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Jesús Mendoza Zaragoza

Ingobernabilidad, violencia y bien común

Dos hechos han ensombrecido el panorama guerrerense en los últimos días. El secuestro de Eva Alarcón y Marcial Bautista de la organización de campesinos ecologista de la Costa Grande y el asesinato cometido por policías de Alexis Herrera Pino y de Gabriel Echeverría de Jesús, estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa. Ambos hechos han generado indignación y un clamor general en el sentido de que se investiguen, se aclaren y se castigue a los culpables. Lo que dejan ver es un contexto que necesita ser examinado a fondo, porque ambos hechos son reveladores de una situación añeja que los ha propiciado. Sí, se trata de una situación estructural que se manifiesta con más fuerza en estos hechos: nuestros gobiernos son frágiles porque no están orientados al bien común, al bienestar social, a la justicia y a la paz. El enfoque con el que se ejercita el poder excluye sistemáticamente los intereses de los pueblos, los cuales son utilizados y manipulados de manera arcaica e inmoral por las mafias políticas. Es la fragilidad de las instituciones del Estado la que da pie a la violencia que sigue arrasando a pueblos y a algunos sectores más vulnerables. Y la violencia se hace presente de dos formas: por omisión y por actuación. La primera se visualiza de manera muy clara en el asunto de los ecologistas secuestrados en la Costa Grande, donde hay amplias regiones en las que la ingobernabilidad es muy patente. Sobre todo algunas regiones de la sierra, aunque también de la costa, las instituciones del Estado han estado ausentes de manera crónica. Las instituciones encargadas de promover el desarrollo, la educación, la cultura, la salud han dejado un vacío que ha sido llenado por poderes fácticos, que en estas regiones están cooptadas por el narcotráfico. Y las instituciones que se han hecho presentes últimamente han sido las policías de los tres niveles de gobierno, el Ejército y la Marina. Y, según se percibe por la población de esa región, lo están haciendo de la peor manera. Se sabe que en la sierra hay diversos grupos armados, que en ocasiones corresponden a familias o a poblaciones, que se han repartido el territorio y que cada grupo cuenta con padrinos, que están en las esferas políticas y en las fuerzas de seguridad pública. De esta manera, el tejido social en los pueblos de la sierra está desgarrado y la desconfianza campea por todas partes. En estas circunstancias no es extraño que sucedan acciones como el condenable secuestro de Eva Alarcón y Marcial Bautista, asesinatos, ajustes de cuentas y movilizaciones de grupos armados de diversa índole. Y se sabe que estas acciones son propiciadas o protegidas por personajes de la política y de las corporaciones policiacas. Hay regiones en la que el Estado de derecho es una mera ilusión, pues las reglas las ponen los más fuertes y la impunidad es un asunto cotidiano que es parte de la normalidad. Sin instituciones que promuevan el desarrollo y la justicia, las fuerzas de seguridad se alinean con el mejor postor y dejan de funcionar para lo que se han establecido según nuestras leyes. Si el primer factor de violencia son las omisiones del Estado, el segundo está constituido por la actuación de las fuerzas del orden al margen de la ley y de la institucionalidad. En Guerrero es legendaria la actuación arbitraria de la Policía Ministerial (antes Policía Judicial) que ahora es ya reconocida por el mismo gobernador en términos de “lastre en franca descomposición”. Y si esta corporación está en entredicho, no es la única, pues otras más en el ámbito estatal y en el municipal tienen en su seno graves irregularidades institucionales al grado que salen del control de las mismas autoridades civiles. Y a esto se le llama también ingobernabilidad. Cuando se habla de depuración de los cuerpos policiacos se habla de lo mínimo que debiera hacerse, pues no es suficiente. Como he planteado al principio, estamos ante un problema estructural en el que se concibe la actuación del gobierno al margen del bien común. Entendemos el bien común como el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a los pueblos y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de su desarrollo. Si bien, la responsabilidad del bien común es de todos, lo es de manera particular del Estado, porque el bien común es la razón de ser de la autoridad política. El Estado, en efecto, debe garantizar cohesión, unidad y organización a la sociedad civil de la que es expresión. Y el gran problema de fondo es que tenemos un Estado con sus instituciones que están extraviados atendiendo demandas de grupos privilegiados que corresponden a facciones políticas. Un Estado así, es funcional a la violencia, porque desatiende a los intereses y los derechos de la comunidad, de los pueblos y de los sectores más desprotegidos. De ahí la razón de ser de sus omisiones y complicidades. Por ello se hace fácil reprimir de manera enloquecida como pasó en el desalojo de Chilpancingo y por ello se permite que agrupaciones criminales controlen territorios al llenar los vacíos que debiera llenar el Estado. Se ha hablado mucho de la violencia que se genera desde el crimen organizado. De la misma manera debiera reconocerse la violencia que viene de las estructuras del Estado que no funcionan para el bien común. Si hay cuerpos de seguridad y si hay autoridades civiles que pierdan de vista el bien común, no es extraño que se conviertan en factores de violencia atropellando los derechos humanos de las personas y de los pueblos. Hay, pues, una generación estructural de la violencia que debe ser desenmascarada cuando las instituciones del Estado no están cumpliendo justamente las funciones que les corresponden. Y los casos de los ecologistas de la Costa Grande y de los normalistas asesinados nos dan una idea de que el asunto de la violencia no se resuelve con policías. Se necesita una recomposición del Estado y de sus instituciones para que cumplan la función social que les toca y tengan capacidad de construir la paz que incluye la justicia y el respeto a los derechos humanos. En este contexto, los cuerpos de seguridad podrían recuperar la confianza y el respeto que necesitan para cumplir cabalmente sus funciones. En fin, los hechos señalados confirman que gobernar para el bien común es una condición de gobernabilidad y de construcción de la paz. Muy por el contrario, mientras se mantenga este modelo de gobierno en el que interesa más el poder para construir privilegios, hay siempre riesgo de violencia, lo que repercute en la ingobernabilidad.

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