Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Margarita Warnholtz

Miguel Ángel Jiménez ¿una cifra más?

Vivimos en un sistema y en un país donde los problemas sociales se manejan en cifras, más bien, se reducen a cifras. Cuando nos referimos a la pobreza, el desempleo, la mortalidad infantil, los asesinatos, etc., pareciera que hablamos de acciones en la bolsa de valores: aumentó el porcentaje de pobres pero bajó el de pobres extremos, el analfabetismo se cotizó en 2.8% en Sonora, mientras que en Chiapas alcanzó el 19.9%, la tasa de mortalidad infantil cerró el año en 12.58, el 73% de los indígenas viven en situación de pobreza, en los últimos días el municipio de Acapulco alcanzó el primer lugar en muertes violentas. Más o menos así nos informan, con cifras que terminan ocultando la realidad.
No nos dicen, por ejemplo, que hace poco murió un bebé amuzgo de 15 meses en manos de su madre porque fue al centro de salud y estaba cerrado, y acudió al hospital regional y le dijeron que no tenía nada. O de la joven maya de 14 años que murió porque “no estaba el médico”.
De los asesinados, si acaso se publican los nombres y de vez en cuando a qué se dedicaban, pero no nos hablan de los huérfanos que dejan o del dolor de los padres. Peor aún, en el caso de las muertes violentas, la mayoría se consideran –antes de investigarse– ajuste de cuentas entre el crimen organizado, así no nos preocupamos, finalmente son los malos matando a los malos, y al cabo ni los conocemos. Se nos olvida que cada asesinado es una persona, no una cifra, y es algo que debemos comenzar a entender si queremos parar la violencia.
Hace unos meses tuve la oportunidad de entrevistar a Miguel Ángel Jiménez Blanco, uno de los asesinados en el municipio de Acapulco el sábado pasado, cuya muerte ya comienza a atribuirse a “enfrentamiento entre grupos antagónicos” y cosas así. Jiménez era alguien relativamente conocido por la prensa, por su participación en la búsqueda de desaparecidos en Iguala, que comenzó con los 43 estudiantes de Ayotzinapa y se extendió a cientos más, que él no veía como cifras, sino que se involucraba directamente con los familiares y su dolor. Además, era promotor de la UPOEG y fundador de la policía ciudadana en su pueblo, Xaltianguis. Debido a ello, su nombre sonó más en la prensa que el de otros, pero salvo lo anterior, no se dijo nada.
Cuando lo entrevisté, entre otras cosas, le pregunté por su vida personal y, a diferencia de otras personas que cuidan esa parte, me contó abiertamente varias cosas. Finalmente no publiqué la entrevista, porque lo que me dijo de las fosas era lo mismo que ya habían publicado otros, porque me metí en otros temas y porque la verdad, en ese momento, me pareció intrascendente hablar de su vida personal. Pero ahora, después de su muerte, creo que es importante hacerlo, para mostrar que no es una cifra más, como no lo es ninguna víctima de la violencia.
Miguel Ángel Jiménez tenía 45 años, tenía siete hijos, el más pequeño, de su segundo matrimonio, de apenas seis meses de edad. Sacó su celular y me mostró con orgullo su foto. Cuando le pregunté que cómo hacía para mantener a tantos, me dijo que estaba preocupado porque no tenía para pagar la colegiatura de otro de ellos, que una de sus hijas estaba enferma y por eso ahora tenía que chambearle duro con el taxi, pero que no iba a descuidar la búsqueda de desaparecidos, pues era algo que consideraba la misión de su vida.
Me contó que cuando era niño era muy inquieto y quería conocer el mundo más allá de su pueblo, por lo que un día decidió irse a vivir con su tío a la ciudad de México, entonces se subió en su coche y se aferró hasta que sus papás lo dejaron ir. Riéndose, me relató la anécdota de que el carro de su tío era una carcachita, que además iba sobrecargado porque transportaba tanques de oxígeno que el tío vendía, entonces “armábamos la cola en la carretera, todos nos querían rebasar y nos mentaban la madre”, hacían como diez horas de Xaltianguis al DF.
Jiménez tocaba varios instrumentos musicales y le gustaba leer, porque cuando vivió con su tío en la capital tomó clases de música y se aficionó a los libros. Lo de la música le sirvió cuando, terminando secundaria, regresó a su pueblo y, como era muy religioso, se vinculó con un grupo de jóvenes de la iglesia, que organizaban eventos artísticos y deportivos en las comunidades y apoyaban a personas necesitadas. “Desde ahí supe que yo tenía que ayudar a la gente y me di cuenta que era bueno para organizar”, me dijo.
Fue uno más de los miles de guerrerenses que se van por unos años a Estados Unidos a trabajar “en lo que salga” y allá conoció a su primera esposa. Regresando, trabajó varios años vendiendo productos naturistas “para ayudar a los que tienen cáncer” por todo el estado de Guerrero y por ello conocía gente en todas partes.
Finalmente se volvió a casar y se restableció en Xaltianguis, donde en 2013 ingresó a la UPOEG y formó la policía ciudadana de su comunidad. Cuando desaparecieron los 43 normalistas de Ayotzinapa, lo eligieron en asamblea de la UPOEG coordinador de la búsqueda, y desde entonces se vinculó con los familiares de los desaparecidos de la región y se dedicó a buscarlos.
Salvo por lo de la búsqueda de los desaparecidos, Jiménez Blanco era una persona como cualquier otra, con familia, con preocupaciones, con trabajo, con ilusiones, como lo son todos los asesinados, sean considerados buenos o malos. A todos y todas los llora alguien y la mayoría deja familiares desprotegidos. Me pregunto si alguien ha pensado en los huérfanos de Acapulco, en su futuro. Digo Acapulco porque de ahí es este caso, pero pensemos en los de todo el país. ¿Acaso son sólo una cifra más? ¿Cuándo se va a hacer algo más que producir cifras para parar todo esto?

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