Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Alcaldes de Acapulco (XVIII)

Cólera morbus

A casi diez años de la gran epidemia de cólera morbus que mató a 20 mil en la ciudad de México, se declara aquí un brote de ese mal que siega vidas –“no muy muchas, pero sí muchitas”–, según cálculos de doña Tive Nambo. Asesorado por el doctor de algún barco fondeado en la bahía, el alcalde de Acapulco dicta las primeras recomendaciones a la población en materia de sanidad, agua y alimentos.
Una receta aconsejada para entretener el vómito y las evacuaciones consistía en la ingestión de un champurrete con manzanilla, malvavisco, avena y salvia, además de una lavativa con los mismos ingredientes. Antes, si se podía, un caldito de pollo o de ternera. Hablando de medidas prácticas, dos a tenerse en cuenta: la colocación de calabazas con vinagre detrás de las puertas y parches empapados también con vinagre en el cuerpo.
Ora que si el mal no cedía debía hacerse beber al enfermo una poción con dos gramos de sal de tártaro y tres onzas de zumo de limón. Pasada la efervescencia debía dársele a beber un compuesto de yerbabuena, miel de abeja, malvino de culantrillo y diez gotas de láudano liquido. Luego será cosa de bañar al paciente con agua tibia, darle a beber mucha agua de tamarindo y esperar. Para prevenir la recaída, mucho láudano (analgésico preparado con vino blanco, azafrán, clavo, canela y opio, según receta de Paracelso (1493-1541)), el alquimista suizo que creyó haber trasmutado el plomo en oro).
Indignados, los acapulqueños rechazarán la pretensión del alcalde de cerrar las fondas del mercado para evitar el consumo de platillos asociados al mal, según su muy leal saber y entender. Entre otros los chiles rellenos, la carne de cuche entomatada, el pipián, el chicharrón guisado, las albóndigas y el caldo de cuatete
Una orden bienvenida del señor presidente municipal será la apertura de una área del panteón de San Francisco, dedicada a la inhumación gratuita de las víctimas del cólera. Se le bautiza con el nombre de San Esteban.

Los entierros

Ambos cementerios serán secularizados merced a las leyes juaristas, o séase, incautados a la Iglesia por el Estado. Se librará entonces la población del rígido arancel de las parroquias en materia de entierros. Tarifas, por cierto, muy diferenciadas. Enterrar un español, adulto o niño, costaba un peso, lo mismo que a un indio. Dos pesos si se trataba de un mestizo o un mulato.
Por su parte, los panteones de los pueblos indígenas, no sujetos al arancel de la Iglesia, cobraban un peso por el entierro de un adulto y en cambio $2.50 por el de un niño. Sin saberse el porqué de tan absurda diferencia. En tiempos de epidemias las inhumaciones eran gratuitas en áreas comunes.

Benito Juárez

Cuando Benito Juárez llega a Acapulco el cólera morbus era cosa del pasado (“Benito” Dios, jugaban los liberales). El ex gobernador de Oaxaca procede de Nueva Orleans donde, como en el tango, “gambeteaba la pobreza” enrollando puros. Juárez desembarca en el muelle vistiendo frac y bombín, no obstante los calores veraniegos, siendo objeto de burlas y chirigotas por parte de irreverentes “playeños”. Él les responde con una sonrisa y un saludo con la mano abierta. Y es que, contra todo lo que se diga, Juárez sí sabía sonreír. Pasará la noche en la posada de don Mariano Miranda para contactar muy de mañana a Diego Álvarez, hijo de don Juan, quien ha venido por él para llevarlo a La Providencia.

Mande asté patroncito

(Todo historiador y cronista que se respete deberá asumir, so pena de sacrilegio patriótico, la farsa bobalicona del indito con cotón y huaraches, humilde y taimado como Juan Diego, que llega a La Providencia en busca de quién sabe qué. El tepuja agradecido con los regaños de tata Juan porque no ha levantado la boñiga de la caballeriza. ¡Monjitas!, por no decir ¡madres! Juárez vino a La Providencia a darle sentido a la conspiración contra Santa Anna, en tanto que Comonfort le dará forma y acción).
(Don Benito acepta una oficina en el palacio municipal de Acapulco donde pueda tranquilamente correr la pluma. Todo lo que escriba tendrá relación con sus charlas neorleanesas con Ocampo. El alcalde Castillo lo ubica muy cerca de su despacho, situación que le permite presumir con doña Plutarca y Justita, esposa e hija, tener como secretario al mismísimo ex gobernador de Oaxaca. “Y si vieran que el indito no es nada pendejo”, concede.)
¡Basta!

Acapulco de Juárez

Tanto significará aquella presencia para los alzados contra Santa Anna que habrán de unir más tarde y para siempre el nombre de Juárez con el de Acapulco. Se oficializa ello mediante el Decreto número 28 del Congreso local, del 27 de junio de 1873, promovido por el gobernador Diego Álvarez. Aquí, el presidente municipal estampa su rúbrica en el primer oficio fechado en “Acapulco de Juárez, Guerrero, 7 de julio de 1873”.

Indio puro

Juárez y Melchor Ocampo coinciden en Nueva Orléans torciendo puros en una tabaquería. Lo hacen pacientemente, sin prisas, profundizando el michoacano en el pensamiento liberal que domina y que dará sustento al Plan de Ayutla. El oaxaqueño se ha hecho adicto a la palabra del autor de una epístola matrimonial, sin nunca haberse casado, lo mismo que a los puros que tuerce. Un día le ofrece a Ocampo uno enrollado especialmente par él:
–¡No, gracias, Benito, porque dicen que indio que fuma puro, ladrón seguro!
–¿Cómo negar lo primero, Melchor? ¡Lo segundo, sí, absolutamente!
–¡Perdón, Benito, lo digo por mí!
No obstante, a partir de entonces, Juárez, consciente del poder de los dichos y sentencias populares, dejará de fumar puro.

Cañoneo francés

Acapulco es cañoneado por una escuadra francesa los días 10, 11 y 12 de enero de 1864, acción que se repite el 18 de agosto de 1865, esta vez atacado por los buques Victoire y Lucifer. Ambos disparan sus cañones sobre la fortaleza de San Diego, pero al no encontrar respuesta deciden desembarcar sus tropas al mando del mariscal Oronoz. Este se encuentra con un puerto abandonado por buena parte de su población.
Conociendo el terreno que pisaba, Oronoz procura suavizar las relaciones de sus soldados con los habitantes del puerto. No obstante, las tropas argelinas a su mando cometen toda clase de hurtos y tropelías contra los acapulqueños. La respuesta de estos no se hará esperar. Cuando sumen varios soldados africanos destripados con largas dagas sin sacar, penetradas hasta las empuñaduras, el militar francés decidirá obrar con manu militari. No podrá hacerlo porque en aquél momento llega a relevarlo el general Montenegro, con 750 hombres, ninguno africano.
La escasez de comida para su tropa será el fantasma que acompañe a Montengro durante dominio sobre el puerto. Por un lado, el barco que la surtía regularmente se atrasaba demasiado y por el otro los acapulqueños se la negaban. Para evitar actos de pillaje por parte de su gente, Montenegro la mantendrá acuartelada en el fuerte de San Diego. Decisión imprudente porque muchos enfermarán con un alto costo de vidas, mientras que otros tantos desertarán.
“Morir antes que rendir la plaza”, habría sentenciado Montenegro, pero únicamente para pasar a la Historia. El mismo la entregará sin un disparo al general Diego Álvarez. Éste ordenará a su tropa rendir honores al valor y resistencia de los soldados franceses vencidos. 60 de los 750 que habían invadido el puerto.

El pan

Dos tahoneros locales, don Herculano Ruiz y don Victorino Castillo, se escandalizan hasta la regurgitación al conocer el método de los franceses para amasar el pan para la tropa. Colocan sobre el piso una artesa enorme a la que vacían agua, harina y los demás ingredientes para el amasijo. Entonces, varios soldados descalzos penetran en aquel recipiente para iniciar una danza frenética hasta dar consistencia y dejar al punto el amasijo. Vendrán enseguida los panaderos para dar forma a larguísimas baguettes y cuidar de su horneado uniforme. ¡Voilà!
Para los señores Ruiz y Castillo aquello será el summum de la porquería, justificando entonces lo que se decía de los franceses en relación con sus hábitos personales de aseo. Ambos pasarán por alto que ellos mismos escurrían el sudor de sus cuerpos sobre el amasijo tahonero y que incluso refrescaban sus cuerpos con aquella masa. Lo siguen haciendo.

El pinto

La forma peculiar de los franceses de amasar el pan, sorprenderá vivamente a quienes conozcan el miedo pánico de aquellos soldados a contraer el mal de pinto. Muchos de ellos habían hoyado pueblos de la Tierra Caliente. Alguien los había engañado asegurándoles que el pinto entraba por la planta del pie, obligándolos desde entonces a no despojarse de sus botas en ningún momento, incluso para dormir. Lo podrán hacer, decían los calentanos, porque los cabrones nunca se bañan.

El Pito Real

El Pito Real, un periodiquito editado en Huetamo, Michoacán, por el general Vicente Riva Palacio, llegaba al puerto traído por arrieros. Uno de sus números daba cuenta de la contribución a la causa por parte de músicos y poetas. Una de ellas fue el Gusto Federal, una suerte de canto de guerra de las filas republicanas:

¡Viva Dios que es lo primero,
dijo la oficialidad,
muera el príncipe extranjero
que viva la libertad!

Abra de San Nicolás

El alcalde de Acapulco asume los costos –450 pesos–, de los trabajados para reanudar un proyecto colonial de enorme beneficio para los acapulqueños. El proyecto para abrir en La Quebrada un canal que permitiera airear el centro de la ciudad. Lo ha propuesto el coronel José Ma. Lopetegui, jefe de la guarnición del puerto, llamándolo “Abra de San Nicolás”, bautizado así por una capilla para soldados negros dedicada a San Nicolás Tolentino.
Recomendado por el doctor Francisco Javier Balmis, a su paso por Acapulco llevando a un grupo de niños mexicanos para proteger contra la viruela a la población filipina, el canal de aireación medía 300 metros de longitud, de 8 a 10 de ancho y 3 de profundidad. Los primeros golpes de marro los había dado en 1779 el alcalde José Barreiro Quijano.
Los nuevos trabajos se inician el 5 de mayo de 1887 a cargo de soldados de la guarnición y reclusos de la cárcel municipal, concluyéndose un año más tarde. Se le llamó Canal de Aeración y fue el trazo de la actual avenida López Mateos.

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