Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

*La lluvia torrencial

(Segunda y última parte)

A duras penas, como dice el dicho, el candidato a la presidencia municipal de Quechultenango por la UPG, pudo alcanzar a su comitiva que lo esperaba, desde hacía rato, en el pueblo de Aguacatepec, después de subir la cuesta de Pinolapa en medio de una lluvia torrencial, allá en aquel lejano noviembre 21 de 1986.
A la distancia, recuerdo que el sacrificio físico en esas andanzas lo justificaba pensando precisamente en el futuro de los niños y jóvenes, a quienes veía disfrutando de las oportunidades que se pueden generar en una sociedad libre y democrática como era entonces el sueño de la izquierda.
Ya en el pueblo de Aguacatepec, después de las bromas de mis compañeros sobre mi falta de condición física para acometer la cuesta al ritmo de ellos, nos abocamos a buscar quien nos diera de comer, una tarea que no resultaba fácil a pesar de que en aquella época de cosechas abundaba el frijol, el maíz, las calabazas, las gallinas y los huevos.
En realidad la falta de comida a la hora que la requeríamos se debía a esa costumbre de que en las casas de los campesinos las mujeres  molían en el metate o en el molino mecánico solamente la cantidad de nixtamal requerida para hacer las tortillas que normalmente consume la familia en cada comida del día, de tal manera que para saciar nuestra hambre había que buscar en las casas, más que tortillas, que nunca sobran, nixtamal para moler y hacer la masa para luego fabricar las tortillas.
Fue entonces cuando todos caímos en la cuenta de que por más suerte que tuviéramos encontrando una casa donde hubiera el maíz cocido con cal, como se le llama al nixtamal, tendríamos que esperar a que lo lavaran y lo molieran; otro cuento era poner la lumbre, como se dice en el pueblo al arte de encender los leños en el “tlicuil”  para calentar el comal de barro donde se cuecen las tortillas, porque eso que puede sonar sencillo suele ser más que complicado cuando la lluvia inesperada moja la leña.
Pero la suerte estuvo de nuestro lado porque a la tercera casa que nos dirigimos nos encontramos con una señora dispuesta a servirnos. Tenía una bola de masa morada y medio molcajete de salsa en espera de que su marido llegara a comer con sus peones.
En el tlicuil se veía humear algunas brasas y, para nuestra alegría, la señora resultó ser simpatizante de  nuestra causa.
Apretujado en la casa de la señora, guarecidos del frío, aunque empapados de todos lados, el equipo de campaña fue testigo del ritual para hacer las tortillas.
La señora en cuanto supo de nuestra necesidad dejó en la cama al niño que arrullaba en sus brazos y luego con toda calma comenzó a peinarse los cabellos, pero no en alarde de coquetería, sino como medida de higiene.
Después la señora se hizo su trenza, luego salió al patio a lavarse las manos, puso  leños sobre las brasas que pronto se hicieron flama, avivada por la raja de ocote que agregó como acelerador del combustible, y luego procedió a amasar la masa hasta dejarla a punto para hacer las tortillas, mientras el comal se calentaba.
La señora alternaba su trabajo de hacer las tortillas con sus manos y de cocerlas en el comal al tiempo que asaba un puño de chiles verdes que luego agregó al molcajete para remolerlos con el temolchin; después le puso una cucharada de sal y revolvió, para probarla al final  con la punta de su dedo.
Mientras nuestra compañera  se ocupaba en su trabajo para darnos de comer, nosotros nos aplicamos a resolver el nada fácil asunto de cómo distribuir entre todos el escaso alimento disponible.
Algunos decían que por votación se decidiera el orden de nombres para recibir las tortillas, otros proponían que fueran las mujeres quienes encabezaran la lista, y aunque las dos propuestas no eran excluyentes, se iban desechando.
Otros más decían que las tortillas se repartieran de acuerdo al orden en que llegamos al pueblo, para premiar el esfuerzo de caminar la cuesta bajo la lluvia, cosa que no me disgustó haciéndoles ver que entonces tendría que ser yo el primero de la lista porque fui quien más esfuerzo hizo para llegar a la cima.
La tercera propuesta incluía las demás, porque determinaba que a partir de la lista votada, quienes recibieran ración podían voluntariamente compartir su tortilla con los que no alcanzaran en el reparto.
Mi propuesta no prosperó, a pesar de que argumenté que era la más equitativa. Les proponía a mis compañeros que dividiéramos la cantidad de tortillas, de manera que cada quien recibiera una parte semejante.
Al final se escuchó la propuesta del compañero que al principio se negaba a opinar, dijo que votáramos para elegir a dos de todos nosotros para que comieran hasta llenarse, de manera que no todos nos quedáramos con hambre.
Cuando la discusión subió de tono en medio de tantas propuestas, fue la señora de la casa quien puso a todos en orden.
Dijo que después de contar cuántos éramos, procedió a dividir la masa haciendo la misma cantidad de bolitas que luego torteó o aplaudió hasta hacerlas tortillas y cocerlas, para que cada quien tuviera una.
–Las tortillas las hice delgaditas para que la masa alcanzara. Creo que lo legal es que cada quien se coma una, dijo la señora para lección nuestra.
Mientras comíamos contentos nuestra exigua tortilla, uno de los hijos de la señora llegó hasta la cocina cargando una enorme calabaza que pronto la señora puso a cocer dentro de una gran olla de barro.
–Se van a esperar un poquito porque quiero que prueben nuestra calabaza pipiana, dijo solidaria la señora para alegría de todos.
Ya satisfechos con la calabaza y las tortillas, sin frío y con la ropa seca, pudimos concluir nuestro trabajo de proselitismo en los pueblos de esa ruta.
Cuando bajamos nuevamente el cerro, pero ahora frente a la cabecera municipal, nuestro estado de ánimo mejoró comentando la experiencia de la comida.
–Oye Vale, la verdad que no se me hace gracia lo que hizo la señora para darnos de comer, porque figúrate cuánto tiempo tiene de práctica dándole de comer a la rebiata de hijos que tiene, repetía Manuel Montiel, nuestro eterno fotógrafo, tratando de hacerse el simpático.
Al llegar a la cabecera municipal lo primero que me sorprendió fue que en sus calles no había ninguna huella de lluvia. El ambiente y el suelo seguían resecos como estaba en nuestra partida.
Sólo nosotros, los candidatos de oposición para el nuevo gobierno municipal, nos veíamos caminando estragados, como la viva imagen del desastre.
Ante tan grande contraste entre lo que vivimos en la cuesta del cerro de Pinolapa con la lluvia torrencial y el llano seco del pueblo, me pareció hasta fuera de lugar contarle a mi familia aquella experiencia que vivimos unas horas antes  en la montaña, cuando estuvo en peligro la planilla del ayuntamiento en pleno.

468 ad