pero igual lo hubieran podido hacer las élites mexicanas de la época porfirista y otras de la América Hispana decimonónica. Desde la perspectiva de esas élites, el retorno del orden público combinado con el implante de las ideas “científicas” adecuadas, deberían conducir al progreso material y espiritual, al menos para la oligarquía. En México, tamaño optimismo se vino abajo junto con el régimen porfirista cuando estalló la Revolución Mexicana. Entonces muchos, y no sólo los oligarcas, se hubieran dado por bien servidos con lograr el retorno del orden, incluso sin el progreso, pues la violencia, la inseguridad y la hambruna, causaron estragos en todas las clases sociales. Hoy pareciera estar sucediendo algo muy parecido.
El orden. La post revolución mexicana, sin decirlo, se propuso como meta fundamental volver al mundo del “orden y el progreso”, aunque con una nueva clase dirigente y haciendo algunas concesiones a sectores populares –la reforma agraria– y medios –sindicatos, seguridad social, educación pública, etcétera. Y es aquí donde conviene definir el concepto de orden. Tanto para los porfiristas como para los post revolucionarios, orden significa, por un lado, seguridad física: no más motines de la plebe que incendió el Parián, no más asaltos de los bandidos en Río Frío o de los Plateados en Morelos o, tras concluir la Revolución de 1910, no más invasiones de tierras o “mocha orejas” cristeros, pero tampoco huelgas ferrocarrileras o movilizaciones y desafíos estudiantiles. Pero el concepto de orden también implicaba, para porfiristas y post revolucionarios por igual, no intentar modificar la estructura social por la vía revolucionaria, al estilo de la Liga 23 de Septiembre o del Ejército de los Pobres o incluso por la vía política institucional –por ejemplo, con una política fiscal progresiva–, ni tampoco por la electoral –nada de “primero los pobres”. Para los defensores del orden, la estructura de clase sólo podría evolucionar como resultado natural del crecimiento paulatino de la economía, es decir, del progreso generado por la evolución material de una sociedad donde cada clase reconociera y aceptara “su lugar” en la pirámide social.
Progreso. Por un tiempo, el progreso post revolucionario, se basó en un cierto nacionalismo a cargo de las empresas del Estado y de la protección arancelaria dada a la empresa privada para que ésta explotara el mercado interno sin enfrentar competencia externa. Sin embargo, el abuso de este modelo llevó a una crisis mayúscula (1982) justo cuando Estados Unidos, Europa Occidental y Japón adoptaron el modelo neoliberal, es decir, el predominio del mercado a nivel global y la destrucción de toda protección del mercado interno aunada a la disminución drástica del papel del Estado, como productor y como regulador. La competencia económica se convirtió en una lucha libre, sin árbitro y sin límite de tiempo.
El México del cambio. En el México del Porfiriato y del régimen priísta, se tuvo un híper presidencialismo pero en ningún caso un Estado de derecho fuerte. El presidente dominó porque suprimió la competencia partidista y la división constitucional de poderes. Sin embargo, cuando el neoliberalismo se impuso y el presidencialismo se debilitó, un Estado minado por una corrupción endémica se embarcó en una carrera para desmantelarse a sí mismo en aras de la ideología del mercado y el régimen autoritario se vio obligado a abrirse a una cierta competencia y pluralismo políticos. Esto último fue novedoso y por las buenas y por las malas, el PRI perdió Los Pinos pero, a la vez, en 1988 y 2006 se impidió a la izquierda llegar a la presidencia y las riendas las tomó un PAN que se propuso imponer la lógica, los intereses y la concepción de “orden y progreso” de la empresa privada. La esencia de la política no resultó muy diferente de la priísta sólo que menos flexible.
El narco. El desmantelamiento parcial del Estado –de un Estado nunca muy fuerte e institucionalizado y con una larga historia de corrupción– y el cambio de partido en el poder, coincidieron o propiciaron una mayor actividad de los cárteles del narco, que siguieron la misma lógica que los grandes monopolios que dominan la economía legal mexicana: subordinar o poner a la autoridad de su lado e impedir el surgimiento de la competencia, acabar con la que ya existe y aprovechar al máximo la globalización del mercado.
Por el otro lado, un gobierno que nació débil en 2006, decidió, con dramatismo, escalar la lucha contra los cárteles de la droga empleando el máximo disponible de fuerza para así acabar con su déficit de legitimidad política. Sin embargo, ese gobierno no tomó en cuenta que la coyuntura había debilitado aún más a las estructuras estatales. El resultado es lo que hoy estamos experimentado: una respuesta brutalmente violenta de los cárteles, la exposición de las ineficiencias y corrupción de las instituciones gubernamentales, los “daños colaterales” civiles de una enorme magnitud no calculada y la persistencia y diversificación de la actividad económica de los cárteles, al punto que Joaquín Guzmán Loera aparece hoy entre los multimillonarios de la revista Forbes y es ya, según la AP (29 de agosto) el “nuevo rey de las metanfetaminas” y principal abastecedor del mercado norteamericano. Así pues, el negocio del crimen organizado prospera en medio de la violencia, lo que ha resultado, para México, en una era de desorden y retroceso.
Todo indica que el combate entre el gobierno y los cárteles, centrado en la lucha armada, ha tenido un costo social muy alto y una efectividad muy baja, en buena medida por la corrupción en el lado gubernamental y la persistencia de la demanda en el mercado ilegal externo. Y es que en toda guerra bien llevada el objetivo no es el exterminio físico del enemigo sino su neutralización. Y para lograr eso con el narcotráfico, lo mejor es primero un combate feroz pero a la corrupción en las filas propias, abrir oportunidades dignas para los reclutas potenciales –los jóvenes de clases populares–, atacar sus finanzas –acabar con el blanqueo de dólares– y cortar el suministro de armas.
Hace tiempo que la lógica aconseja revisar la estrategia contra los cárteles, aunque la oportunidad de hacerlo sólo se abrirá cuando Calderón deje el poder. Mientras, se prolongará esta era de “desorden y retroceso”.

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