Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Arrebatos carnales / 10

La verdadera independencia, según La Güera Rodríguez

En 1816 Calleja deja a su sucesor, Juan Ruiz de Apodaca, un país casi pacificado (el libertario español Francisco Javier Mina fue fusilado en 1817) en el que Agustín de Iturbide se hizo popular “en los salones más distinguidos”. La Güera revela que ella misma relacionó a Iturbide “con toda la realeza, la aristocracia y el alto clero”, al que Agustín concedía especial y convenenciera atención, pues “entendía con claridad que sin la Iglesia no llegaría a ningún lado”. En misa, rezaba el rosario en voz alta y exhibía su emoción religiosa en grado teatral. A la menor oportunidad elogiaba a los “hombres de Dios”, con los que –gracias a La Güera– empezó a llevarse bien y a integrarse al “grupo de íntimos”, entre los que estaban “el famoso inquisidor Tirado” y el doctor Matías Monteagudo, ex inquisidor, rector de la universidad y jefe secreto de la contrainsurgencia.
En 1820 Fernando VII es obligado a jurar la Constitución de Cádiz de 1812, que quitaba privilegios a los religiosos, y por sus opiniones candentes y a modo Agustín de Iturbide “empezó a ser admirado y respetado”. “Con el paso del tiempo se convertiría en el brazo armado del clero católico gracias a mí –dice La Güera–, gracias a que yo lo había introducido en los salones y lo había presentado ante la alta jerarquía católica, que muy pronto quedó prendada de su personalidad y urgida de sus servicios”.
“La independencia de México, la verdadera independencia de México se originó en La Profesa”, refiere la Rodríguez. El movimiento insurgente había sido decapitado con el fusilamiento de Morelos, pero no se podía soslayar la persistencia de Vicente Guerrero. “Como el clero católico no podía confesar el verdadero objetivo del movimiento, tenía que inventar una respuesta armada supuestamente popular, algo así como si el pueblo de México protestara por la imposición de una Constitución que no le convenía. Intentaría revivir la insurgencia, como si continuara representando una auténtica amenaza para el virreinato, cuando, en realidad, éste sólo intentaba defender sus intereses económicos y políticos… Si, en los hechos, el movimiento insurgente ya no existía, “había que revivirlo para legitimar la maniobra y llevar así a cabo la Independencia de México de la corona española preservando únicamente los intereses clericales… El pueblo parecía un fantasma que nunca hubiera existido. El clero aparentaría revivir este fantasma para enterrarlo unos meses después… y preservar así su gigantesco patrimonio creado a lo largo de tres siglos de Colonia”…
Para La Güera el país necesitaba un guía, y “este hombre sin duda era Agustín de Iturbide”, con quien la bella y talentosa mujer hizo “estupenda mancuerna”. Cuenta La Güera cómo la Iglesia católica abrazó los principios de Hidalgo y de Morelos, a los que, hablando en plata, mandó a asesinar, porque “habían empezado sus movimientos sin haber recabado previamente el acuerdo de la jerarquía”…
La Reforma Eclesiástica de las Cortes españolas, que acotaba el fuero eclesiástico (y haría vender a la Iglesia bienes raíces y fábricas, además de reducirle los diezmos a la mitad), fue considerada una declaración de guerra. Ora sí que “el sector más reaccionario y retardatario de la sociedad mexicana, el que se reunía en La Profesa, deseaba en aquellos momentos la independencia”.

Hechos adelantados y reproches anticipados

Ya estamos en el vórtice político de la historia de México y todavía no llegamos ni a la mitad de la historia sentimental de La Güera e Iturbide. Como a este paso corremos el riesgo de reseñar el libro contándolo en sus mismos términos de cabo a rabo, a modo de personaje borgiano, procuraremos condensar lo histórico, si semejante embrollo de intereses lo permite, sin soslayar la voz de La Güera, que al fin de cuentas es la del cuento.
Para La Güera, todo sucedió precipitadamente. Ella aconsejó al virrey Apodaca que sustituyera a Armijo por Iturbide, quien fue designado director general de los ejércitos realistas, nombramiento que la propia Güera comunicó a su amante. Triangulando información entre Iturbide, Monteagudo (del lado clerical) y el virrey Apodaca, “me convertí en embajadora del virreinato y el alto clero para coordinar las actividades orientadas a lograr la independencia de México”.
Ya sugerimos que a lo largo de su relato La Güera va sembrando la importancia de su participación en el “movimiento”. Ya es frecuente también que, al tiempo que elogia a Agustín como caudillo posible y necesario, cada que puede proyecta un chisguete de decepción, resentimiento o reproche. En su cara le dice a Agustín que si en España no hubiera estallado la revolución, él “habría pasado el resto de sus días como un hacendado” o como humilde robavacas.

Derrotas y negociación

Derrotado por Vicente Guerrero en el Cerro de San Vicente, en Chichihualco, Tomalaya y Zoyatepec, Iturbide empezó “a negociar la paz lo antes posible, antes de que el virrey y la iglesia le perdieran la confianza y el proyecto se viniera abajo”. Y empezó a mandarle cartas a Guerrero y a infiltrar espías realistas entre los insurgentes. Tras un acuerdo, “Iturbide redactó el Plan de Iguala, que establecía la independencia de México de España sobre la base de que se aceptara la religión católica…, sin tolerancia de ninguna otra. ¡Claro que también se garantizaban las propiedades y fueros del ejército y del clero! No faltaba más”.

Ni abrazo ni saludo ni Acatempan

Enseguida, para contribuir a las versiones que existen alrededor del Abrazo de Acatempan, advierte La Güera: “Luego se dijo que hubo un abrazo en Acatempan entre Iturbide y Guerrero que sellaría para siempre la independencia de México. Nada más falso. En primer lugar, nunca se reunieron en Acatempan, sino en Teloloapan… El ejército insurgente –recuenta–, compuesto de cuatrocientos hombres vestidos y el resto francamente encuerado, debilitado, enfermo y muerto de hambre, ascendía a… mil ochocientos hombres. Cuando Agustín vio a Guerrero, enfermo de mal del pinto, se negó a abrazarlo… (y) ni siquiera le extendió la mano por temor a sufrir un contagio. Guerrero salió de esa reunión sin quejarse por no haber podido estrechar la mano de Iturbide, pero además convencido de que finalmente se lograría la libertad de toda América”.
La Güera cuenta que, en la cama, como niña curiosa dispuso su “santa mano bajo la tela para dar con su bastón de mando”, mientras le preguntaba:
“–¿Es cierto que no le quisiste dar la mano a Guerrero cuando lo conociste porque tenías miedo a que te contagiara el mal del pinto?”
Y “sin dejar de acariciarme ni de recorrerme a su antojo, a regañadientes me confesó que Guerrero era negroide, de estatura mediana, tirando a baja, que daba lástima verlo y no sólo lástimas, sino asco, porque a saber cuánto tiempo llevaría sin bañarse perseguido a media sierra, y además parecía estar cambiando de piel, cual era el mal del pinto.
“–Ahora vas y le das la mano y de inmediato te revisas para ver si todavía tienes los cinco dedos –explotamos en una carcajada”, recuerda La Güera.

El día que te nombren
emperador…, dijo La Güera

Asistimos a una escena crucial: ahítos de sexo, amor y poder, ella dice:
“–El día que te nombren emperador quiero que coronemos nuestro amor… Quiero que el día que desfile el Ejército Trigarante por la ciudad de México, desvíes toda la marcha para que pase enfrente de mi casa y…
Agustín concedió de inmediato. Pero ella quería algo más:
“–Quiero que te detengas, que te apees de tu caballo, que entres a mi jardín y cortes una rosa, que subas a la terraza, desde la cual yo contemplaré los acontecimientos y de rodillas antes mí, te arranques una pluma de tu sombrero y me entregues flor y pluma ante el pueblo de México”.
A él le pareció exagerado y repeló, pero al final, puesto a prueba, aceptó.
“Quiero (dijo La Güera, conteniendo la respiración) que nos coronen juntos”.
Para Agustín “fue demasiado. Saltó sorprendido alegando que él no tenía pensado ser emperador salvo que lo exigiera el pueblo de México y por lo que hacía a la coronación conjunta no debía perder de vista que él estaba casado y tenía compromisos con su mujer, con la Iglesia, con Dios, con su moral y con la gente”.
“¿Entonces no quieres llegar a serlo”, pregunta La Güera, y Agustín, que ya sabía la respuesta desde entonces, dijo: “Sólo si el pueblo me lo exigiera”. Termina asegurando que él se merece todo, que el Padre de la Independencia es él, les guste o no a muchos…”, y es entonces cuando La Güera le platica su plan.

Para empezar

Primero, se desharían de Ana, la mujer de Agustín. No la matarían: la acusarían de adulterio y la recluirían en un convento. Así, ella sería emperatriz de México. Agustín, que considera el plan una genialidad, la cubre de besos.

Los cambios

Los planes cambiaron cuando “el virrey Apodaca, presionado por Madrid, declaró a Iturbide fuera de la ley… el rey seguía siendo Fernando VII… y se acabó. Punto. El gobierno de la capital rehusó las propuestas, ofreciéndole a Agustín un indulto y además una buena cantidad de dinero y una graduación superior a la que tenía, siempre y cuando renunciara al mando militar y arribara de nueva cuenta la paz.
El 28 de junio de 1821 “Iturbide entró a Querétaro, la última plaza que tomaban las fuerzas realistas. Una paradoja de nuestra historia, ¿no? La consecuencia directa fue la deposición… del virrey Ruiz de Apodaca mediante un golpe de Estado… La remoción violenta favorecía a Iturbide, aunque también… al mismo Apodaca (que así) se evitaría la vergüenza de ser quien entregara la capital del imperio español a las fuerzas independentistas o realistas o como se llamaran. ¿Eran un ejército rebelde como el de los insurgentes? No, claro que no, eran las mismas tropas del virrey las que, en lugar de defender los intereses coloniales, los atacaban. ¡Menuda independencia!”
La Güera achaca el apresuramiento de este movimiento independentista a la influencia del “chapucero” obispo Pérez, quien, en las discusiones cruciales, propuso “encumbrar a Agustín como el futuro emperador de México”.
A La Güera el Tratado de Córdova y lo que aconteció después parece precipitado. “Antes de tomar alguna decisión resultaba inevitable observar, analizar, medir, sopesar y ponderar el futuro, las posibilidades de éxito: la maduración de las clases determinantes en el proceso, los intereses creados, los compromisos adquiridos y por adquirir, las tendencias de las ideas modernas”…, resume con la facilidad de una ideóloga que conociera el pasado y el futuro. Para ella, todo corrió demasiado aprisa. En su plan, donde las cosas se acomodaban bajo un ritmo más coherente y natural, su amado Agustín no arribaría al poder en situaciones tan contradictorias y convulsas, sino hasta que fuera exigido por todas y cada una de las fuerzas interesadas en la subsistencia de los beneficios que les proporcionó el régimen colonial. A pesar de eso, a pesar de advertir la lucha que se vendría entre absolutistas, borbonistas e iturbidistas, sin olvidar a los masones, La Güera decidió apoyar a Agustín. Lo hizo por amor. También, porque “dándole la espalda a mi amante me cerraría las puertas al gran mundo, una oportunidad que no se repetiría. Si todo fracasaba y lo llegaban a derrocar o hasta a fusilar… lo fusilarían sólo a él. Mis carnes, en todo caso, quedarían intactas al igual que mi patrimonio… ¿Qué tenía qué perder? ¿Ser emperatriz de México o no serlo? ¿Eso era todo? Entonces: ¡cartas! ¡Juego!”
La próxima semana veremos cómo le fue La Güera con su Agustín, y a Agustín con todo lo que sabe Francisco Martín Moreno y La Güera. Tratamos de irnos rápido, pero qué le vamos a hacer. Pasa hasta en las mejores pozolerías.

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