Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Arrebatos carnales / 9

Otros amores de La Güera

El doctor Seret resulta ser un maestro más habilidoso y audaz que Beristáin de Souza, al grado de que hizo sentir a La Güera Rodríguez “la mujer más atractiva y seductora de la historia”. El romance terminó y, como la vida tiene que continuar, en Guadalajara se encontró al prelado Juan Ramón Cárdena, que tenía gran experiencia en confesionarios y sacristías, “a donde conducía a las mujeres para purificarlas después de haber cometido una gran cantidad de pecados”. A veces hacían el amor sobre el mueble “donde guardaban la indumentaria para celebrar misa…, confesando yo todos mis pecados, entre carcajadas grotescas que los dos compartíamos espontáneamente”.
Cuando dejó de extrañar a Cárdena, el joven pintor Francisco Rodríguez le pidió que posara desnuda “para hacerme un retrato de cara a la eternidad”. La Güera, que había aceptado la propuesta con la condición de que no pintara su rostro, fue la que dejó de posar “para ir a desvestirlo y disfrutar con él los placeres del amor, antes que los placeres del arte”.

No hay mal que por bien no valga

En 1802, a los ocho años de casada, el mundo se precipitó para La Güera Rodríguez. Su marido la acusó de adulterio y le pidió el divorcio. Ella negó los cargos, pero su esposo fortaleció su denuncia presentando testigos falsos. Intentó asesinarla, pero el arma se encasquilló. La Güera denunció este hecho, pero bastaron los testimonios, ¿de quiénes cree?, de los mismos doctores Beristáin y Cárdena, al que se unió el de Ignacio Ramírez, “clérigo presbítero del arzobispado de México, con quien solamente me acosté en un par de ocasiones, inclusive en nuestra propia casa”, para que fuera recluida en el Colegio de Belén, que era dirigido por monjas. Para su fortuna, el enclaustramiento no duró mucho.
“Seguí casada con Villamil hasta que el Señor quiso apiadarse de mí y privar de la vida a mi marido en 1805”, informa La Güera. Villamil había muerto en Querétaro, “con lo cual no sólo me dejó a mí en absoluta libertad –dice–, sino con buena fortuna y una sonrisa en el rostro para encaminar mi existencia hacia los horizontes donde yo presintiera que podría encontrar mayor placer”.
Después se casó con el rico caballero Mariano Briones, quien falleció “dejándome embarazada, para disgusto de todos sus herederos”. Tuvo una niña, que no sobrevivió. Tras una buena negociación con los herederos, La Güera se vio más rica que antes y con más ánimos para transitar por la vida con una dichosa viudez. Apenas le cuenta esto a sus amigas, la deslumbrante dama ya tiene buenas relaciones con Pedro de Garibay, “el nuevo virrey…, quien deseaba… convertirse en el máximo líder político de la Nueva España, aprovechando la coyuntura de la invasión napoleónica a la metrópoli” y quien no tardaría en ser depuesto de su cargo. Pero bueno, también se codeó con el nuevo vierrey, el arzobispo Francisco Javier de Lizana y Beaumont, quien desde luego pasó por alto “las acusaciones de indecencia en mi contra” y, como detalle de su “natural pacífico”, “nunca se me insinuó”.

De hereje a visionaria

En marzo de 1811 –cuenta La Güera–, antes del fusilamiento de los insurgentes en el estado de Chihuahua, fui acusada de herejía por haber mantenido trato con el cura renegado, apóstata y excomulgado de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla, en voz del inquisidor Juan de Sáenz de Mañozca, quien habló de mi conocida inclinación amoral al adulterio, a la mancebía y a la bigamia. De nueva cuenta el virrey intervino y me exoneró de todos los cargos, imponiéndome como máxima pena la de tener que ir a pasar un tiempo indefinido a la ciudad de Querétaro”. Hasta ahora casi todos los personajes que La Güera ha mencionado tienen qué ver con su vida sentimental. De su incondicional protector Lizana y Beaumont aduce que “tal vez estuvo profundamente enamorado de mí, pero… nunca me lo confesó”. Cuando revela que el supuesto castigo virreinal le pareció fantástico porque en Querétaro “podría relacionarme aún más con aquella fuente de infección insurgente”, la señora empezó a sentirse la niña-dios de la historia de Nueva España, donde ya había montones de indios, negros y mestizos levantados, con los que habrá de simpatizar a lo largo de su relato, mientras se la pasa tomando chocolate y hasta fajando con quienes al rato tratarán de aniquilarlos.

Un descansillo

La Güera se tomó un descanso al lado de Francisco Rodríguez, el pintor, del que salió una pintura excepcional: La Güera enseñando los pechos “voluminosos, plenos, a pesar de la maternidad”, todo un escándalo social. Pero “¿quién estaba para juzgarme, la alta jerarquía católica? (pregunta ella). ¿Los curas, mis amantes secretos, eran los que iban a evaluar mi conducta moral?”. Luego conocerá a Agustín de Iturbide y empezará a contar la historia de la Independencia del país como si la estuviera leyendo en la palma de su mano.

Antes y después de Agustín

Véase si no:
“La vida social en la Nueva España continuó en los salones, en donde nos reuníamos clero, ejército, aristocracia y gobierno para discutir y evaluar lo que acontecería después de la desastrosa campaña de Napoleón en Rusia, así como la desaparición de cualquier amenaza militar francesa en Europa. Era evidente que regresaría al poder Fernando VII y que se reinstalaría… el absolutismo en España… Sólo un hombre tendrá que dirigir los destinos de un país y de un imperio, a diferencia de como ya acontecía en Estados Unidos, donde un congreso… también tenía mucho que opinar y que oponerse a las decisiones del jefe del Estado americano. El balance era perfecto. En España no había tal balance…, se haría lo que decidiera El Narizotas…, un imbécil igual que lo fue su padre, Carlos IV. En esa feliz coyuntura de estabilidad social, porque había acabado el movimiento insurgente, es cuando conocí precisamente a Agustín de Iturbide, en una tarde de abril de 1816. Obviamente ya no existían ni Hidalgo ni Allende ni Morelos: todos habían sido fusilados con beneplácito e influencia del clero católico”.
Como quien no quiere la cosa, ai-nomás pa’ ampliar el panorama político, La Güera empieza a contar a sus amigas cómo conoció a Iturbide en una de esas reuniones de recaché.

Todo un emperador

Antes del tremendo agarrón que se dan, La Güera hace un breve bosquejo de su vida y una larga síntesis de la de Agustín de Iturbide, desde que fue mayordomo en las fincas de su padre hasta que casó con Ana María Huarte, hija de un acaudalado hombre de negocios, con la que tuvo ocho hijos. No faltan los primeros atisbos políticos de Agustín, quien “asistió como testigo al primer golpe de Estado de la historia de México, el que derrocó al virrey don José Iturrigaray, en 1808”. Ahí “descubrió que el derrocamiento estuvo auspiciado por la Iglesia católica, concretamente por el antiguo inquisidor Matías Monteagudo, quien, como siempre acontece con el clero, aventó la piedra y ocultó la mano culpable. El sucesor fue el arzobispo Pedro de Garibay, más tarde mi amante –confiesa La Güera–, nada especial en el lecho, dicho sea de pasadita. ¡Estando (Agustín) del lado de la Iglesia nunca se equivocaría!” Y es que “Agustín siempre estuvo con Fernando VII, del lado de los Borbones, en contra del gobierno de los Bonaparte. Si algo animaba al teniente Agustín de Iturbide a sus veintisiete años era posibilidad de ganar promociones, poder y prestigio, no así las discusiones profundas de teorías políticas. Por independencia, en su carácter de hacendado, no entendía un vuelco en la situación de la Colonia, pues hacía buen dinero en el comercio al amparo de su poderoso suegro. Prefería una carrera en el ejército realista, dar pruebas de su fidelidad al gobierno español, realizar… aprehensiones importantes y desmantelar atentados… a modo que su nombre le abriera las puertas hacia su majestad, a partir de 1810.”
Ella misma cuenta algunas de los asesinatos viles de Iturbide. “Se decía… que era tal su sed de sangre, su desesperación de felino, que se cebaba con saña con cuantas personas caían en sus garras”, llega a decir. Cuando su tendencia al crimen y al lucro llegaron a oídos del virrey Félix María Calleja éste “solicitó informes sobre la conducta civil, política, militar y cristiana del acusado”, pero al último ni los denunciantes se atrevieron a reafirmar sus dichos frente a militar tan poderoso y sanguinario.
Como él siguió robando ganado, saqueando y quemando haciendas, destruyendo “la minería con su compra de plata”, comprando y revendiendo hasta llegar a ser el comerciante más poderoso de Michoacán y Guanajuato, Calleja lo suspendió como comandante del ejército del Norte y lo sentó en el banquillo de los acusados para que respondiera a la denuncia de corrupción. Y Agustín tuvo a la ciudad de México como cárcel, reducido a coronel de milicias “sin mando, ni poder, ni consideración, ni jerarquía alguna”. Durante cinco años se la pasó Agustín circulando en la agitada vida social de México, en bares, jugando y “abandonado a sus vergonzosos amores”. ¿Y Ana, su esposa? Bueno, ya hace rato La Güera la calificó de idiota.

Agustín subía, subía, a caballo…

La Güera, decíamos, conoció a Iturbide en una fiesta de influyentes, en 1818. Fuerte, guapo, joven, ambicioso, decidido, de carácter fogoso pero con cierto humor particular, le bastó verlo entrar al salón para advertir “que él sería el hombre de mi vida”. Ya se imaginarán ustedes que el encuentro estuvo para recordar. No la fiesta, donde la pareja se dio el lujo de ignorar a arzobispos, militares, comerciantes y políticos, sino el desesperado agarrón que se proporcionaron en la carroza, bajo el aguacero, apenas salieron de la pachanga de caché. Si ya sobraban, a partir de ahora no faltarán los elogios para Agustín, al que La Güera simple y sencillamente ve como “el hombre que quería en el momento que quería, en condiciones que resultaron infinitamente superiores a cualquier fantasía que yo hubiera podido tener durante mi existencia”. Para no hurtar a los lectores la parte sentimental del relato güero-moreno, transcribiré el momento en que “Agustín y yo supimos (que) nos habíamos encontrado, que éramos el uno para la otra, y que la vida nos haría disfrutar un sinnúmero de buenos momentos, felices ratos, muy merecidos, que jamás olvidaríamos. ¿No se podía ir al carajo la independencia junto con todos sus insurgentes?”.
La próxima semana platicaremos sobre cómo La Güera ideó un plan maestro para que su amado Agustín de Iturbide encabezara la independencia y se coronara emperador de México, con ella a su lado, como emperatriz.

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