Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

*La lluvia torrencial

(Primera de dos partes)

Era tanto nuestro ímpetu de cambiar el mundo por la vía electoral en aquellos años de la insurgencia cívica, que no me importó recorrer mil kilómetros cada fin de semana para ir de Zihuatanejo, en la Costa Grande de Guerrero, a Quechultenango, en la región Centro del estado, para hacer campaña electoral en el municipio del que soy originario.
Corría el año de 1986 y lo recuerdo muy bien porque precisamente el día en que me sentía desfallecer caminando una empinada cuesta pedregosa en medio de la tormenta, en Zihuatanejo nacía mi hija menor aquel 21 de noviembre.
Me habían nombrado candidato a la presidencia municipal de Quechultenango, el primero de oposición en el municipio, para contender bajo las siglas de la Unidad Popular Guerrerense, como se nombró a la coalición de izquierda en aquella elección.
La gira de campaña para recorrer la mayor parte del municipio, la teníamos que hacer caminando, porque no había carreteras, y porque alquilar bestias de carga era costoso.
Nos ayudaba en el recorrido el hecho de que la mayoría de los activistas que se sumaron al proyecto de la Unidad Popular Guerrerense eran jóvenes, entusiastas, acostumbrados a caminar.
Yo era el único al que le pesaban esas largas caminatas, por mi vida citadina en la que me había acostumbrado a los zapatos, en lugar de los cómodos y livianos huaraches.
Esa mañana el viaje a Pinolapa fue relativamente descansado porque nuestro amigo Pedro nos llevó en su jeep hasta Aguacatepec, pueblo asentado en la cima del cerro de la Mina. Después todo el camino era de bajada, hasta el fondo de la barranca, cerca de donde pasa el río Azul, principal afluente del Papagayo.
La brigada de propaganda iba cantando aquella mañana alegre y soleada en la que visitaríamos uno de los bastiones de la izquierda que dirigía el compañero Cirilo, militante del PSUM.
Conforme llegamos a la planicie fueron quedando al descubierto las milpas maduras a punto de la cosecha. Las mazorcas colgadas de las puntas de la cañuela, las calabazas amontonadas en la orilla del camino y las plantas de jamaica incendiando de rojo la ladera de los cerros, eran el mayor atractivo en el ambiente que era como de fiesta.
La casa de la comisaría estaba repleta de gente segura de nuestra llegada porque desde el pueblo se alcanza a divisar a lo lejos cuando alguien viene.
Después del mitin y de la explicación de cómo votar, nuestros anfitriones nos invitaron de almuerzo los famosos langostinos que abundan en esta parte del río.
Estábamos en la plática de sobre mesa cuando una nube negra se extendió sobre el pequeño poblado amenazando con lluvia.
Una lluvia atípica, como le dicen ahora los meteorólogos a las precipitaciones pluviales fuera de tiempo.
–Si no queremos mojarnos en el camino es mejor que nos vayamos ahora, dijo previsoramente Ángel Moyao, responsable de la logística, pero no muy le hicimos caso pensando que era noviembre y que en ese mes puede llover sólo por equivocación.
Pero como nos urgía emprender el regreso para atender compromisos en otros pueblos vecinos, cada quien se hizo cargo de sus cosas y nos despedimos aprisa.
Apenas habíamos dejado el pueblo cuando los truenos, rayos y relámpagos que normalmente son el preámbulo en los anuncios de lluvia, caían acompañando a las grandes gotas y granizos que veíamos correr en el camino como si en el choque contra el suelo cobraran vida propia.
Del otro lado de la barranca se escuchaba el rumor de la lluvia que avanzaba como una gran ola siguiendo la fuerza del viento que barría el bosque agitando los ocotes y encinos.
El ventarrón que avanzaba con violencia traía consigo el frío de la sierra e impedía que nos pusiéramos los impermeables. En cosa de segundos la lluvia nos mojó por todas partes.
Era doble esfuerzo para caminar porque cada paso significaba vencer la fuerza del viento y el peso de la lluvia, pero resultaba peor si nos quedábamos parados porque de inmediato éramos presa del frío.
Cuando el viento de tormenta fuera de tiempo arreciaba, era preciso buscar la firmeza de un árbol o matorral al cual sujetarnos para no volar por los aires como frágiles objetos.
En pocos segundos no quedó una parte seca de nosotros ni de la propaganda. El agua no respetó siquiera debajo de los sombreros. El camino serpenteante y casi vertical por el que íbamos, pronto se convirtió en un río de agua rojiza que arrastraba piedras y ramas.
En ese momento valoré la ventaja de calzar botas que me protegían de piedras y espinas, aunque mojadas aumentaban el peso con el que había que caminar.
Por mi falta de costumbre y de condición física poco a poco me fui relegando en el camino de aquella ladera pedregosa, mientras mis compañeros arreciaban el paso para llegar pronto a la cima, hasta el pueblo de Aguacatepec.
Mi temor de perderme en el laberinto de caminos y por lo cerrado de la lluvia que impedía la visibilidad, se resolvió cuando descubrí que mis compañeros sabían que iba relegado y se aseguraban de que no me perdiera. Iban dejando algunos volantes de nuestra propaganda, de tramo en tramo, en piedra sobre piedra o enganchados en las ramas de los arbustos, como seña de donde pasaban.
Recuerdo que sólo una vez en mi vida de campesino había vivido una lluvia tan tempestuosa. Mi padre me había mandado por agua hasta el fondo de la barranca, un mediodía en que amenazaba lluvia. Iba subiendo la cuesta de regreso cuando llegó la tormenta con un viento atroz que sólo tendido en el suelo pude soportar.
Cuando mi padre vino para auxiliarme, su mirada me confirmó que se trataba de un momento crítico y una prueba de sobrevivencia para un niño de ocho años.
En esta ocasión no se me olvidaba el estado inerme en que me encontraba, víctima del cansancio y el frío que habían hecho presa de mí, frente al camino que se me hacía eterno.
Todo me pesaba más de lo soportable en aquella caminata de subida que me parecía interminable, a la hora en que, según me contaron después, en Zihuatanejo nacía mi hija Anarsis.
Por momentos el cansancio casi me paralizaba, pero me sobreponía y seguía caminando ante la idea de no verme débil frente a mis compañeros.
No sé si me ayudó en el esfuerzo sobrehumano que hice, el pasaje aquel que me vino a la mente, de la novela del guerrillero nicaragüense, Omar Cabezas.
En La Montaña es algo más que una inmensa estepa verde, el escritor y guerrillero narra que cumpliendo la misión encomendada de llevar hasta el campamento un costal con maíz que pesaba más allá de sus fuerzas, hubo un momento en que estuvo a un tanto de deshacerse de la carga, pero cuando estaba a punto de desfallecer y tirar el costal, escuchó a su instructor recitar aquella arenga de crear al hombre nuevo. Eso le infundió la fuerza necesaria para llegar al campamento.
La lluvia no duró más de dos horas, que es el tiempo normal para recorrer la mitad del camino, pero en esa ocasión ocupé el doble en subirlo, porque después que dejó de llover, había que lidiar con el lodo y también con el frío, caminando con un peso extra por las botas y la ropa empapada.
Después de la lluvia y el frío, con el esfuerzo de la caminata llegó el hambre. En Aguacatepec lo primero que buscamos fue un lugar dónde comer, pero la dificultad principal para conseguirlo era la hora, porque nuestra llegada se produjo después de que en los pueblos acostumbran comer.
Quizá ese detalle no sea simple de entender ahora, pero conviene tomar en cuenta que estamos hablando de una cuadrilla muy pobre, donde entonces no había siquiera una tienda para comprar galletas o refrescos “al tiempo”.

[email protected]
@SilvestrePL

468 ad