Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

* Échense la otra de una vez

Eran finales de 1986 y en el estado gobernaban Alejandro Cervantes Delgado con su secretario de Gobierno, el hombre de triste memoria, Ángel Aguirre Rivero.
La gira de campaña electoral ese fin de semana comenzaría en Jalapa, uno de los poblados más viejos del municipio de Quechultenango, en la ruta que conecta con Tierra Colorada, municipio de Chilpancingo, donde tuvo una de sus residencias don Juan Álvarez.
Como candidato de la Unidad Popular Guerrerense, como se llamaba para esa elección la coalición electoral de izquierda, me propuse recorrer el mayor número de poblados del municipio en la estrategia de dar a conocer los principios del socialismo y sembrar la semilla de adeptos para la causa, en esta parte del estado.
Jalapa resultaba emblemático en nuestra lucha porque, aparte de ser uno de los pueblos más viejos del municipio, señalado en los mapas desde la era mesoamericana, era parte de la indomable tribu de los Yopes.
Nuestro destino final era una asamblea en Santa Cruz, poblado vecino con categoría de comisaría, que se encuentra entre Jalapa y Pueblo Viejo, en la ruta que caminan quienes vienen de la Costa Chica rumbo a la región de La Montaña.
En Santa Cruz vivía mi tía Sirenia, hermana de mi padre, y la gira de campaña me permitiría conocer y saludar a su numerosa familia.
En Jalapa mis compañeros habían concertado una reunión con el líder local que tenía interés en platicar conmigo.
Para cumplir con ese compromiso, acordamos que la avanzada llegara puntual a la cita de Santa Cruz para preparar la reunión mientras yo me ocupaba de la entrevista.
Para hacer tiempo, recuerdo que aproveché la mañana en cortar guayabas y bañando en el río que pasa por el poblado.
Al líder de Jalapa le interesaba conocerme y quería escuchar mis respuestas a preguntas que le inquietaban acerca del socialismo.
La casa del personaje era una edificación bien construida, de adobe y teja, con un patio interior y un corredor que dejaba a la vista el resto del poblado.
Una pequeña tranca de madera impedía la entrada de los cuches que deambulaban buscando una oportunidad para entrar y dar cuenta del montón de mazorca que ocupaba una de las esquinas.
En cuanto nos presentamos con el líder nos caímos bien. El hombre jovial era un campesino de estatura regular, grueso de carnes, de pelo entrecano y barba cerrada. Por su pelo desaliñado y ajeno a la costumbre del peine se adivinaba que siempre usaba sombrero.
Ese día lo destinó para la plática, y después de intercambiar los saludos nos dio la mejor de las bienvenidas al estilo de la vida rural: un generoso vaso de mezcal que nos ayudó para amenizar la plática en un ambiente relajado.
Poco afecto a esa bebida, la tomé por cortesía tratando de igualar el estilo acostumbrado de los campesinos, que consiste en beber de uno o dos tragos seguidos, todo el mezcal servido en el vaso.
La esposa de don Melquiades, como se llamaba aquel líder, no mostraba buena cara, y parecía que no le hacía ninguna gracia nuestra visita, pues miramos que casi a fuerzas trajo hasta nosotros los vasos de mezcal servidos a la mitad.
Como en la plática hablamos de los antecedentes históricos los Yopes, aguerridos ancestros de sus paisanos, don Melquiades se mostró muy interesado en el tema y hasta parecía disfrutar de las historias que le platicamos sobre las guerras que pelearon contra los conquistadores españoles, en una lucha que duró largos años en defensa de su territorio, de sus tradiciones y creencias.
Cuando ya se acercaba la hora de la comida y algún comentario hicimos acerca del plan que teníamos preparado para comer en Santa Cruz, don Melquiades tomó sus providencias con el propósito de que permaneciéramos más tiempo con él.
Nos llamó la atención a todos los ahí reunidos que fuera sólo con ademanes y gestos como se comunicaba con su mujer, la que inmediatamente entendió que éramos los invitados y que nos quedaríamos a comer.
Con diligencia la señora preparó la comida, tan rica y abundante que casi nos convencimos de que lo hizo de buena gana y con toda amabilidad, pues dimos cuenta alegre de lo que puso en la mesa, mientras la plática discurría como entre viejos amigos.
Todo indicaba que al líder le había parecido bien el contenido de la plática, y se mostraba satisfecho con la respuesta a sus dudas, lo cual significaba el visto bueno para que, en adelante, pudiéramos hablar sin limitaciones con la gente del pueblo.
Cuando le expliqué a don Melquiades que pugnábamos porque las oportunidades para progresar fueran parejas para todos, y que de ganar el gobierno municipal pondríamos atención especial en la educación como un derecho de todos, y que convocaríamos a los comisarios para decidir en asamblea la manera más adecuada de repartir el presupuesto bajo el principio de equidad, don Melquiades casi nos aplaudió.
Luego, entre bromas, cuidándose de que su mujer no lo escuchara, nos preguntó por lo bajo si en el socialismo se permitía tener más de una mujer, estallando de risa cuando le dijimos que como nuestra lucha era por la igualdad, no sólo los hombres tenían ése derecho, sino también las mujeres.
Cuando la esposa repuso por segunda vez nuestros vasos de mezcal lo hizo porque la mesa estaba servida: en el centro había una “cachiquihuite” rebosante de tortillas recién salidas del comal. Los platos servidos con frijoles negros y fritos, estaban adornados con unos chiles criollos, preparados artesanalmente con vinagre. El queso seco de manufactura familiar era de lo mejor, y las semillas tostadas de calabaza un delicioso ingrediente para el gusto de quienes vivimos en la región Centro del estado.
Comimos y brindamos contentos, disfrutando tanto de la plática que por momentos olvidamos el compromiso que teníamos pendiente con las habitantes de Santa Cruz, hasta que reparamos en que todos estábamos casi borrachos.
Don Melquiades era el que más afectado se mostraba por el mezcal que había tomado, pero en vez del recato que la diplomacia requería, aparecía como el más animado en seguir tomando contra el evidente disgusto de su mujer.
–No se apuren, ya no van a llegar a tiempo a Santa Cruz, mejor vámonos echándonos la otra.
El comentario de don Melquiades iba acompañado de la orden que ya había dado a la mujer de la casa, quien con el pretexto de que no entendía las señas y los gruñidos de su marido se resistía a servirnos más mezcal, quizá pensando en nuestro compromiso.
Como la mujer no podía seguir negándose a la orden de su marido, mejor apresuró el trabajo de servirnos, convencida de que era el brindis de la despedida.
Y así fue, todos apuramos la bebida hasta el fondo por la urgencia de emprender el camino. Recuerdo que caminábamos a prisa y que por la borrachera andaba tan ligero que no sentía el suelo que pisaba.
Con el ánimo de llegar a tiempo a Santa Cruz nos dio por cortar veredas cruzando casi a la carrera, las tierras recién barbechadas.
Me caí tres veces tropezando con los “terromotes”, pero una y otra vez me levantaba sin acusar los golpes que me daba mientras para mis adentros juraba no volver a probar mezcal.
Cuando llegamos a Santa Cruz ya había oscurecido, y la gente en la comisaría nada más no esperaba para clausurar la reunión.
–Pruébelo, es de Jalapa, se lo compramos a don Melquiades, un señor que hace buen mezcal, aunque él no toma desde hace un año, porque está jurado, como promesa que le hizo a su mujer.
Y como era una descortesía desairar la invitación, todos mis compañeros consideraron que los votos conseguidos bien valían la borrachera.

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