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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

*Sobre el fiscal, su libro y el asesinato de Urquizo

“El ser policía es una de las profesiones más bonitas y satisfactorias que puedan existir”, escribió Miguel Angel Godínez Muñoz en su libro El orgullo de ser policía, editado hace dos años. A lo largo del volumen de 122 páginas, el ahora fiscal general de Guerrero hace notar su devoción por Dios, que debe ser mucha porque a Dios le reservó la primera dedicatoria de su trabajo.
Como muestra de cuánto le satisface dedicar su tiempo a la tarea policial, Godínez Muñoz se declara dispuesto a dar hasta la vida “por los demás”. “Daría la vida por ti aunque no te conozco”, escribió, y también “más que el sueldo me importa ver gente feliz”. Feliz por obtener justicia, se entiende.
Con semejante declaración de principios cristianos, se supondría que el fiscal Godínez Muñoz es un funcionario virtuoso, comprometido y escrupuloso en el cumplimiento de su deber. Pero no es así. Quienes busquen en el funcionario la personalidad que presume en su libro, se llevarán un fiasco.
El comportamiento asumido por Miguel Angel Godínez en asuntos de gran impacto público describen a un funcionario inepto, intolerante, autoritario y más que dispuesto a manipular los hechos para ocultar su incompetencia como procurador de justicia.
Esos rasgos de su personalidad quedaron de manifiesto con claridad en el caso de los dos médicos y los dos profesionistas desaparecidos en Xolapa el 19 de junio mientras recorrían la carretera Chilpancingo-Acapulco. Con una celeridad totalmente atípica y sospechosa, el fiscal dio por resuelto el caso con el hallazgo de cuatro cadáveres en la comunidad de Santa Bárbara, en la sierra de Chilpancingo. Sustentó su dictamen en supuestas pruebas de ADN que se les practicaron a los cuerpos y que, según Godínez Muñoz, coinciden con el ADN de los desaparecidos.
Pero cuando fueron a identificarlos, los familiares no reconocieron los cuerpos como los de los cuatro desaparecidos, y concluyeron con base en diversos elementos que no son ellos. En esas circunstancias hasta el gobernador Rogelio Ortega ofreció mediar para que la Procuraduría General de la República realizara nuevas pruebas de ADN a los cadáveres, lo que al cabo de las semanas se ignora si se ha hecho. Frente a la inconformidad de los familiares, el fiscal no sólo se mantuvo en su postura de que sí son los cuerpos y el caso está cerrado, por lo cual ya no es preciso buscar a los desaparecidos, sino que amenazó con investigar y castigar a quienes, desde su perspectiva, instigan el rechazo de los familiares.
En su pretensión de imponer su versión, la semana pasada Godínez Muñoz intentó, durante su comparecencia en el Congreso del estado, hacer creer que la desconfianza de los familiares se debía a una confusión originada en errores contenidos en los dictámenes de las autopsias de los cuatro cadáveres. Errores que atribuyó al médico que hizo las autopsias, y que el propio secretario de Salud, Edmundo Escobar Habeica, reconoció y también endosó al médico. Pero no era así. Aun si son errores importantes e imperdonables los que el médico cometió, como alteraciones en la talla de los cuerpos (“me puso que medía 1.89 cuando medía 1.75 y 1.75 cuando medía 1.79, es lógica la confusión de los familiares”, dijo Godínez), lo cierto es que esa no es la fuente de la postura de los familiares y tampoco hay confusión en ellos, pues han sido firmes y cuidadosos en afirmar que los cuerpos que ellos vieron durante media hora tienen fisonomías diferentes y marcas y rasgos diferentes. No son, pues.
Lejos de brindarles felicidad, el comportamiento de Miguel Angel Godínez causa desdicha a los familiares de los cuatro desaparecidos, que a su aflicción suman la incertidumbre provocada por la actitud poco institucional y muy poco cristiana del fiscal, más interesado en desentenderse del caso mediante el clásico carpetazo.
Al contrario de la desaprensión y frialdad con la que el fiscal trató el caso de los cuatro desaparecidos de Xolapa, es sorprendente la inmediatez que puso en práctica en el caso de la ejecución de David Urquizo Molina, el comandante de la Policía Ministerial acribillado el jueves pasado en Chilpancingo. El mismo jueves, en cuestión de horas, la Fiscalía actuó contra los agresores de Urquizo Molina, mató a tres de ellos y detuvo a diez más. Tanta eficacia, no vista en ningún otro caso de los tantísimos que suceden a diario en Chilpancingo, es sospechosa y parece más emparentada con una acción de venganza.
La rapidez de la Fiscalía denota mucho conocimiento de los hechos y de las circunstancias que rodean esta ejecución, y ello quizás tenga conexión con el perfil de la víctima. El mismo día y al día siguiente, Godínez Muñoz consideró oportuno establecer que el comandante Urquizo Molina “no tiene una denuncia ni señalamiento” y que “fue el crimen organizado el que está detrás de todo esto y es derivado de su trabajo”, en referencia al trabajo de Urquizo Molina en la Fiscalía.
Sin embargo, ese interés del fiscal por aparentar que la víctima era un honrado comandante ministerial no guarda correspondencia con la trayectoria de David Urquizo. “Ayer no sobrevivió a la lluvia de metralla”, escribió en este diario con destreza literaria el reportero Zacarías Cervantes, para recordar que el jefe policiaco había sufrido al menos un atentado anterior, ocurrido apenas en mayo pasado, lo que sugiere que desde entonces estaba sometido a la vigilancia de sus homicidas. Ese reportaje es un minucioso recorrido por la carrera policiaca de Urquizo Molina, en la que no se encuentra un solo episodio que suscite admiración o resulte edificante. (“Urquizo fue acusado de delincuencia y cesado dos veces, una por recomendación de la CNDH”, El Sur, 31 de julio de 2015).
Relata el reportero que una de las acusaciones más serias y sólidas contra Urquizo Molina, sólo una de muchas, la formuló el ex director de Averiguaciones Previas de la entonces Procuraduría General de Justicia del Estado, Marciano Peñaloza Agama, quien responsabilizó al asesinado jefe policiaco del atentado a balazos que sufrió en marzo de 2012, acción que Peñaloza Agama atribuyó a las investigaciones que realizaba por el asesinato de dos estudiantes de la Normal de Ayotzinapa ocurrido en la Autopista del Sol el 12 de diciembre de 2011. Urquizo Molina tuvo participación en aquellos hechos y fue señalado de urdir el montaje que sirvió para acusar al normalista Gerardo Torres Pérez de utilizar un rifle de asalto AK-47 y provocar con ello los disparos de los policías.
Ni esta ni ninguna de las acusaciones que pesaban contra Urquizo Molina, que provocaron su cese en dos ocasiones pero sin ninguna consecuencia judicial, son ignoradas por el fiscal Miguel Ángel Godínez, por lo que resulta sensato preguntar por qué lo reincorporó al servicio –no importa si lo hizo por un mandato judicial como él dice–, y las razones que tiene para mostrarse tan obsequioso con un agente que no daba muchos motivos para enaltecer a la institución. Porque la ejecución de Urquizo Molina no tiene las características de haber sido motivado por su trabajo en la Fiscalía, sino de un ajuste de cuentas interno, entre grupos de delincuentes.
Miguel Angel Godínez presume en su currículum oficial, el que entregó al Congreso cuando fue designado en diciembre pasado, de haber sido agente federal comisionado a la Interpol, director en la PGR contra delitos cometidos por servidores públicos, investigador legal y funcionario de la ONU para el combate a la impunidad, y de contar con una maestría en procuración de justicia federal. Adicionalmente, en su libro exalta el tema e insinúa tener un compromiso con la defensa de los derechos humanos.
Pero nada de todo eso se refleja en la práctica, y en cuanto se refiere a su forma de conducir la Fiscalía, ha sido denunciado por peritos, empleados y agentes de haber colmado la nómina con familiares y amigos, lo que no ha sido desmentido por Godínez Muñoz. Si falseó las pruebas de ADN y manipuló los hechos para presentar cuerpos que no pertenecen a los cuatro desaparecidos de Xolapa, y si empezó un montaje para encubrir las verdaderas circunstancias de la muerte del comandante David Urquizo, este fiscal al que le gusta ver feliz a la gente habrá hecho descender a la justicia de Guerrero un escalón más hacia la pudrición.

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