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José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

El Coyote aúlla de nuevo

Ora sí que en Corridos y cantares de la Revolución, Alejandro Gómez Maganda dice que el corrido mexicano es “hijo del romance de gesta, con raíces primigenias hundidas a la juglaría provincial de España. Nutrido en la savia provenzal y derivación de los lejanos cantares del Cid –apunta– significa sumariamente algo entrañable, nacido y creado al conjuro de la Revolución”. En cambio, su prologuista, Andrés Henestrosa, dice que “el corrido no es estrictamente lo que se ha venido diciendo y se acepta como verdad: un descendiente legítimo del romance español. Es, en todo caso, su hermano, su par, gemelo suyo. Los dos son viejos, antiguos”. Una tercera opinión es la del maestro Celedonio Serrano Martínez, quien de plano se va al extremo entrañable y considera que El corrido mexicano no deriva del romance español. Tan férreo y obsesivo era el convencimiento de don Cile que así tituló la tesis profesional que presentó en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en 1963. A los diez años, el Centro Cultural Guerrerense (1973) publicó la tesis, con el mismo título, y ahí cuenta cómo le fue en el examen profesional. Asegura que el jurado, integrado por Amancio Bolaño e Isla, Manuel Alcalá, María del Carmen Millán, Luis Rius y Ermilo Abreu Gómez, lo aprobó por unanimidad, aunque “el solo nombre del libro les parecía que era una amenaza contra la vieja tradición hispanófila, que ha venido afirmando que sí deriva de él”. Añade que calificaron “este libro de agresivo y violento” y que “ningún miembro del jurado me dirigió una palabra de aliento y de estímulo” sino a regañadientes y hasta el final. Don Cile dividió su libro en tres partes: en las primeras habla de la definición y el origen del corrido y en la tercera de las diferencias que encontró entre el romance y el corrido. La confrontación que establece entre supuestos hispanófilos (Vicente T. Mendoza, Jesús Romero Flores, Alí Chumacero, Ernesto Mejía Sánchez…) y “los nacionalistas” (Armando de María y Campos, Andrés Henestrosa…) es permanente y, más que tenaz, abrumadora. Como para don Cile todas las definiciones del corrido que dan los diccionarios de la lengua española pecan de “malinchistas” (y si “no son apropiadas ni siquiera para el romance español –acusa–, menos van a servirnos para definir nuestro corrido”), me apresuro a entresacar una versión de las muchas que da él mismo: “El corrido mexicano es el género poético de más auténtica cepa popular que ha creado nuestro pueblo, para cantar sus sentimientos, celebrar a sus caudillos, aplaudir sus triunfos, lamentar sus derrotas, y en general, para conservar vivas sus tradiciones, las hazañas de sus héroes, los grandes sacudimientos históricos y cuantos acontecimientos sociales, políticos y económicos han impresionado hondamente su conciencia, haciéndonos vivir el pasado en el presente, a la vez que enlazándolo con lo porvenir”. “El corrido no se nutre de la tradición, sino de sucesos que van acaeciendo” (sic), dice, y plantea que el romance, en cambio, “cuando no se origina del desprendimiento de un poema extenso anterior, es hecho sobre algún viejo tema de la épica española, y conserva los mismos personajes y escenarios”. El corrido “no ha tenido un carácter puramente narrativo e informativo como el romance español –abunda–, sino que fundamentalmente ha sido un órgano de expresión y de lucha de nuestro pueblo”. El pueblo “creó el corrido como un órgano de expresión y de lucha, e hizo de él el mejor instrumento de información y de combate, tanto para protestar ante las injusticias de un régimen como condenar las múltiples manifestaciones de su tiranía”. En Celedonio Serrano Martínez, narrador empautado con la cultura de la Revolución (en Ciencias sociales y humanas, Lecturas desde el sur de México, UAG, 2005), la maestra María Elena Espíritu dice que “la independencia política de España suscitó entre los criollos y peninsulares dos interpretaciones opuestas y apasionadas de la época colonial: la pro-española o hispanista que niega la grandiosidad y desarrollo intelectual de las antiguas civilizaciones que referían las crónicas y relatos de los primeros conquistadores y misioneros y en su lugar proponía un cuadro bárbaro, terrible y degradado de las culturas aborígenes”… La maestra universitaria concluye que “la tesis nacionalista que conscientemente Serrano Martínez opta enarbolar en El corrido mexicano no deriva del romance español guía los argumentos con que se sitúa en la confrontación ideológica que campeaba en las esferas intelectuales de México en los años cincuenta del siglo XX, debate dominante acerca de lo ‘universal’ y lo ‘mexicano’ que dará pábulo a dos niveles de escritura que como punto de partida y de arribo fijarán la desigualdad entre los escritores”. En los años cincuenta acuñó Agustín Yáñez aquello de “escribe sobre lo más particular de tu pueblo y serás universal” o algo así, y –en contraposición a Rulfo– Arreola y –luego– Salvador Elizondo serían señalados de “extranjerizantes”, pero el primero por “afrancesado” y el segundo por “anglófilo”, porque para entonces ya nadie la traía contra los españoles y menos contra los exiliados. En su larga y bien sopesada exposición, a don Cile se le olvidan los siglos que pasaron entre el romance y el corrido, y que el romance es sólo parte de una larga y poderosa tradición poética española que echó fuertes raíces en América Latina y en México, desde luego. Tampoco recuerda que entre el romance y el corrido hay un elemento común: la lengua, que, en danzas y autos sacramentales –en las que servía de abrepuertas de la religión cristiana– ya venía en formas narrativas y poéticas, a modo de sedimento de lo que hoy llamamos poesía popular. No nada más Sor Juana, que asimiló a Góngora, a Garcilazo y al teatro de evangelización: en el siglo XIX no sólo Guillermo Prieto llamaba romances a sus corridos: el autor de La grandeza mexicana declaró que en la ciudad México había más poetas que estiércol en las calles. Según la entrevista periodística de Ismael Catalán y Sergio Ocampo (El Sol de Chilpancingo, 10-3-1988), Andrés Henestrosa preguntó al joven Celedonio si ya conocía el Martín Fierro y éste contestó que no, y después de que don Andrés le leyó algunas coplas de José Hernández, le preguntó: –¿No podrías hacer el intento de escribir un corrido así como el Martín Fierro? –Y “cómo no, le contesté (dijo don Cile), tengo un personaje que fue zapatista y amigo de mi padre. Se llamó Nabor Mendoza, le decían El Coyote. ¿Y no Martín Fierro está escrito en décimas españolas? El primer libro del maestro se llama Romancero del Balsas y en él hay bellos sonetos campiranos y muchos versos que con gusto hubiera firmado García Lorca. El título del libro es (re)negativo, página a página contradictor: parto de las diferencias, dice el maestro, quizá porque si hubiera empezado con las similitudes y coincidencias su tesis se le hubiera echado encima como una montaña de refutaciones y problemas. Tal vez por eso, en el mismo prólogo de El Coyote, Abreu Gómez se la lleva ligera y pide que “no se hable tampoco del parentesco que los liga (a los corridos) con los propios de Andalucía. Yo no sé en qué consiste la diferencia, menos podría explicarla”… “De esos tópicos no quiero preocuparme ni ocuparme”, confiesa, despreocupado, como si no previera que el tal Cile iba a entender las cosas al revés y a partir de ahí se iba a dedicar a tratar de hacer lo contrario (durante años y años, hasta sobrepasar las 230 páginas) que su ilustre prologuista. Cómo no iba a replantear el

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