Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Arrebatos carnales / 11

Una rosa como un imperio

Vicente Guerrero fue relegado en el desfile del Ejército Trigarante por la ciudad de México, y ningún insurgente formó parte de la Junta Provisional Gubernativa, la instancia legislativa anterior al Congreso Constituyente. Cuando cuenta que la Junta de Gobierno quedó integrada “por treinta y ocho aristócratas, el virrey, un obispo, dos canónigos, cinco eclesiásticos, cuatro marqueses, dos condes”, sin Guerrero, sin Bravo, sin Victoria, sin López Rayón, sin Quintana Roo, La Güera Rodríguez engrosa la indignación que la farsa le provoca: “¿Quién representaba a los desposeídos? ¿Quién defendería los derechos de los indígenas… de los mestizos, de los mulatos, de aquellos que han sufrido durante siglos el oprobio de la esclavitud y de la explotación?…” Al tiempo que relata asuntos en los que, como se ufana, contribuyó para destruir o asimilar a los insurgentes, manifiesta su simpatía por éstos y “el pueblo adolorido”. “¿Quién defendería los derechos de los indígenas, de los aborígenes, de los mestizos, de los mulatos, aquellos que habían sufrido durante siglos el oprobio de la esclavitud y de la explotación? Quién, ¿nosotros los aristócratas…, los eclesiásticos, el obispo, los condes, los marqueses o los terratenientes? Quién, ¿dónde estaba acreditada la voz de la nación, de la nueva nación?”
Y cuidado: cuando La Güera (como otros personajes de Francisco Martín Moreno) empieza a contar en serio podría sospecharse que antes de querer platicar sobre sus romances tenía ganas de escribir una reseña o de a tiro un ensayo sobre la historia de México. Hace rato estábamos en el vórtice del relato, pero todavía no salimos de él. Por un lado, Iturbide fue designado presidente de la regencia y Generalísimo del Ejército. Por otro, La Güera escribió una carta “inventándole a Ana un amante”, gracias a la cual ésta fue recluida en un convento por órdenes de la Santa Inquisición.
“¡Claro –presume La Güera– que hice bien mi trabajo!… ¡Claro que nos deshicimos de ella! ¡Claro que el desfile del Ejército Trigarante pasó enfrente de mi casa e Iturbide se apeó, cortó la rosa y me la entregó junto con la pluma de su sombrero! ¡Claro que cumplió su palabra!”…

¿Un emperador divorciado?

Por más que Iturbide cabildeó, los jerarcas católicos le dijeron que por nada lo iban a divorciar. Lo mismo le pasó a La Güera: “De la misma manera en que uno a uno visitaron mi casa, mi salón, mi comedor y mi cama, uno a uno me hablaron de la imposibilidad de tener a un emperador divorciado”…
“Con el tiempo” y siempre en el centro del escenario histórico, La Güera comprendería que los jerarcas le temían a ella, “por mis antecedentes revolucionarios al lado de Allende y de Hidalgo”, porque “no sería una emperatriz confiable para la defensa de sus intereses” y porque “yo sabía demasiado de ellos…”
Esto echaba abajo el plan imperial de La Güera. Ana, “la idiota” Ana sería la consorte coronada. Pero para La Güera los problemas apenas empezaban.

Un duro golpe

Ante la imposibilidad del divorcio, ella empieza a ver a Agustín como un traidor. Le reprocha su cobardía para “plantear nuestro asunto” y que ya no la atendiera. Por ahí sale algo sobre la madura edad de La Güera y más reproches, hasta que, al mencionar a “alguna mujer joven”, Agustín se incomodó demasiado. La sospecha se mantuvo y su comprobación fue un golpe muy duro para La Güera.
Sería la propia esposa de Agustín quien iría a contarle cómo descubrió a su marido haciendo el amor con una jovencita “en el propio Palacio de los Virreyes”. Esa jovencita era María Antonia, la tercera hija de La Güera Rodríguez.
Esa vez La Güera le dijo a Agustín que si llegaba a ser emperador, “lo serás por mí y lo sabes muy bien, por más que quieras negarlo”. “–Siempre cobraste los favores –contestó (él) haciendo mención a mi pasado e insinuando que yo era una puta”. Y ahí se rompió una taza: “Mi futuro político se había arruinado”, dice La Güera. “Ya veríamos el suyo…”, advierte.

Generalísimo de mar y tierra

Juan O’Donojú muere después de haber cumplido “con la misión de consolidar la independencia, a pesar de ser un enviado de la corona española”. Sube a la silla Pérez, el obispo de Puebla, “el gran defensor de los fueros y bienes conquistados a sangre y fuego, chantajes, extorsiones, timos y coacciones”, que firma el Acta de Independencia con Iturbide, Matías Monteagudo, sin faltar marqueses, condes y arzobispos.
“La Junta nombró a Agustín Generalísimo de Mar y Tierra por toda la vida, asignándole el sueldo de ciento veinte mil pesos anuales y haciéndole el regalo… de un millón de duros asignados sobre los bienes de la extinguida Santa Inquisición, con una extensión de terreno de veinte leguas en cuadro en la provincia de Texas y dándole tratamiento de Alteza Serenísima”.
“Iturbide creaba un poder tan superior y tan anómalo que habría de terminar como una tirano”. En España se negaban a dejar de recibir la riqueza de ultramar y las Cortes declaraban sin valor los Tratados de Córdoba, mientras las protestas caseras contra el Imperio mexicano arreciaban. Iturbide se empezó a pelear con el Congreso porque el pago del ejército “devoraba la economía”. En Roma, al grito de ¿por qué cambiar un negocio que tanto nos ha dado a los Papas a lo largo de trecientos años?, el papa León XII condenó la emancipación de los países hispanoamericanos y en particular la Independencia de México. Aquí “la descomposición del Congreso era total. No había acuerdo entre iturbidistas, republicanos, borbonistas, militares y clericales”. No es de ahora, ya leímos (con Maximiliano, con Sor Juana) sobre el poder absoluto que en la historia de México ha ejercido la Iglesia católica, en nombre de Dios y de la perpetuación de sus ganancias e intereses. No tiene caso recontar los epítetos que Martín Moreno le dedica a la Iglesia en general y a los curas en particular, pero hay párrafos que son insoslayables: “Si los obispos ya no tenían el apoyo político y militar de la metrópoli, ahora buscarían contar con la influencia de Roma y su capacidad diplomática para influir en los acontecimientos de cualquier país. El clero no pensaba que la Independencia de México tuviera que implicar una alteración de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Habían apoyado el Plan de Iguala porque deseaban reforzar esta asociación tradicional. El nuevo gobierno estaba obligado a preservar los intereses clericales, para ello lo habían apoyado… y si no se lograba, tendrían que llegar a la penosa y triste necesidad de acabar con Iturbide. Sólo podía prevalecer en el máximo poder mexicano quien garantizara los intereses clericales y ningún otro más”.
Nadie había creído que fuerzas extranjeras amenazaran el país, como argumentó Iturbide cuando aumentó el sueldo a su tropa, ni ahora, 2 de abril de 1822, en que “puso sobre las armas a sus cuarteles”, como quien “preparaba la dictadura”. La respuesta del Congreso fue definitiva: la amenaza era un ardid, y Agustín de Iturbide fue insultado y vejado. Como respuesta, éste organizó a sus tropas para que, con alguna plebe, salieran a la calle coreando ¡vivas! al emperador. Atemorizado, el Congreso declaró “que Iturbide sería elegido emperador constitucional, decretando días después que la monarquía sería hereditaria. Agustín se salía con la suya”.

La coronación

“El 21 de junio de 1822 decidí que era mejor asistir a la ceremonia de coronación imperial en lugar de permanecer encerrada en casa”, confiesa La Güera, que, arrinconada, describe la ceremonia de coronación con todo y misa, incluyendo el momento en que Agustín corona “a la imbécil de Ana”.
Resentida, echada a un lado, La Güera no ceja en sus reproches… ni en remarcar la importancia de su propia persona: “Iturbide se perdería sin mí y por ello la corona se le caería junto con la cabeza. Yo era su mujer. Y la otra, una triste vaca lechera”.

La caída

La predicción de La Güera se cumplió: los crímenes, los robos y la miseria se acrecentaron en la capital, mientras los curas quemaban libros con ideas republicanas. El Congreso rechazó el nombramiento de Iturbide, “el traidor de todos los males”, quien había resultado un tirano. “Si Agustín hubiera estado de mi lado y me hubiera dejado aconsejarlo…”, insiste La Güera, “le hubiera propuesto enviar a un par de representantes de su gobierno para conocer de cerca sus motivos de queja y subsanar las diferencias por la vía de la conciliación y el diálogo”. Por el contrario, el torpe e intolerante Agustín recurrió a la violencia: envió a prisión a dieciséis diputados y con ello “se puso la soga al cuello”.
El 31 de octubre de 1822 el emperador decidió disolver el Congreso y en su lugar creó un congreso instituyente conformado con diputados de las provincias designados por él.
Antonio López de Santa Anna proclama la institución de la República en Veracruz, y el uno de febrero de 1823 suscribe el Plan de Casa Mata con el general Antonio de Echávarri, “enviado de Iturbide nada menos que para combatirlo”. Iturbide libera a los diputados y trata de negociar con los rebeldes, pero la llama de la inconformidad se extiende y “ya casi nadie escuchaba a Iturbide”. Acorralado y solo, éste renuncia a la corona el 19 de marzo y ofrece que saldrá del país en un corto plazo. “El imperio había durado sólo diez meses”.
Agustín de Iturbide abordó en Veracruz la fragata que lo llevaría a Europa el 11 de mayo de 1823.
Esto le había sucedido a Agustín porque “al desafiar a su propio temperamento…, al extraviarse víctima de la vanidad, al perderse en su idolatría y perder contacto con la realidad, escaló…, se trepó apasionadamente…, sin medir el peligro y lo que es peor, sin escucharme, sin voltear a verme a mí, que era su brújula, su sextante, su contacto con el mundo externo”.

Regreso y fusilamiento de Agustín de Iturbide

“El Congreso y el triunvirato integrado por Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Celestino Negrete se dedicaron a reparar los males causados durante los días del imperio… Empezó el proceso de reconstrucción del país y en este proceso se trató de hacer justicia a todos aquellos aliados incondicionales del emperador. El obispo de Puebla, Pérez, ante la imposibilidad de huir, solicitó un permiso para retirarse de la ciudad…”
En Europa, el 27 de septiembre de 1823, Iturbide, quebrado financieramente al grado de que tuvo que vender las joyas de su esposa, hacía público un manifiesto en el que comunicaba al Congreso que regresaría a México para evitar que España volviera a apoderarse del país, auxiliado por la Santa Alianza. En abril de 1824 el Congreso declaró traidor a Iturbide y a quienes lo ayudaran o protegieran.
“Tal vez Iturbide llegó a tener claro que su regreso a México podría significar la muerte… ¿Pero qué opción restaba? De haberse quedado en Europa en un par de meses más hubiera tenido que pedir limosna en las puertas de las catedrales y asistir a la muerte por inanición de sus hijos y su familia en general”. Iturbide fue apresado apenas arribó a México por el atracadero de Soto la Marina. El 16 de mayo de 1823 “fue pasado por las armas con el debido protocolo, acorde con su elevada investidura militar”.

Epílogo sentimental

La Güera Rodríguez casó entonces con Juan Manuel Elizalde, “una figura decorativa” pero “en el fondo un buen sujeto”, honesto y muy rezador. “Debo agradecerle que estuviera pocas horas del día en la casa. Dócil de carácter…, se contentaba con vivir espléndidamente”, trabajar, rezar “y ocupar el lugar que por su rango de tercer marido tenía derecho en mi majestuosa y rica alcoba, la famosa alcoba de La Güera Rodríguez”.
La Güera cuenta todo lo que sintéticamente acabamos de refifar a los 65 años de edad. Afirma que su deseo es morir con la imagen de Agustín amándola, arrancándole las pantaletas en la berlina, en el Bosque de Chapultepec. Aquí preferimos cerrar, a modo de epílogo, con una revelación anterior de María Ignacia Rodríguez de Velasco:
“…tanto doña Josefa Ortiz de Domínguez como yo estuvimos presentes en el Congreso, precisamente en el momento en que se redactaba el decreto para autorizar el fusilamiento de Iturbide donde encontrara, tal y como sucedió. Contenía varias faltas de ortografía que ella y yo corregimos con la debida discreción. Cuando ambas nos percatamos de que el texto establecía que cualquiera podía arrestarlo y conducirlo ante las autoridades competentes, sugerimos cambiarlo para que quedara asentado que cualquiera podría darle muerte. La verdad, no encontraba una mejor forma de vengar el ultraje sufrido por mí después de descubrir el amasiato que llevaba con mi hija Antonia”.

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