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Alba Teresa Estrada Castañón

El caso Ayotzinapa: Un parteaguas para la nación

El 26 de julio pasado se cumplieron diez meses de la masacre de Iguala, cuando fuerzas de seguridad del Estado en complicidad con sicarios del cártel Guerreros Unidos asesinaron a seis personas y desaparecieron a 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa. Sus padres, compañeros, y la sociedad toda que se hizo eco del clamor por su presentación con vida, aún esperan resultados y respuestas. Por falta de voluntad política, complicidad o impericia, el Estado mexicano ha sido incapaz de llevar adelante una investigación creíble y seria de los hechos.
El 26 de septiembre de 2014 marca un antes y un después en la conciencia nacional en torno a eso que todavía llamamos Estado. A partir de ese día descubrimos que no había resquicio alguno en su estructura –sobre todo las áreas encargadas de la seguridad–, que no estuviese contaminada e infiltrada en algún grado por el crimen. No resultó sorprendente el clamor nacional e internacional que levantaron los horrendos sucesos de Iguala sino el manejo cínico y torpe con que se desempeñaron las distintas áreas del Estado que intervinieron tarde y mal para deshacerse de la papa caliente en que se convirtió el caso: desde los gobiernos municipal, estatal y el ejecutivo federal, hasta el ejército, la procuraduría y los jueces.
En el curso de estos diez meses, el movimiento por los desaparecidos de Ayotzinapa logró, sin duda, avances significativos que hicieron cimbrar a la estructura del Estado mexicano, provocando la caída y encarcelamiento del presidente municipal de Iguala, la defenestración del gobernador Ángel Aguirre, así como el procesamiento de más de cien acusados, pero no el esclarecimiento de la verdad ni la localización de los desaparecidos. Tampoco se logró detener a responsables clave como el jefe de la policía de Iguala, Felipe Flores y el sicario apodado El Gil. La impunidad siguió prevaleciendo en este como en otros casos. “A 10 meses, no hay ningún sentenciado por el caso Iguala”, cabeceó a plana entera un diario nacional.
Las evidencias periodísticas y la percepción generalizada que apuntaban desde un inicio hacia un crimen de Estado fueron desestimadas por la PGR. Al cabo de cuatro meses, la procuraduría presentó una “verdad histórica”, que daba por muertos a los desaparecidos, sin mayor sustento que el testimonio de sicarios menores visiblemente maltratados tras haber rendido su “confesión”. Las repercusiones internacionales del caso motivaron la creación de un Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, cuya coadyuvancia y mediación fue aceptada tanto por los padres y compañeros de los estudiantes desaparecidos como por el Estado mexicano sometido en esos momentos a una fuerte presión tanto externa como interna. Como ha señalado la periodista Lydia Cacho, el papel del GIEI es fundamental para evitar la pulverización del caso que se encuentra diseminado: “en13 causas penales en seis juzgados diferentes, y los detenidos están en tres prisiones distintas” También es fundamental que se conozca la trayectoria segundo a segundo que siguieron los estudiantes secuestrados y sus comunicaciones. Ello es posible con el uso de la red satelital que México opera en acción conjunta con los Estados Unidos y a través de la red federal de microondas concesionada por el gobierno federal a empresas privadas de telecomunicaciones. El GIEI ha insistido, también, en la importancia de entrevistar a todos los militares del 27 batallón que fueron testigos de los sucesos de esa noche, pero el gobierno sólo ha accedido a que declaren algunos mandos y recientemente sustituyó al comandante de la zona de Iguala que se encontraba al mando ese día funesto, lo cual no facilita la indagación.
En el fondo de los hechos hay una clara responsabilidad del Estado, que apuesta al olvido y a la confusión al culpar a las propias víctimas a través de rumores sórdidos que los implican en actividades criminales. Con el concurso de gacetilleros y medios corruptos, el gobierno federal ha desplegado una estrategia comunicacional que busca justificar su muy cuestionable desempeño en este emblemático caso. La nueva procuradora Arely Gómez –que relevó a partir del 3 de marzo de 2015 al desgastado y cansado titular de la PGR, Jesús Murillo Karam–, ha llevado el caso a un impasse que impide desentrañar el fondo de los hechos y procesar a los implicados por el delito de desaparición forzada. La preocupación del Estado por encubrir y clausurar antes que por encontrar a los desaparecidos, investigar y aclarar los hechos, hace imperativo que la academia y los defensores de derechos humanos así como la sociedad en su conjunto sigan con atención el curso de la investigación y mantengan su apoyo al reclamo de los agraviados. El esclarecimiento de la verdad es parte fundamental de la lucha por alcanzar justicia. Esto no es un asunto que afecte sólo a las víctimas directas y sus familiares: la salida que encuentre este caso nos colocará a todos en ruta de una mayor degradación social y política o nos permitirá resurgir como nación y modificar la relación gobernantes-gobernados a favor de una mayor ratio de poder ciudadano, pues como declaró Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, “Iguala es un parteaguas contra la impunidad”.
El caso de Ayotzinapa es paradigmático porque demuestra:
Que el colapso del Estado nación y el ascenso de las organizaciones criminales prohijadas subrepticiamente por el poder político han reconfigurado el poder en México. La masacre de Iguala y los desaparecidos de Ayotzinapa nos permitieron vistualizar un antes y un después en ese proceso.
Que el Estado mexicano ha devenido en un Estado mafioso que utiliza la violencia represiva y la desaparición forzada como política de Estado. Su renuncia al monopolio legítimo de la coacción responde a una estrategia de privatización de la seguridad y de asociación con las organizaciones criminales. La tragedia de Iguala configura un crimen de Estado que reedita las prácticas de la guerra sucia de los años setenta, cuando se empleó la desaparición forzada como política de Estado contra la insurgencia armada de izquierda y sus bases de apoyo, que aún claman justicia en la sierra de Atoyac. Junto a los casos recientes de Tlatlaya, Apatzingán y otros, los desaparecidos de Ayotzinapa muestran que las violaciones a los derechos humanos son el correlato forzoso del nuevo modelo de “vigilancia y control”.
Que dentro del nuevo orden político internacional, las actividades criminales (narcotráfico, extorsión, secuestro, trata de personas, tráfico de órganos, etc.) son una empresa más de la economía capitalista y un eslabón fundamental del sistema financiero internacional. Que ese nuevo orden conlleva la privatización de todas las actividades y bienes públicos: desde el patrimonio nacional, hasta los recursos naturales –petróleo, agua y energía-, y, sobre todo, la seguridad.
Las transformaciones del poder y la crisis del Estado en México nos colocan como sociedad ante la imposibilidad de preservar la organización política que nos ha regido hasta aquí. Ello nos plantea una disyuntiva: fortalecemos la capacidad de acción colectiva e incrementamos el poder popular para refundar la nación y frenar el proceso de barbarización y balcanización en curso; o se profundiza el modelo de “vigilancia y control” y se consolida la existencia de una sociedad sin libertades ni derechos, gobernada por la fuerza y el miedo.

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