Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Aurelio Peláez

Cierto gobernador tropical (de los años 50 del siglo pasado o por ahí)

Cuentan que la borrachera que traía el día en que tomó protesta como gobernador, era la misma con la que dejó el cargo tres años después. Unos meses antes el Señor Presidente le había anunciado en Los Pinos: el Partidazo lo había escogido precisamente a él, que fue su compañero en la Facultad, como el candidato unánime al gobierno del estado. Así le informó el Primer Mandatario de la Nación. Abrazos a la investidura presidencial.
La campaña fue un trámite de recorridos güevones por el estado, a lugares que ni conocía porque hasta su juventud, sólo había vivido en Acapulco. La elección, un paseo, ganada con un 97 por ciento de los votos. Algo había que dejar a la oposición.
–Ese muchacho se va a morir –decía después el poderoso secretario de Gobernación, cada lunes que leía las fichas del estado que guardaba la República, o más bien los chismes de alcoba de los gobernadores que le llevaban sus orejas distribuidos por todo el país, cuando tocaba el turno a la del gobernador tropical.
–Por lo menos que no se diga que soy maricón –respondía el ya gobernador, cuando algún personaje de confianza cercano a Los Pinos le llevaba las nuevas que se decían de él, las mismas de siempre, que se la pasaba en la peda.
Y bueno, qué se podía hacer en un estado ingobernable, con la violencia campeando por todas las regiones y con corridos aquí y acullá aludiendo a los matones favoritos. Apartaba del escritorio la pistola que el cacique regional en turno le había ido a regalar, para que policía estatal se olvidara de algunos asuntitos que lo implicaban, y colocaba la botella de Ballantines, prestos ya los hielos sobre el vaso jaibolero y el agua de Taxco.
Al principio intentó con el mezcal. Fue como una coartada para que sus paisanos pasaran por alto el largo desarraigo que tuvo del estado, cuando a temprana edad se fue a estudiar la preparatoria a la ciudad de México, regresando treinta y tantos años después por la casualidad del destino de ser gobernador.
Esa fugaz etapa terminó durante un discurso en un restaurante de Caleta, pletórico de alusiones a nuestra identidad local, y en la que por el calor de la tarde él hubiera preferido una cerveza o un jaibol, su whisquito. Dio una muestra a los políticos locales de sus artes oratorias, las mismas que en la Facultad de Derecho le llevaron a presidir el comité estudiantil donde, ¿qué creen? nuestro tesorero era el mismo que ahora es Presidente de la República. Hubo aplausos fervorosos cuando se refirió a las cajitas de Olinalá, a los vestidos de acateca y a nuestro preciado ceviche, que luego le dijeron que los peruanos lo reclamaban como propio. En alguna parte del discurso, emocionado, golpeado por los vapores del menjunje ese, resbaló, cayó de la plataforma a la playa y cuando lo levantaron, parecía haberse colocado una máscara de tigre, de arena, presto al porrazo.
–No me vuelvan a arrimar nunca esa chingadera – ordenó a su secretario y éste a los asistentes.
Decidió no obstante que Acapulco estaba mejor para gobernar que estar en Chilpancingo. Además, en la capital todo se sabía, como que les encanta el chisme decía, y luego, como el alcalde porteño también resultó ser compañero de aula del Señor Presidente –“qué generación resultamos, licenciado”– ni para salir del puerto.
De tanto en tanto iba a la ciudad de México, al Informe del Señor Presidente, a los desfiles del 16 de septiembre, a los acuerdos con el resentido secretario de Gobernación –“Acá entre nos, parece puñal”–, y a surtirse con cajas de Ballantines.
–El progreso nos queda muy lejos, señor secretario, deberíamos pensar en una nueva carretera México-Acapulco, sin tanta curva. Queda uno con tantas hora de viaje con nalgas de Mejoralito.
En una de esas visitas el poderoso secretario de Gobernación le encargó atender a una antropóloga, que hacía un mapa de sitios arqueológicos en el país. Como intelectual que también era la atendió ese mismo día en la ciudad de México. Ella le habló de su proyecto, comieron. Todo lo que le haga falta, licenciada, pa’ eso estamos. Doctora, señor gobernador. Lo que le haga falta, doctora. Pidieron de comer, de beber. Él ordenó una cerveza Victoria que los meseros tardaron en hallar, y presumió:
–Esta es la cerveza que toman los campesinos en mi tierra.
Ella una Negra Modelo y contestó.
–Esta es la cerveza que toman los alemanes en Alemania.
–Pinche vieja ojeta, ojalá se la coman los zancudos en la costa –le dijo después a su secretario, ya dejando la ciudad de México. Claro, él también había estado en Alemania alguna vez.
El poderoso secretario de Gobernación le había sugerido que se dejara ver más en los pueblos. Con ese cuidadoso lenguaje de diplomático le dijo que Acapulco era la ciudad más importante, pero no había que descuidar a las regiones, ya ve gobernador, luego la gente se levanta porque no se les atiende.
El gobernador olió que el secretario algo sabía del hecho reciente ese en una comunidad de la Costa Chica, esa donde los invitados –periodistas incluidos– fueron recibidos con un banquetazo de barbacoa y cervezas, en agradecimiento a una obra que ni él conocía, y tras la opípara comida, el comisario se levantó para agradecer la importante visita, y les dijo que lo que les habían servido era carne de perro, de esos perros flacos del pueblo, porque por años, el gobierno así los había tratado, como perros.
Inmediata fue la despedida de la comitiva y en estampida. Con razón los jijos de la chingada no comían y nomás nos estaban mirando, dijo un periodista. Pero no se delataron ni con una sonrisa, Fuenteovejuna, carajo, dijo otro. Y salieron despedidos por las calles del pueblucho acompañados por la banda de chile frito, aunque con algunas escalas para vaciar el estómago. Pinche pueblo, y recordó que alguien propuso dinamitar el puente que los comunicaba con el mundo; a saber si lo hicieron.
Pero el gobernador no sentía ganas de moverse por el estado. A Chilpancingo iba con desgano. “Aquí solo se viene pedo o como gobernador, compa, y yo sólo de paso”.  Tampoco le gustaban las giras, la caminata desde la entrada del pueblo a la comisaría; las autoridades colgadas a sus brazos, la banda de música, los niños panzones persiguiéndolo y un collar de un kilo de cempasúchil colgado al cuello que le provocaban ronchas inmediatamente. En una de esas, un informe de un presidente municipal de Tierra Caliente, su secretario llevó su recado al personaje ese:
–El señor gobernador tiene otros compromisos. Le pide por favor que su informe sea breve.
El alcalde, ya ante el micrófono, enmudeció unos segundos. Palideció, dejo la papeliza del discurso de lado y recobró inmediatamente la apostura. Soltó:
–Señor gobernador, lo que entró, salió.
–Qué informe tan perfecto, ni a mí se me habría ocurrido –dijo el gobernador, levantándose de su silla en el presídium a aplaudir, y ordenando.
¡Vámonos¡
En Acapulco lo esperaba el alcalde, un bohemio en toda la extensión que culminaba las charlas sobre amigos de la facultad visitando algún putero, aunque a los acapulqueños no les gustaba que se refiriera así a los tugurios de la Zona Roja y a La Huerta, que sentían como familiares. Pero en fin, el alcalde era otro desarraigado como él y poco sensible.
Por esos días en que descubrió que le había crecido el abdomen, se encontró muy cómodo usando la guayabera, que además usaba el nuevo presidente de la República. Ya sólo faltaba que lo recibiera, pero el alcalde le dijo que ni le moviera. Te acuerdas que en la Facultad a un pendejo le decíamos El Tribilín. Pues es el ahora Señor Presidente. No mames.
La plática en el despacho del alcalde los llevó a La Huerta, camuflados claro, como paisanos. El alcalde se movía diestro despachando en tanto asunto por asunto con sus ayudantes y los meseros ya lo conocían. Firme aquí, señor, etc. Al otro día se reunieron temprano en el restaurante La Flor de Acapulco porque el alcalde le pidió que lo acompañara a recibir a un barco de Japón en el malecón, y venía el señor embajador de ese país. Comieron chilaquiles con cecina y cervezas Victoria. Nada de cruda, claro, como si nunca se le dejaba llegar.
–Señor –se acercó entonces el secretario del alcalde –y los gastos de ayer en qué rubro los pongo.
–Ponlo en Agasajos y Regocijos. ¿Existe esa partida, no? Pues hazla.
Esquivando el eructo, el secretario importunó con un nuevo asunto. El diploma ese de papel amate que se iba a dar al embajador. Se lo había dejado anoche en La Huerta para firma. Ahí va un guarura directo al tugurio. Regresa velocísimo media hora después con una papel escupido y pisoteado. Tras minutos de trapo y prestos a ir al barco, el gobernador observó.
–Tu firma con ese tacón ahí parece un ideograma, lo van a apreciar los chinos.
–Son japoneses, cabrón.
Presto a entregar el gobierno del estado en cuanto se lo pidiera El Tribilín –“ese dientón es rencoroso”– el gobernador se desatendió más de sus deberes, y si no hubo un alzamiento por aquí y por allá, es porque los paisanos al parecer estaban felices sin autoridad, organizándose a gusto y no poniéndose de acuerdo en a quién desmadrar primero.
Claro que le interesaba lo que de él se decía en la prensa. Ya incluso había mandado a cerrar un periódico y a apalear a su director, porque éste en una columna lo bautizó como El gobernador que abanderaba el hambre, porque ante las peticiones de dinero sólo entregaba lábaros tricolores en respuesta.
–Si no me dan dinero, qué les puedo ofrecer sino patrióticas banderas. Además, fue lo único que me dejaron en bodega.
También por eso fue a la ciudad de México, aconsejado por su amigo el alcalde, por que allá poco se sabía de lo que hacía. Fue invitado por un grupo de mujeres periodistas a una conferencia. La pregunta inevitable, que cómo se siente gobernar un Guerrero bronco, y el mandatario entonces cayó en cuenta que ya llevaba casi tres años en el cargo, sobrellevando el barco. Se sabía, claro, que el nuevo Señor Presidente no lo quería, y quién sabe, cualquier rato, las maletas. Una enterada reportera le preguntó como pidiéndole hacer corte de caja:
–¿Y cuál ha sido su momento de mayor placer como mandatario?
–Cuando me vengo…
Risas entre las mujeres.
–¡Qué, no dicen que la venganza es el placer de los dioses¡
Ciertamente en esos tres años algo de bronco se le había pegado en el carácter, y gobernar sin dinero de la federación lo había amargado, viendo además cómo en su entorno sus funcionarios se hacían repentinamente ricos, y él sin saber cómo. Por eso en una de esas tardes en que miraba las estrellas, miraba su jaibol,  aunque no precisamente en ese orden, dictó su testamento:
–Cuando me entierren, que los ojos me los cubran con un brasier y que en el pecho, tomado por mi mano derecha y sobre el corazón, me pongan una pantaleta.
No se sabe si se le cumplió, porque su familia, que nunca se paró por Guerrero mientras fungió como gobernador –cargo del que fue separado tras dictarse una conveniente Desaparición de Poderes, cosa de unos ejidatarios muertos de lo que le echaron la culpa–, lo enterró en la cripta familiar de la ciudad de México, lejos de esta su tierra tropical, aunque dicen que enteramente humedecido de jaiboles.

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